Bofetadas de realidad: Safari en la pobreza, de Darren McGarvey
/por Pablo Batalla Cueto/
En la madrugada del 14 de junio de 2017, un rapidísimo incendio devoró en Londres la torre Grenfell, un bloque de viviendas sociales del depauperado barrio de North Kensington, causando 72 muertos y casi tantos heridos. No fue una tragedia inevitable en absoluto, sino, de hecho, una manifestamente evitable y cuyo resplandor iluminó espléndidamente el rostro tenebroso del thatcherismo. El edificio, debido a sucesivos recortes financieros, se había construido con materiales de revestimiento y aislamiento fuertemente inflamables, que contribuyeron a la propagación rápida del fuego. Y sus habitantes vivían en él con una acusadísima conciencia del peligro que les acechaba: llevaban años denunciando la cuestión, pero habían sido sistemáticamente ignorados por las despreocupadas administraciones competentes. Se daba de ese modo una lacerante paradoja: la torre Grenfell, descollante monstruo de veinticuatro pisos, era visible desde buena parte de la capital británica, pero no lo eran en cambio sus habitantes, ignorados como suelen serlo en Occidente las capas más menesterosas de la sociedad, que habitan mundos cercanos y distantes incrustados en nuestras grandes ciudades pero que el resto de sus habitantes no visitamos jamás. Existen sin existir y hay quien les adjudica la etiqueta de cuarto mundo: el tercer mundo dentro del primero.
Es en ese mundo que se adentra justamente, o más bien hace adentrarse al lector, un espléndido ensayo de reciente publicación en español por el sello madrileño Capitán Swing y que viene de ganar en Gran Bretaña el prestigioso premio George Orwell de ensayo y de que los jueces del galardón manifestasen su convencimiento de que se trataba de «la obra que Orwell habría querido que ganara». Traducido por Martin Schifino, su título es afilado como un estilete: Safari en la pobreza: entender la ira de los marginados de Gran Bretaña. Ken Loach lo ha descrito como «otro grito de ira de una clase trabajadora que siente el dolor de un sistema podrido y defectuoso». Y su autor sabe muy bien de lo que habla: es el rapero escocés Darren McGarvey, alias Loki, oriundo de uno de esos barrios —Pollok, en Glasgow— y buen conocedor de sus malaventuras y desdichas, que al principio del ensayo, tras aludir justamente a la tragedia de la torre Grenfell, escribe esto:
Siento un fuerte vínculo con los vecinos de Grenfell. Conozco el jaleo de la vida en los bloques de pisos, las escaleras sucias y oscuras, los ascensores caprichosos que huelen a orina y pelaje húmedo de perro, los conserjes malhumorados, la aprensión que se siente al entrar en el edificio o al salir, sobre todo de noche. Conozco la sensación de estar lejos del mundo, pese a verlo magníficamente por una ventana en lo alto del cielo; la sensación de aislamiento, pese a estar rodeado de cientos de personas por arriba, por abajo y por los dos costados. Pero, sobre todo, comprendo la sensación de ser invisible, a pesar de que tu comunidad puede verse desde miles de metros a la redonda y es uno de los rasgos más destacados del paisaje urbano.
La comunidad de la torre Grenfell se parece a otras muchas que he visto: comunidades llamadas desfavorecidas, en las que existe una suspicacia patológica ante los extraños y las autoridades; en las que arraiga profundamente la creencia de que no tiene sentido participar en el proceso democrático, porque las personas que ocupan el poder no velan por las preocupaciones de los marginados.
