Creación

Caminos de rectitud

«"No abandones la senda de la rectitud por la escasez de sus caminantes", reza un viejo proverbio hispanoárabe. Ésta era la consigna inquebrantable e inquebrantada de la casa. En la casa, enclavada en una pequeña capital del interior, vivían cinco hermanas, solteras naturalmente, muy unidas, muy deferentes unas con otras...». Un cuento de Francisco Abad.

Caminos de rectitud

/por Francisco Abad Alegría/

«No abandones la senda de la rectitud por la escasez de sus caminantes», reza un viejo proverbio hispanoárabe. Ésta era la consigna inquebrantable e inquebrantada de la casa. En la casa, enclavada en una pequeña capital del interior, vivían cinco hermanas, solteras naturalmente, muy unidas, muy deferentes unas con otras, cuidando de no decir una palabra más alta que otra, ordenadas hasta límites monásticos, rezadoras, de costumbres espartanas, sencillez extrema y ademán escaso pero siempre cortés entre sí y hacia los demás. Cuando hacía mucho frío o demasiado calor, rezaban el rosario en familia; tal era su adhesión al salterio de los legos, que el periquito había aprendido a decir ora pro nobis con total nitidez y lo repetía cuando alguien le provocaba con la invocación correspondiente, con fin bromista y por supuesto nada irrespetuoso.

Sus padres (¡Dios los tenga en su gloria!) habían muerto hacía tiempo. La madre era una ejemplar ama de casa y madre de familia, que inculcó todas las virtudes propias de señoritas decentes y cristianas a sus cinco hijas y murió santamente tras una neumonía fulminante durante una pandemia de gripe. Como tres de las hijas ya eran mayorcitas, las funciones maternales y domésticas fueron asumidas con un reparto de tareas, ciertamente no demasiado gravosas, por las hermanas, que llevaron adelante la casa y cuidaron de su padre hasta que murió unos años más tarde, al parecer también por causa de una neumonía.

El padre, un hombre respetable, sencillo, de pocas palabras, miembro de Acción Católica, de costumbres moderadas y rectas, tenía por oficio la sastrería. Era sastre de prendas para eclesiásticos y militares; por eso la gran habitación-taller que ocupaba en la casa, estaba siempre llena de sotanas y estilizadas guerreras. A veces las hermanas entraban en el taller, cuando no estaba su padre, y miraban las prendas con admiración; parece mentira que una sotana tenga tantos botones pequeños y negros y una guerrera muy pocos, grandes y brillantes. En ocasiones cometían la travesura de ponerse encima una guerrera con las mangas solo hilvanadas y se reían mucho; las sotanas ni se tocaban, porque eran largas y se mancharían al arrastrar por el suelo.

Las hermanas eran: Clotilde (Cloti), la mayor, Benilde (Beni), la siguiente, Elisa (Eli), la tercera, Fermina (Fermina) la penúltima y también bastante gordita y Cecilia (Ceci), la pequeña. Se llamaban por sus diminutivos, salvo Fermina, que conservaba el nombre completo. Las ocupaciones domésticas, la escuela primero, las devociones cotidianas y algunos paseos por la alameda o el camino al lado del río, que hacían dos o tres de ellas mientras las otras dos se dedicaban a la costura (heredaron alguna de las habilidades del padre y cosían vestidos para encargos particulares), ocupaban todo su tiempo y además ahuyentaban totalmente la natural pero no a todo el mundo otorgada aspiración al santo matrimonio, con lo que con el paso de los años se plantaron en edades ya tardías para aspirar a tomar tal estado. Y además, así, todas juntitas, sin complicaciones ni aspiraciones materiales o afectivas, se estaba muy bien; nunca se habrían reconocido en el despiadado daguerrotipo de solteronas, pero eso es exactamente lo que eran.

El tiempo pasaba dulcemente, sin sobresaltos. Eran las postrimerías de los años sesenta y una leve turbación se había infiltrado en la tranquila y devota urdimbre afectiva y religiosa de las hermanas: el Concilio. Lo propio estaba ocurriendo en la pequeña capital e incluso en algunos hogares —se sabía de buena tinta— al final del rezo del rosario se añadía un padrenuestro «por la conversión del papa». Ya hacía meses que estaba en marcha el Concilio Vaticano II y algunos sacerdotes hablaban de ponerse al día, de modificar la liturgia, de una cosa que denominaban ecumenismo, que por lo visto era algo así como llamar hermanos a quienes toda la vida habían sido unos herejes, traidores a la Iglesia e irremediablemente condenados al infierno eterno. Empezaban incluso algunos curas a hablar de problemas sociales y eso sí que tenía un tufillo sulfúreo incompatible con un pensamiento auténticamente católico y tradicional.

