Entrevistas

«En manos de PP y Vox, España puede convertirse en la Hungría del Mediterráneo». Entrevista a Jónatham F. Moriche

Versión en castellano de la entrevista de Lenny Benbara y Léo Rosell a Jónatham F. Moriche sobre la situación política en España, publicada originalmente en la revista francesa 'Le Vent Se Lève'.

/ una entrevista de Lenny Benbara y Léo Rosell /

Versión en castellano de la entrevista realizada a Jónatham F. Moriche por Lenny Benbara y Léo Rosell para la revista francesa de análisis político Le Vent Se Lève.

Jónatham F. Moriche es escritor, analista político y un agudo observador de las izquierdas españolas. Conversamos con él sobre los resultados de las elecciones autonómicas del pasado 4 de mayo en la Comunidad de Madrid y sus consecuencias.

¿Qué interpretación haces de los resultados de las elecciones regionales del pasado 4 de mayo en la Comunidad Autónoma de Madrid?

Los resultados de estas elecciones autonómicas madrileñas han sido, y así hay que decirlo, absolutamente catastróficos. En términos de pura distribución partidaria del poder institucional, podría parecer que no ha cambiado gran cosa: la Comunidad de Madrid, gobernada hasta ahora por una coalición del Partido Popular y Ciudadanos con apoyo parlamentario de Vox, pasa a ser gobernada tras el desmoronamiento de Ciudadanos por el PP en solitario con apoyo parlamentario de Vox. Pero a ese aparentemente pequeño desplazamiento institucional hacia la derecha subyacen otras muchas y profundas tensiones políticas, sociales y culturales a considerar.

Al contrario que otras grandes capitales europeas y, en menor medida, las regiones que las acogen, que suelen situarse a la izquierda del promedio político de sus paises, la ciudad y la comunidad de Madrid se sitúan desde hace tres décadas a la derecha no solo del promedio político del país, sino del promedio político de la derecha española. La Comunidad ha sido ininterrumpidamente gobernada por la derecha desde 1995, y la ciudad solo ha tenido un gobierno municipal progresista ―el de Manuela Carmena entre 2015 y 2019― desde 1989. A partir de 2004, Madrid fue el principal escenario de la oposición neoconservadora al presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero, con masivas movilizaciones contra el matrimonio igualitario o contra el proceso de pacificación en Euskadi, y con una proliferación sin precedentes de asociaciones, medios de comunicación, editoriales o think-tanks reaccionarios, a menudo estrechamente vinculados con sus pares estadounidenses y latinoamericanos. Cuando en 2008 el entonces jefe de la oposición Mariano Rajoy desenganchó al PP del carril neoconservador ―al que en 2000 lo había uncido el presidente José María Aznar, recordado por su estrecha alianza con George W. Bush― para retornar a la ortodoxia liberal-conservadora, el neoconservadurismo político y mediático quedó encapsulado en Madrid, donde ha seguido siendo la fuerza políticamente gobernante y culturalmente hegemónica, y ha evolucionado hasta esta nueva variante de neoconservadurismo que es el ayusismo, que no solo no tiene reparos en apoyarse en la ultraderecha autoritaria y nativista de Vox ―que nació como una escisión radicalizada del neoconservadurismo aznarista, luego enrolada en la internacional reaccionaria urdida por Stephen Bannon―, sino que hace orgullosa bandera de ello. Cuando el pasado otoño el actual líder nacional del PP, Pablo Casado ―que ganó su cargo desmarcándose de Rajoy y reivindicando a Aznar―, decidió tomar cierta distancia de Vox votando contra su moción de censura al presidente socialista Pedro Sánchez, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, pasó a representar la oposición desde dentro del partido a ese tímido giro al centro, con el apoyo entusiasta del ala dura de la derecha mediática, que ha hecho de ella una especie de heroína minarquista de novela de Ayn Rand, no solo frente a la opresión colectivista del gobierno central del PSOE y Unidas Podemos, sino también frente a la derecha timorata y pactista de Casado.

