ROMA
/por Pedro Luis Menéndez/
En un tiempo histórico en que cada fuente y cada estanque del ancho mundo rebosan con las monedas arrojadas por las hordas de turistas que pululan (pululamos) un poco como Odiseo, pero con media casa a cuestas, la fontana de Trevi parece condenada a ser uno más de los espacios ruidosos y molestos que empiezan a hacer muy difícil una vida común en según qué ciudades del planeta. Pero lo cierto es que en mi última estancia en Roma no arrojé ni una lira a las aguas vigiladas por el imponente Neptuno en colaboración con el no menos imponente (según se mire) Roberto Cercelletta. Corría el año 2000. No he regresado a Roma, aunque, por lo que leo y oigo, sigue igual (o peor) de desordenada y sucia. Por eso la amo tanto. Cuando se viste para una fiesta, resulta excesiva como los fastos finales de un combate barroco. Cuando se desnuda, hasta sus llagas y sus cicatrices rezuman procacidad. Por eso la amé tanto.
En mi última estancia en Roma, viví durante un corto período de tiempo junto a la estación Termini, en una habitación barata de la Via dei Mille. Llegué casi a mediodía y me tumbé a dormir, agotado tras un retraso de diez horas en el que recorrí una y otra vez el aeropuerto de El Prat. Cuando desperté, había anochecido y mi estómago reclamaba algún tipo de compensación por las horas perdidas, de modo que bajé a la calle en busca de alimento. Y de gente. Gente que encontré nada más doblar la esquina de la piazza dei Cinquecento. La plaza entera estaba cubierta —es un modo de decir, aunque algunos decires obligan casi a una explicación— de prostitutas y macarras, entre los coches, junto a las motos, por la via Marsala, frente al Hotel Aphrodite, ante el que descargaban sus equipajes dos autobuses de ancianos alemanes, que miraban sin miedo y sin escándalo el panorama que se desplegaba a su vista, a pocos metros de sus maletas agrupadas en la calle.

Volví a saber entonces algo que casi había olvidado; algo descubierto bastantes años antes en Madrid o en Lisboa: que el alma de las ciudades huele. El alma de Roma huele a flores añejas, a flores en el último límite de la madurez, a un paso de una tumba que nunca por fortuna termina por llegar, ese paso largo, muy largo, que estira la vida lo que puede, como hacen con su amor acabado los amantes que saben que ésa es su última noche y no quieren que acabe, y no saben tampoco cómo cerrar la puerta para siempre. Me dicen los amigos que Roma está ahora imposible; que —como todas las grandes ciudades— está okupada por hordas de turistas vacíos que inundan las hamburgueserías americanas como jabalíes con vocación de obesos. Pero no lo quiero creer. No del todo. Porque Roma siempre ha estado invadida, aun por los propios romanos. Ellos fueron los primeros en invadir su ciudad, mientras nosotros, el resto, nos hemos dedicado unas cuantas veces a saquearla. Los galos en el 387 a. C., los visigodos con Alarico en el 410 d. C., los vándalos en el 455, los germanos en el 472, los ostrogodos en el 546, los piratas sarracenos en el 846, los normandos en 1084 y hasta nuestro Carlos V en 1527, saqueo del que uno de sus participantes observó: «Lloraban mucho; todos somos ricos». Y esto último sólo 26 años después del banquete de las castañas, una orgía celebrada el 30 de octubre de 1501 en el Palacio Apostólico Vaticano, organizada por César Borgia. En 2015, cuatro arquitectos y dos arquitectas británicos fueron detenidos y acusados de obscenidad por bañarse desnudos en la fuente de las Náyades, en la piazza della Repubblica; un testigo afirmó que «parecía una orgía en la antigua Roma».
Orgías, sexo, riqueza, palacios, fuentes, arte, son los tópicos sobre los que descansa la imagen de Roma. Y por supuesto el Vaticano, entre su majestuosidad y su aplastante muestra de poder político y económico. Aunque, si nos apartamos un poco de lo más convencional, resulta muy recomendable una visita tranquila a la Gran Sinagoga de Roma y al barrio judío, recorrer la via del Portico d’Ottavia, junto al Teatro Marcello —muy cerca del Tíber y frente a la isola Tiberina—, y tal vez perderse en el bullicio o la tranquilidad (depende del día y de la hora) de la piazza delle Cinque Scole, con su fontana del Pianto, construida por encargo del papa Gregorio XIII para que «incluso los judíos tuvieran agua y adornos» (la historia de la fuente es curiosa porque permaneció en depósitos municipales entre 1880 y 1930, año en que fue recompuesta en su ubicación actual, que no es la que mantuvo originalmente). En octubre de 2018 falleció Lello Di Segni, el último superviviente del gueto romano, asaltado por los nazis en 1943. Di Segni fue uno de los dieciséis judíos —de un total de 1024 deportados— que regresaron de los campos de exterminio al término de la guerra.