Un viernes de Cuaresma, Ceci, la pequeña, dijo que iba a ir a confesarse, a pesar de que hacía tiempo tormentoso y desapacible. Se puso el impermeable y salió de casa, cerrando la puerta con todo cuidado, sin dar portazo ni soltar bruscamente la manilla. Las hermanas estaban en sus ocupaciones, cosiendo o preparando la cena (acelgas aliñadas con aceite y ajos y a cada pescadilla frita, porque es ayuno y abstinencia, claro). Había pasado no más de media hora cuando se oyó el deslizar del llavín en la puerta de entrada e inmediatamente después un solemne portazo. Las cuatro hermanas quedaron atónitas, intentando comprender por qué Ceci había vuelto tan pronto y, sobre todo, por qué había tenido la desconsideración de dar un portazo. Tras unos segundos, se oyeron unos rápidos pasos en el pasillo y luego ¡otro portazo! en la puerta del dormitorio que Ceci compartía con Fermina. Ahora sí que la cosa se había puesto fea: dos portazos seguidos. Y además sin murmurar ni un buenas tardes o un escueto ¡hola!

Las cuatro hermanas se encaminaron hacia el dormitorio de la recién llegada, sin hacer ruido, sin decir palabra, escudriñando el menor indicio audible que les pusiera en la pista de lo que había ocurrido. Nada, ni un sonido, ni un suspiro, ni siquiera un pequeño portazo en la mesilla de noche. Pasados unos minutos sin obtener información, Cloti, como hermana mayor, decidió intervenir. Llamó con los nudillos a la puerta del dormitorio y musitó:

—¿Ceci, te ocurre algo?

Le respondió la voz desencajada de su hermana, pronunciada con tal ímpetu que resultaba lo más parecido a un grito:

—¡Nada, déjame!

Bueno, respiraba y estaba alerta. Pero el interrogante sobre la desconsiderada conducta de Ceci —porque era desconsiderada con sus hermanas, vaya si lo era— se mantenía. De modo que la hermana mayor insistió:

—Por favor, déjanos entrar, que estamos preocupadas, y cuéntanos qué ha ocurrido.

Se escuchó un leve sollozo y entonces, sin más preámbulos, abrieron la puerta y las cuatro hermanas se precipitaron en el interior de la habitación.

—¿Qué te ha ocurrido? ¿Te han hecho algo? ¿Te han robado el bolso? ¿Qué ha pasado?

Ceci se serenó un poco y secándose las lágrimas, se levantó de la cama sobre la que se sentaba:

—Vamos a la cocina y os lo cuento.

Las cinco vírgenes se dirigieron rápida pero ordenadamente a la cocina y tomaron asiento alrededor de la mesa camilla, mirando interrogativamente a la pequeña, Ceci. Esta comenzó su breve relato:

—¡No sé a dónde vamos a llegar con esto del Concilio!

Suspiros y exclamaciones de asombro, sin vocalización, surgieron de las angustiadas hermanas. Se preparaban a recibir la noticia de lo ocurrido (¿sacrílego, herético?) y permanecían en obsequioso silencio, esperando la aclaración de su hermana.

—Pues el caso es que me he ido a confesar, después de hacer un detallado examen de conciencia, claro. Luego me he aproximado al confesionario y tras el Ave María Purísima, he empezado a contarle mis pecados al sacerdote, uno joven que ocupaba el lugar de don Albino. Yo le decía mis faltas y en un par de ocasiones advertí que él intentaba cortarme y preguntar algo, pero seguí adelante. De improviso, el sacerdote, porque desgraciadamente está ordenado —se oyó un suspiro unánime de las cuatro hermanas— me interrumpió en seco y me preguntó así, por las buenas, cuál era mi edad. Sentí que la cara me ardía súbitamente, noté cómo se me encogía el estómago y no pude decirle más.

Las hermanas estaban horrorizadas; estaba claro que no era una niña ni una ancianita y por la voz tendría que saber, aún con rejilla, que era una señorita de edad media, así que la pregunta era impertinente. En realidad la señorita había rebasado ampliamente los cincuenta años y se aproximaba al final de la década que la haría saltar a los sesenta.

—Así que me levanté del reclinatorio, saqué fuerza para responder y me dirigí a la cortinilla central, por donde se confiesan los hombres. La descorrí y le dije, reconozco que gritando un poco: ¡Grosero, qué se ha creído usted!

El sacerdote se echó hacia atrás, alarmado por lo ocurrido. Al parecer estaba atónito de que una persona adulta se acusase de auténticas simplezas que ni el más duro inquisidor consideraría dudosos pecadillos veniales y por eso preguntó la edad de la penitente.

—Y luego ya no me pude contener y le dije que a una señorita no se le pregunta la edad, sea sacerdote o incluso médico quien lo haga. Le repetí que era un grosero y que si eso enseñaban ahora en el seminario, más valía que se dedicase a otra cosa, como ser camarero de bar o algo así.

Las hermanas se miraron entre sí, horrorizadas. ¡Preguntarle la edad a una señorita! Realmente estos curas modernos son unos groseros y con el Concilio no se sabe en qué daremos; puede que incluso acaben vistiendo de paisano, Dios no lo quiera.


Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).

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