Por esos marginados se propone hablar McGarvey, periodista, activista social y un rostro moderadamente conocido en Escocia y el Reino Unido en su conjunto desde que entre 2004 y 2006 escribió y presentó ocho programas sobre las causas del comportamiento antisocial y la privación social para la BBC. Pero no sería justo expresarlo así, pues como ya se ha dicho, no estamos en este caso, como se suele en esta clase de libros que denuncian la estela de miseria del neoliberalismo, ante un arbitrista sensible que, desde una posición acomodada, asume para sí el noble propósito de poner su formación y su talento al servicio de la justicia social, pero habla desde fuera y desde algún grado inevitable de desconocimiento. No hay intermediación en este libro. McGarvey no es el Owen Jones del —por lo demás magnífico— Chavs: la demonización de la clase obrera, sino un chav él mismo. Vástago de una familia desestructurada y antiguo drogadicto —aunque llegó a estudiar periodismo—, Loki habla con crudeza de lo que vivió: de la madre alcohólica y violenta, de la alimentación deficiente, del miedo, de la falta de horizontes, de la apatía, del crack y la heroína, «del profundo rencor que llegué a sentir por cualquier persona que me pareciera acomodada». Y la miseria de la que pinta el fresco es una miseria compleja tanto en las causas como en las consecuencias. Habla de ella como se habla una lengua nativa y lo hace sin incurrir en otra cosa de la que suelen pecar esos otros ensayos: una cierta tendencia al cartón piedra, al arquetipo, al heroísmo conmovedor pero plano de un Jean Valjean; de esos miserables huguianos a los que la injusticia estructural que los oprime engrandece moralmente en lugar de degradar. No hay romanticismo pauperista en Safari en la pobreza, sino una pobreza fea, anodina; pero tampoco hay lo contrario: el regodeo en la sordidez propio de cierto naturalismo. McGarvey nos enseña, en suma, la realidad; y lo hace intercalando con maestría una tercera y una primera personas que se deslíen y se confunden. A veces escribe con la frialdad científica del antropólogo o el neurólogo; así, por ejemplo, cuando desgrana pacientemente en qué consiste el estrés emocional que los pobres sufren típicamente:
En un ambiente positivo, el estrés puede ser un catalizador de acciones, una forma de motivación o una sensación pasajera de incomodidad. Pero para quienes viven en malas condiciones sociales o quizá han crecido en subculturas vinculadas a la agresión o a los abusos el estrés lo permea todo: es el medio en el que se flota todo el tiempo; es la lente por la que se ve la vida entera. No existe una definición médica específica de estrés. En términos simples, es una respuesta física a la tensión psicológica o emocional. El cuerpo, al sentirse atacado, altera sus funciones fisiológicas para lidiar con una amenaza inminente. Es un proceso automático, inconsciente, durante el que se liberan las hormonas y sustancias químicas que nos preparan para la acción. Se trata de una respuesta primitiva, así que nuestra reacción primordial sigue siendo la misma que hace miles de años, aun cuando las cosas que nos estresan han cambiado; se bombea sangre a los músculos y nos llenamos de adrenalina, lo que afecta a nuestra capacidad para tomar decisiones. El estrés también cambia la forma en que el cuerpo almacena energía: cuando los niveles de estrés aumentan, se retiene grasa en la región abdominal para utilizarla cuando pase la amenaza. Pero, al vivir en las condiciones de tensión constante asociadas con la pobreza, siempre estás en un estado de hipervigilancia mental y física. El estrés acaba alterando tu fisiología.
En otras ocasiones, en cambio, McGarvey desamarra las bridas de la pasión y aun las de un acerado rencor de clase vestido de sarcasmo: «Cuando entras en un café artesanal llamado Soy Division en medio de una barriada y ves a un niñito llamado Wagner comiendo tofu en el suelo, te has topado con la gentrificación», escribe por ejemplo; y en otro momento nos propina este sereno tortazo:
En nuestros corazones, nos compadecemos de manera genuina por esos niños que lo han tenido todo en su contra. Hay que hacer algo, pensamos, para luego pasar a la siguiente noticia. Y esta puede versar sobre los jóvenes indisciplinados que desarrollan diversas conductas delictivas o antisociales. O quizá sobre el flagelo de la violencia y el aumento de la drogodependencia en nuestras comunidades. Nos limitamos a pensar: «¿Qué les pasa hoy en día a los jóvenes?». O: «¿Qué demonios hacen sus padres?». Hay una razón muy buena para ello: las imágenes asépticas que se utilizan para mostrar el abuso infantil y el abandono sin impresionarnos distorsionan la verdadera naturaleza del problema. Dichas imágenes crean la falsa impresión de que las víctimas son niños perpetuos, congelados en el tiempo, que esperan a que metamos la mano en las fotografías y los saquemos de una zona de peligro. Mientras son niños, reciben nuestra solidaridad y compasión ilimitadas.