Pero si queremos profundizar un poco más en el poderío económico con que las grandes religiones parecen a veces —muchas— competir entre sí, debemos alejarnos del centro de Roma y dirigirnos al norte, por encima de la Villa Borghese, un poco más allá de la Villa Ada Savoia, para encontrarnos con la mayor mezquita de toda Europa, la Grande Moschea, inaugurada en 1995 y financiada por el rey Faisal de Arabia Saudí, quien fue asesinado por uno de sus sobrinos en 1975, decapitado en Riad a los dos meses de la muerte de su tío.
La relación entre romanos y árabes es obviamente tan antigua como el Imperio: valga como curiosidad la figura del emperador, entre los años 244 y 249, Filipo I o Filipo el Árabe, cuya familia procedía de la península arábiga, con ascendientes en Alepo. Ya puestos, una figura mucho menos conocida de la historia fue la reina Mavia, quien en el siglo IV se enfrentó a los romanos hasta forzar a estos a firmar un tratado de paz. Parece que tomaba parte directa en los combates, a la vanguardia de sus tropas, quienes pertenecían a un grupo de tribus nómadas, los tanúkides, más conocidos hoy por su nombre romano: los sarracenos.

Si después de visitar la Gran Mezquita regresamos paseando por el parque que rodea la Villa Ada Savoia (conocida entre otras cosas porque fue en dos ocasiones residencia real, porque en sus terrenos ordenó construir Mussolini un búnker para la familia Saboya y porque en la Villa Ada fue arrestado el mismo Mussolini en 1943) y cruzamos hacia la via Salaria, nos encontraremos con las catacumbas de Priscila, con sus trece kilómetros de tumbas y una capilla excavada en roca volcánica. Este cementerio fue llamado la regina catacumbarum y en uno de sus nichos aparece la que algunos consideran la más antigua representación pictórica de la Virgen, un fresco de estilo pompeyano primitivo del siglo II o III.
A estas alturas, es posible que el cansancio haya podido con nuestras ganas de caminar Roma entre colina y colina, pero, si nos queda algo de fuerza y seguimos y seguimos por la via Salaria hasta llegar a la Porta Salaria y a la via Piave, un poco más allá, aún un poco más allá, a dos calles por encima del Palacio de las Finanzas y a cuatro —como quien dice— de nuevo de la estación Termini, encontraremos uno de los lugares más deliciosos y menos conocidos de Roma: los Horti Sallustiani, los Jardines de Gaio Sallustio Crispo, del siglo I a.C. Lo que queda de ellos se encuentra a catorce metros por debajo de la plaza actual; el mejor lugar para sentarse en cualquiera de sus rincones y leer al poeta:
Dejé por ti mis bosques, mi perdida
arboleda, mis perros desvelados,
mis capitales años desterrados
hasta casi el invierno de la vida.
Dejé un temblor, dejé una sacudida,
un resplandor de fuegos no apagados,
dejé mi sombra en los desesperados
ojos sangrantes de la despedida.
Dejé palomas tristes junto a un río,
caballos sobre el sol de las arenas,
dejé de oler la mar, dejé de verte.
Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tú, Roma, a cambio de mis penas,
tanto como dejé para tenerte.

PD- Si usted no conoce Roma y tiene previsto visitarla en fechas no muy lejanas, le pediría (si lo recuerda) que eche una moneda en Trevi por mí. Si tenemos suerte los dos —usted y yo—, podremos encontrarnos alguna vez en cualquiera de las calles de su Roma, que no será la mía, pero será igual de bella y la amará tanto como yo.
Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
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