Muy explícitamente, esta propuesta de endurecimiento de la posición del PP se sometía a votación el 4 de mayo en Madrid, y es evidente que ha superado la prueba con éxito. La posibilidad de que Díaz Ayuso pudiese, no ya solo depender del apoyo parlamentario de la ultraderecha, sino incorporarla a su gabinete, no ha disuadido a sus votantes. Su gestión de la pandemia ―objetivamente calamitosa desde las perspectivas sanitaria y social, una de las peores de Europa según todos los indicadores, bordeando el negacionismo en su terca resistencia, en nombre de la libertad económica y de costumbres, a las medidas de prevención dictadas por el gobierno central―, que era también sometida a plebiscito en estas elecciones, ha sido también refrendada. Que Díaz Ayuso haya ganado enarbolando como una conquista de la libertad la laxitud de sus medidas sanitarias mientras la mitad de las camas de cuidados intensivos de la Comunidad estaban ocupadas por pacientes covid da cuenta de una asombrosa, fanática desaprensión por la solidaridad colectiva y el cuidado de la misma vida humana, que sin embargo ha sido ampliamente premiada por el electorado.

Por añadidura, esta radical combinación de capitalismo salvaje, darwinismo epidemiológico, populismo punitivo, pánicos morales y conspiracionismo blando de Díaz Ayuso ha empujado a Vox, para poder sostener su perfil de alternativa por la derecha a un PP tan derechizado, a hacer su campaña electoral discursiva y gestualmente más dura desde su irrupción en el panorama político español en 2018, por momentos más parecida a las de Alternativa por Alemania o incluso Amanecer Dorado que a las de Reagrupación Nacional o la Liga, y aún así ha obtenido un estimable 9% de los sufragios. Es un porcentaje insuficiente para exigir la entrada en el ejecutivo de Díaz Ayuso, pero que en lo institucional le entrega la llave de la mayoría parlamentaria autonómica y en lo sociocultural certifica la solidez de sus bases y su disposición a acompañar al partido tan demencialmente a la derecha como sus dirigentes y estrategas consideren oportuno arrastrarlas.

Hay dos grandes lineas interpretativas sobre este resultado. La primera incide en aspectos socioeconómicos, sin duda decisivos a la hora de configurar identidades y comportamientos políticos: Madrid es una de las capitales socialmente más desiguales y segregadas de Europa, con un mercado de la vivienda absolutamente salvaje, que se extiende a toda su área metropolitana y genera un influyente bloque de empresas promotoras y constructoras y grandes, medianos y pequeños propietarios inmobiliarios. Los servicios públicos madrileños están devastados por décadas de recortes presupuestarios y privatizaciones, lo que ha empujado a buena parte de las clases medias hacia la sanidad, la educación o la seguridad privada. Son tendencias de muy larga duración, cuya genealogía puede trazarse al menos hasta el desarrollismo tardofranquista en la década de 1960, y que la transformación de Madrid en una ciudad-nodo global en la década de 1990 elevó al paroxismo.

Pero Madrid no es la única gran capital europea fuertemente desigual y segregada, y cabe preguntarse si, aún siendo importante, su diferencial de desigualdad y segregación respecto a ellas explica por sí solo la brecha política que las separa. Ahí entra en juego una segunda línea interpretativa, la cultural. Madrid es desde hace un cuarto de siglo una ensordecedora cámara de eco de todas las guerras culturales de las derechas españolas, que desde la capital se desparraman por todo el país, pero que dentro de ella adquieren una pavorosa densidad. De los más de 600.000 oyentes diarios de Federico Jiménez Losantos, el más radical y corrosivo propagandista de masas de las derechas españolas, un tercio son madrileños. Durante los mandatos de Rodríguez Zapatero, Madrid fue el epicentro de las enloquecidas teorías de la conspiración sobre los atentados takfiristas del 11 de marzo de 2004 y del pánico moral contra el matrimonio igualitario. Cuando en 2015 el progresismo alcanzó el gobierno de la ciudad, la derecha mediática convirtió a Carmena ―cuya gestión fue básicamente homologable a la de cualquier otra alcaldía socialdemócrata de cualquier otra gran ciudad europea― en una especie de monstruo liberticida, presta a convertir Madrid en un escenario apocalíptico enseñoreado por el totalitarismo colectivista, la depravación queer y la criminalidad multicultural.