Pero tan pronto como esos mismos niños se vuelven legalmente responsables, los consideramos de otro modo. La verdad, queramos aceptarla o no, es que los niños abandonados y sometidos a abuso, los jóvenes indisciplinados, los borrachos, los yonquis y los padres atroces, irresponsables y violentos a menudo son las mismas personas en distintos momentos de sus vidas.
El libro —constituido como un manojo de pequeños ensayos más que como un ensayo único; ensayos que llevan títulos como «Historia de dos ciudades», «Los niños del callejón sin salida» o «Relatos del centro comercial»— adquiere en conjunto el valor de un batiscafo que transporta al lector a las profundidades últimas del fenómeno de la pobreza; de una horma capaz de, como reza el proverbio inglés, meternos en los zapatos del pobre; hacernos sentir sus sentimientos, pensar sus pensamientos y emocionarnos con sus emociones. La prosa de McGarvey es sencilla y sin pretensiones, pero elegante y honesta; y McGarvey, por lo demás, se muestra refrescantemente dispuesto —y ello refuerza esa fortaleza— lo mismo para la crítica que para la autocrítica. Izquierdista, carga contra la derecha y sus atropellos, pero también contra la izquierda y sus muchas hipocresías; y son especialmente interesantes los pasajes del libro en los que lo hace. Son numerosos. McGarvey vitupera por ejemplo la estolidez de cierto revolucionarismo comodón para el cual «bastará con que el capitalismo se derrumbe o se cree un nuevo país para que todo se solucione por sí solo. En absoluto. Si hay algo peor que un sistema económico injusto es un sistema económico injusto cuando hace implosión». Rechaza «un radicalismo de extrema izquierda que aliente la cerrazón de miras ante las ideas políticas ajenas o que sea tolerante ante la violencia política» y también escribe así contra el simplismo y el maniqueísmo analíticos y la comodidad de fiar todos los males a un enemigo único cuya maldad sin cuento nos exima de asumir responsabilidades personales: «Por mucho que en los círculos de izquierdas finjamos pedir cambios fundamentales y acciones radicales, la gente se vuelve muy susceptible y se ofende tan pronto como se le da a entender que esos cambios pueden afectarla a ella también. Se acepte o no, la verdad es que en relación con la pobreza […] no puede culparse con certeza a ningún actor ni grupo».
McGarvey no es más complaciente con las oenegés consagradas al combate contra la miseria, pero que tratan a las comunidades pobres como «culturas primitivas que necesitan ser modernizadas, equipadas y capacitadas». Deducen —critica— que «la gente de esas comunidades carece de ideas propias» y «existe en un vacío cultural y político sin pasado ni futuro» y sus proyectos —dice— «están menos encaminados a identificar las aspiraciones compartidas de una comunidad que a decidir lo que la comunidad necesita y luego acorralar, manipular y exhortar a la gente para que se adecúe a ello». Antes, McGarvey ha escrito esto:
En Escocia, la industria de la pobreza está dominada por una clase media liberal de izquierdas. Dado que los especialistas de esta clase realmente tienen buenas intenciones cuando se trata de atender los intereses de las personas de las comunidades desfavorecidas, acaban un poco confundidos, molestos y ofendidos cuando esas mismas personas empiezan a transmitirles su enfado. Nunca se les ocurre, pues se ven como los buenos, que la gente a la que pretenden servir pueda considerarlos oportunistas, trepas o charlatanes. Ellos mismos se consideran paladines de la subclase, y si algún pobre empieza a mostrar ideas propias o, Dios no lo quiera, se rebela contra los expertos en pobreza, lo culpan de malinterpretar los hechos. En efecto, estos tipos a menudo están tan seguros de su propia visión y sus virtudes que no se lo piensan dos veces antes de describir a la gente de clase trabajadora a la que pretenden representar como responsable de hacerse daño a sí mismo si votan por un partido de derechas. Además de exhibir una inquietante falta de conciencia acerca de por qué muchos se apartan de la izquierda, esa posición sugiere que quienes ya no perciben valor en nuestras ideas o métodos no son sólo ingratos, sino estúpidos.
