Cuentinos tristes
El internado
/por Juana Mari San Millán/
Dos campos de fútbol de tierra pedregosa. Una cancha de baloncesto y otra de balonmano encementadas. Dos frontones, uno de ellos cubierto. Una piscina al aire libre que antes fue balsa, estanque de molino ya inútil. Un comedor inmenso con capacidad para un batallón. Dos salones de estudio con cientos de pupitres, todos con el agujero donde, no hacía tanto tiempo, embocaban los pocillos para la tinta de emborronar. Un solitario piano que olía a moho y sonaba a rancio de ciento en viento en una de las muchas aulas escondido. Un espectacular claustro gélido, cerrado a cal y canto excepto domingos y festivos, el mes de las flores a María y los ratos de los rezos de un par de viacrucis vespertinos por Cuaresma. Una monumental iglesia con coro y órgano y todo y con un Cristo crucificado de melena de pelo natural. Dos largos dormitorios corridos casi siempre en penumbra y uno más pequeño, con un pelín de luz, para los internos de los dos cursos superiores (cuarto y quinto de bachiller), dividido en cubículos por livianos tabiques de panderete que no alcanzaban el techo nunca por más que se estirasen.
Contaba Mariano Ruilópez, cuando le daba por enfrascarse en batallitas de abuelo, que ésos eran los parajes reiterativos que le rebotaba la subsistente memoria fotográfica desde sus tiernos diez años. Ésos… y un cura encorvado sobre su tripa doliente al caminar entre filas de internos de a uno, procesionalmente. Ésos… y otro cura que leía sin parar todas las piezas teatrales de Alejandro Casona durante las clases de lengua y literatura, convertidas en intrigantes y premonitorios seriales dramáticos. Ésos… y los terrores predicados por aquel cura con falso título y dudosa categoría de director espiritual del colegio, que organizaba y oficiaba, a cada poco, ejercicios espirituales de espantos dantescos ubicados en toda suerte de infiernos, a cuál más aterrador. Ésos… y no menos de tres confesionarios en cada lateral de la iglesia con las celosías apartadas, donde otros tantos confesores (o sea, seis, un día te tocaba uno y otro día otro) te apretaban con sus dedos huesudos y amarillos, arrodillado tú, los bracitos apoyados en la repisa del ventanuco abierto, te insinuaban o endosaban pecados que desconocías, te echaban a la cara alientos de ajo y tabaco o de cebolla y tabaco, mayormente, mezclados con fragancias de Varón Dandy, te deslizaban los labios por las orejas y los papinos, te absolvían, con una voz autoritaria y carrasposa, susurrante a la vez, de culpas inexistentes acariciándote el flequillo o pellizcándote los mofletes, o ambas carantoñas a un tiempo. Todo con supremo deleite. Todo con delectación morosa.
Contaba Mariano Ruilópez, cuando decidía zanjar las historietas evocadoras de su estancia en el internado diocesano, que, diez quinquenios más tarde, despertaba algunas noches abofeteándose las mejillas como si pretendiera espantar, a manotazo limpio, un enjambre de mosquitos pestilentes entrometidos en sus aceitosos sueños.
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