Esta última y delirante campaña electoral madrileña de las derechas neoconservadora y neofascista ―llena de referencias altisonantes al comunismo, el chavismo o el globalismo, a la ideología de género y el feminazismo, a inexistentes oleadas de ocupaciones ilegales de viviendas o delitos violentos cometidos por jóvenes inmigrantes― ha tenido decisivamente a su favor todo este pesado sedimento histórico de adoctrinamiento, desinformación y paranoia. Si el ecosistema económico, laboral y urbanístico de Madrid constituye un marco idóneo para encuadrar materialmente a los madrileños en esas vidas de derechas de las que habla la filósofa Silvia Schwarzböck, son las guerras culturales las que después las decantan hacia sus versiones políticamente más extremistas, primero del neoliberalismo hacia el neoconservadurismo, y ahora del neoconservadurismo hacia esta nueva formación ideológica, transversal entre neoconservadurismo y nuevas derechas radicales, que es el ayusismo. Con su rotunda victoria, Díaz Ayuso no solo ha consolidado su poder sobre Madrid, sino que ha ensanchado por la derecha el marco de lo políticamente posible en España.    

¿Qué impacto puede ahora tener estos resultados en Madrid sobre la política española?

Es pronto para saberlo. Desde que España entró en una especie de crisis política cronificada con la debacle financiera de 2007-2008, que arrasó las bases materiales y sociales del sistema político establecido tras la Transición del franquismo a la democracia, en cada convocatoria electoral hemos contemplado atónitos cómo millones de votos saltaban de unos partidos a otros, de la participación a la abstención o viceversa, de forma cada vez más acelerada e imprevisible. Cada nueva sacudida de esta larga crisis política ―por mencionar solo las más importantes: el ciclo de protestas inaugurado por el 15-M, la irrupción de Podemos, la movilización independentista en Catalunya, la irrupción de Vox, el auge del feminismo, la pandemia― ha redibujado la esfera pública y la representación política conforme a una proliferación de nuevos clivajes sociopolíticos más o menos racionalizables pero también de volcánicos entusiasmos o pánicos y de puras disonancias cognitivas de masas. La predicción política se ha convertido en España en un deporte de altísimo riesgo. Lo que sí es posible hacer, aunque sin anticipar su desenlace, es describir cómo el resultado de estas elecciones madrileñas proyecta nuevas tensiones sobre los diferentes actores y relaciones del sistema político.

De izquierda a derecha del tablero, el muy modesto resultado madrileño de Unidas Podemos ―la coalición que conforman Podemos e Izquierda Unida desde 2016― ha precipitado la salida de Pablo Iglesias de la vida política institucional y arroja tanto al partido como a la coalición que Iglesias lideraba a un proceso de sucesión, que en principio recaerá sin grandes resistencias en las personas propuestas por él para ambos cargos, pero que también puede hacer aflorar muchas de las tensiones y flaquezas acumuladas por un partido y una coalición que hoy son apenas una sombra desvaída de lo que fueron, y aún más de lo que pudieron llegar a ser. Para Más Madrid y su matriz estatal, el Más País que promueve Íñigo Errejón tras su expulsión de Podemos, que ha obtenido en Madrid una honrosa segunda posición ligeramente por delante del PSOE, puede suponer una oportunidad de crecimiento, pero está por aclarar qué atractivo tiene su nueva propuesta fuera del singular ecosistema social y político madrileño, y si además de recoger parte de los cascotes del descalabro socialista puede ensanchar el conjunto del bloque progresista atrayendo nuevos votantes desde el centro y la abstención.