También escribe McGarvey sobre la desconexión abrupta que se da a veces —se ha dado muchas veces en la historia— entre los pobres reales y los que pueblan el ya mencionado imaginario folletinesco de cierta izquierda a la que el paso de la épica a la prosa tiende a desencantar.
A las personas de clase trabajadora —apunta por ejemplo— las miran raro cuando les preguntan por los nobles fines de su agrupación y contestan que sólo quieren un sitio donde preparar té y café para los ancianos. O para que los adolescentes pasen el rato. O clases de cocina para madres y padres solteros. O fútbol o pesca. A menudo, sus deseos son tan sencillos que suenan desconcertantes a oídos de la clase media. Hay una profunda desconexión entre el gran programa de ingeniería social del Gobierno y las aspiraciones y necesidades, mucho más simples y menos glamurosas, de la población local.
Si hay un hilo conductor a todos los pequeños ensayos que conforman el libro, es la vindicación de que se dé verdadera voz a los pobres de Gran Bretaña. McGarvey ironiza cómo pertenecer a la clase baja significa sentarse día tras día a leer en los periódicos artículos que presentan como novedosas certezas lo que uno ya sabe desde hace veinte años: «Un estudio concluye que los niños con vidas disfuncionales no pueden aprender», «Los expertos dicen que el azúcar crea adicción», «Una encuesta descubre que en las artes predominan las personas de clase media»… «Ojalá hubiera manera de que quienes crean el relato de vez en cuando consultaran a los más desfavorecidos», escribe McGarvey, que no encuentra demasiada dificultad en explicarse la apatía política que caracteriza a estas comunidades. El deseo de participar, expone, se les quita a base de golpes; de golpes literales y también de golpes de realidad: tortuosas burocracias, sorderas impenitentes por parte de las administraciones y un sistema «diseñado para que la gente de la clase trabajadora dialogue con moderadores y consejeros, que les ayudan a diluir cualquier cosa que quieran hacer para que coincidan las aspiraciones de la comunidad con las de quienes están en posición de influencia o de poder». Más tarde, se da una de esas situaciones que el refranero español identifica con una pescadilla que se muerde la cola:
La gente se cría en hogares donde nadie cree posible cambiar nada e internaliza esas creencias al crecer. La apatía de los pobres en términos políticos es tan obvia que hasta se tiene en cuenta en los cálculos electorales: los líderes ofrecen medidas políticas a quienes tienen más probabilidades de votarlos. Eso, a su vez, crea un ciclo en el que no se atienden los intereses de quienes no participan, lo que conduce a una mayor apatía.