El PSOE ha tenido un resultado muy malo, pero está por ver en qué medida afecta tanto a sus equilibrios internos ―en apariencia Sánchez controla férreamente el partido, pero entre sus sectores más centristas y sus barones regionales abundan los críticos con el pacto de gobierno con UP― como a sus expectativas de voto nacionales ―que se han mantenido altas durante los peores momentos de la pandemia, pero que en las encuestas más recientes empiezan a flaquear peligrosamente. El gobierno de coalición de PSOE y UP mantiene intacta su compleja base de apoyo parlamentario, pero ha sufrido un golpe simbólico muy contundente con la victoria de Díaz Ayuso, a sumar al desgaste de estos durísimos catorce meses de pandemia, en los que se han sucedido grandes aciertos de gestión, como el despliegue de los ERTE (suspensiones temporales de empleo financiadas por el Estado) o la actual campaña de vacunación, grandes incertidumbres, como el ritmo de llegada de los fondos europeos de recuperación y las contraprestaciones que finalmente exigirá la Unión Europea por ellos, y también sonoras decepciones, como el Ingreso Mínimo Vital, que un año después de su legislación apenas alcanza a una fracción ínfima de la población más desfavorecida del país, o la regulación del mercado del alquiler, que figura en el acuerdo programático de la coalición pero que el gobierno no se atreve a legislar ante las feroces presiones del poderoso conglomerado financiero-inmobiliario y sus altavoces mediáticos.

Aunque en principio siempre es más fácil administrar la victoria que la derrota, estas elecciones madrileñas también pueden tener consecuencias problemáticas para la derecha. En el PP, los críticos por la derecha a Casado ―que ha intentado compatibilizar su distanciamiento de Vox en el ámbito nacional con su apoyo a aquellos de sus barones regionales que, como Díaz Ayuso, necesitan de Vox para gobernar―, utilizarán Madrid como argumento para forzarle a retractarse de aquel distanciamiento ―o, de negarse a ello, para intentar sustituirle por Díaz Ayuso, Cayetana Álvarez de Toledo u otra figura del ala dura del partido―, volver al carril neoconservador y forjar una alianza estructural con Vox, lo que inevitablemente abriría el paso a la ultraderecha hacia los ejecutivos autonómicos del PP que ya apoya desde sus parlamentos y, llegado el caso, hacia el gobierno central. Esta perspectiva agrada a Vox, al PP madrileño y a sus amplificadores mediáticos, pero provoca recelos en otras sensibilidades del partido y también en sectores del gran capital, la alta dirección del Estado y la UE, a quienes por razones de principio o de conveniencia inquieta una posible deriva de la cuarta potencia de la eurozona hacia un proceso de galopante desdemocratización como los que hoy viven Hungría o Polonia.

Durante los próximos meses, la disputa política española va a moverse en torno a este juego de tensiones entrecruzadas, con cada uno de los actores intentando minimizar el impacto de las propias y maximizar el de las ajenas, entre los dos grandes bloques progresista y conservador, dentro de cada uno de esos bloques e incluso dentro de cada uno de los partidos que los conforman, en un escenario postpandémico material y emocionalmente muy incierto.

En tus artículos y apuntes en las redes sociales sueles ser muy crítico con Podemos, llegando a referirte a la «autodestrucción» del partido. ¿Cuáles son los errores que, en tu opinión, se han cometido? ¿En qué medida los hiperliderazgos en la izquierda son responsables de la situación actual?

En estos siete años y medio que median entre la irrupción de Podemos y la dimisión de Iglesias se han cometido errores asombrosamente graves, y parte de ellos también asombrosamente estúpidos, pero sería muy poco honesto hablar de esos errores sin hablar también del escenario tremendamente problemático y hostil en el que Podemos nació y ha debido desarrollarse, y de los éxitos importantísimos que, pese a todo ello, ha conseguido alcanzar.

Cuando Podemos nació, a comienzos de 2014, España no se parecía a Grecia, donde una izquierda radical tradicional pero renovada, inteligente y vigorosa podía representar políticamente el malestar social a través de Syriza, pero tampoco a Italia, donde el casi total desmoronamiento de esa izquierda radical tradicional permitía lanzar un proyecto desinhibidamente antipolítico como el Movimiento Cinco Estrellas. La izquierda radical tradicional española, representada por IU ―la coalición electoral de la que el Partido Comunista de España es socio mayoritario desde 1986―, venía demostrando ser incapaz de canalizar políticamente el nuevo descontento social expresado por las movilizaciones del 15-M, pero conservaba, y aún conserva, un modesto pero rocoso suelo electoral y una estructura orgánica más o menos funcional en gran parte del territorio del país. Además, de ese ciclo de protestas del 15-M, ya en visible agotamiento cuando Podemos nació, quedaban como legado unos movimientos sociales más minoritarios pero muy potentes y visibles, parte de cuyos activistas entendían que era urgente afrontar la intervención institucional, pero que lastrados por un fuerte rechazo, de base ideológica más o menos conscientemente anarquista, a la representación y los liderazgos políticos, solo podían lanzar con cierto consenso iniciativas municipalistas en algunas ciudades y pueblos, pero no una ofensiva electoral integral sobre las instituciones del Estado.

Podemos ―que inicialmente se nutría sobre todo de gentes de esos dos sectores, descontentas con sus respectivas limitaciones― es en aquellos primeros meses objeto desde ambos flancos de tremendos recelos y críticas a menudo durísimas, y a pesar de ello, en las elecciones europeas de mayo de 2014, obtiene unos resultados inesperadamente buenos. En una mala interpretación estratégica de aquellas críticas y de aquellos resultados está la fuente de muchos errores posteriores. Los fundadores de Podemos tenían razón en defender la originalidad y la eficacia de su propuesta frente al anquilosamiento de la viejas izquierdas de partido y las inhibiciones de las nuevas izquierdas de movimiento, pero esa defensa tomó la forma de una agresividad desorbitada, casi patológica, que ya en el primer congreso de Vistalegre, en otoño de 2014, convirtió el partido en una insaciable trituradora de capital humano y político. Todo el que disintiera una coma de la denominada hipótesis Podemos formulada por sus fundadores era inmediatamente señalado como arribista o traidor ante una militancia aún en rápido crecimiento y euforizada por el liderazgo carismático de Iglesias. Así fue como, para asegurar una granítica homogeneidad de criterio en torno suyo, este grupo dirigente ―entonces aún comandado al alimón por Iglesias y Errejón― terminó arrasando sin contemplaciones la implantación territorial del partido, su conexión con los movimientos sociales y con el mundo de la cultura y su creatividad intelectual y política. Y como este método del aplastamiento burocrático, a menudo no exento de cierta pulsión sádica, era el único del que se había dotado el partido para administrar el desacuerdo, el día que el desacuerdo se produjo puertas adentro del grupo fundador, que concentraba todo el poder sin estar sometido a ningún tipo de fiscalización ni moderación colectiva, todo se precipitó sin remedio hacia lo que alguna vez se ha denominado guerras civiles plebeyas entre el pablismo y el errejonismo, que han terminado por devastar al partido.

Hay un debate interminable y al cabo aburridísimo entre pablistas y errejonistas sobre si la ubicación de Podemos en el eje popular-elitista o el eje izquierda-derecha, o el uso de tales o cuales simbologías o recursos retóricos, ha sido la causa del declive de Podemos. Sin duda todo ello es importante, pero lo que más ha alejado a muchísima gente de Podemos ha sido este bochornoso espectáculo de sectarismo fratricida que, por mencionar solo dos aspectos clave, al proyectarse sobre las regiones, ciudades y pueblos ha arrasado la base militante y la implantación territorial del partido, y al proyectarse sobre los medios de comunicación y las redes sociales ha calcinado la capacidad de atención de sus simpatizantes. Todo ello ha proporcionado, además, un inagotable filón de munición informativa y judicial para los ataques lanzados contra el partido por sus adversarios políticos y mediáticos de la derecha y por las cloacas del Estado. Incluso aceptando que aquella hipótesis Podemos del grupo fundador fuese milimétricamente acertada en todos y cada uno de sus detalles, hubiese sido con mucho preferible asumir mayores márgenes de negociación, transacciones y desviaciones, inflexiones locales, compromisos mutuos y dilaciones prudentes, que incendiar el conjunto del partido con esta sucesión enloquecida de excomuniones, cismas, herejías y guerras santas que han agotado y entristecido la pasión política de toda una generación. Resulta de veras chocante que gente tan inteligente como la que fundó Podemos, buena conocedora tanto de la historia de las izquierdas como de las texturas sociológicas y culturales del este país, haya caído, y con qué costes, en estos errores tan demenciales.