En directa relación con esto, es enorme el interés que revisten dos ensayos concretos de los que componen el libro: «En la carretera» y «Garnethill». El primero versa sobre la movilización ciudadana que desde los años setenta, y durante tres décadas, desató en Pollok la construcción de una autopista a través del Pollok Park, el pulmón verde del barrio, lo que ya da buena medida del desprecio de las administraciones hacia estas barriadas. De aquellas movilizaciones, McGarvey refiere entre otras cosas el malestar de los vecinos cuando por el barrio comenzaron a dejarse caer activistas y profesores ajenos a la comunidad movidos por preocupaciones ambientales y económicas más amplias. «Con frecuencia —explica—, los vecinos sintieron que los profesores y estudiantes caían de improviso y buscaban hacerse con el control, pasando por alto las preocupaciones locales o minimizándolas para impulsar sus propios intereses de clase media relacionados con el ecologismo». La movilización fue intensísima, pero acabó perdiéndose, y no sólo eso: en Pollok terminó de cundir un vasto desánimo cuando, como a modo de compensación, se anunció la construcción de un nuevo y moderno centro comercial en el barrio que sustituiría al modesto y decadente Pollok Centre. Así explica McGarvey las razones:
A los vecinos les sedujo la idea de que Pollok se asociara a algo brillante, de alto nivel y respetable. Durante mucho tiempo, Pollok había sido sinónimo de privación social. Tal vez el nuevo complejo multimillonario y grande como un pueblo que se iba a construir en el cruce de la nueva autopista, donde antes se levantaba una escuela, proyectaría en la conciencia pública una nueva imagen de Pollok. Gracias a ese adorno de última generación, Pollok volvería a ser considerado una zona limpia, segura, progresista y con un enorme potencial, que había dejado atrás su duro pasado. Tal vez la gente parara allí un tiempo en lugar de seguir de largo nerviosa. Tal vez nos visitaran sin que les diera vergüenza contar que lo habían hecho.
Pero resultó que el nuevo centro se llamaría Silverburn, quizá una alusión irónica a los carritos de supermercado que antes salpicaban las orillas del río. Silverburn —una aldea ficticia dedicada al consumo que se superpondría a nuestro paisaje distorsionado— atendería las necesidades comerciales de los habitantes del extrarradio con ingresos disponibles, que en adelante podrían visitar nuestro distrito sin siquiera saber —ni tener que decir— que estaban en Pollok. La gentrificación es muy guay cuando se ve desde una distancia segura, pero deja un sabor amargo en la boca cuando tu historia cultural se desmantela en su nombre.
El ensayo «Garnethill» es interesante a su vez por la reflexión que contiene en torno al desinterés que en la mayor parte de Glasgow despertó el incendio que en 2014 devoró la Escuela de Arte de la ciudad: una tragedia nacional —así se la calificó— que, sin embargo, suscitó la indiferencia de la mayor parte de los Glaswegians. Así lo explica McGarvey, y es otra benemérita bofetada en la conciencia de una clase media pagada de sí misma:
A muchos nos ofendió la cantidad de tiempo dedicado a esa noticia no sólo porque no nos interesaba realmente el arte contemporáneo, sino porque hemos crecido en comunidades donde las cosas se queman todo el tiempo. Donde se derriban las escuelas en contra de nuestros deseos. Donde se confisca el patrimonio cultural antes de entregarlo a los inversores privados. Donde se construyen carreteras que cruzan nuestra tierra para que la gente de los barrios residenciales pueda conducir hasta lugares como la Escuela de Arte de Glasgow sin tener que soportar molestos atascos de tráfico.
El mensaje de McGarvey no es, con todo, antisistémico en absoluto, y no sólo porque derribar el sistema sin un plan claro de por qué otro sistema reemplazarlo a continuación sólo pueda conducir a males mayores que los ya existentes. Ecuánime una vez más, McGarvey hace profesión de fe reformista manifestando que
nuestro sistema está plagado de contradicciones internas, injusticia y corrupción, pero también es dinámico y ofrece numerosas libertades. Por ejemplo, pese a todos sus defectos, el sistema actual es tan flexible que en él se destinan alimentos, viviendas y empleo, así como educación, formación y recursos, para los miembros de los movimientos que intentan abiertamente echarlo abajo. Esa libertad no merece el desdén ni debe darse por supuesta. Tampoco deberíamos fingir que es fácil de conseguir. Aun cuando emerja un nuevo paradigma económico, el salto que hemos dado como civilización sólo ha sido posible gracias al sistema actual.
Ken Loach no parece exagerado. Si George Orwell hubiera estado de acuerdo con galardonar este ensayo con el premio que lleva su nombre, es imposible saberlo. Pero no caben muchas dudas de que no le importaría haberlo escrito.
Safari en la pobreza: entender la ira de los marginados de Gran Bretaña
Darren McGarvey
Capitán Swing, 2018
272 páginas
18,5€
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cly La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
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