La primera incursión de la izquierda a la izquierda del PSOE en la cabina de mando del Estado desde hace ochenta años, pero también este Podemos roto, empequeñecido y desnortado, salvado in extremis de la extinción hace año y medio, tras perder la mitad de sus votos y escaños, por su entrada en el gobierno, es el contradictorio legado que deja Iglesias a sus sucesores en la dirección de Podemos, Ione Belarra, y de UP, Yolanda Díaz, pero también a Alberto Garzón, líder de IU, a Ada Colau, alcaldesa de Barcelona y líder del bloque catalán de UP, y ya extramuros de la coalición, a sus escisiones, Errejón y su Más País y Teresa Rodríguez y sus Anticapitalistas. Durante los últimos siete años, hablar de política en España ha sido hablar de Podemos. y hablar de Podemos ha sido hablar de Iglesias. Ese tiempo terminó definitivamente el pasado 4 de mayo. Hoy Podemos sigue siendo la mayor fuerza política a la izquierda del PSOE, pero su relación con IU dentro de UP ya no es aquella de socio masivamente mayoritario, ni su relación con sus periferias es la misma tras el buen resultado de Más Madrid el pasado 4 de mayo, ni su relación con la sociedad en general y ni siquiera consigo misma como estructura orgánica y como cultura política puede ser la misma tras la salida de Iglesias. Díaz ha demostrado ser una gestora formidable al frente del ministerio de Trabajo en estos terribles meses de pandemia, goza de una muy buena valoración transversal a casi todas las izquierdas y podría ser una excelente candidata a la presidencia del gobierno, pero sin una voluntad colectiva muy amplia, y en consecuencia de composición muy diversa, va a ser muy difícil ensamblar no solo un bloque político capaz de recuperar y ensanchar su base electoral, sino también un bloque social y cultural capaz de incidir de abajo a arriba en el día a día de la vida del país. Es una tarea en la que deberán reencontrarse partidos políticos, movimientos sociales e intelectuales colectivos e individuales, y que debe permear el territorio físico y simbólico hasta alcanzar al más pequeño pueblo de España y al más novedoso canal de comunicación digital en los que la izquierda tenga presencia.

La hoja de ruta que pueda seguir este proceso está enteramente por hacer, pero el ciclo político que se cierra con la salida de Iglesias deja unas cuantas lecciones rotundas que no deberían desoírse. Hacer política de masas sin liderazgos fuertes es una pretensión poco o nada realista en las sociedades contemporáneas, pero esos liderazgos fuertes sin una institucionalidad aún más fuerte que los regule son una bomba de relojería que puede devastar en un segundo todo el terreno ganado durante meses o años en torno a ellos. Y con institucionalidad no me refiero solo a la institucionalidad formal de los partidos, a sus códigos éticos o comisiones de garantías, sino a un civismo militante que descontamine y dignifique el debate ideológico y programático, la comunicación pública tradicional y digital y, al cabo, toda la malla de relaciones sociales diversas que se articula en torno a la militancia política. Este tipo de propuestas han sido a menudo despreciadas, por igual desde el pablismo y el errejonismo, como divagaciones idealistas o moralistas, pero la experiencia ha demostrado que son, no solo moral, sino también prácticamente superiores a esa burda forma de realismo político que en estos últimos siete años ha convertido la militancia política de izquierdas en España en un páramo intelectual y emocionalmente inhabitable, del que decenas de miles de personas nos hemos ido autoexiliando, desde dirigentes e intelectuales de la mayor prominencia institucional o mediática a incontables cuadros y activistas anónimos sin los que la organización pierde pie en los territorios y sus tejidos políticos, sociales y culturales.

Hacer recaer toda esta tarea sobre los hombros de Díaz sería injusto para ella y suicida para el bloque político y para el país. Aquí, hablando en plata, o rema todo el mundo o se va a ahogar todo el mundo. Si en 2023, o antes si la derecha consigue forzar un adelanto electoral, el espacio político a la izquierda del PSOE no logra sumar las fuerzas necesarias para reeditar ―y a ser posible mejorar― la actual fórmula de gobierno, España podría terminar convertida, a manos de un gobierno de PP y Vox, en la Hungría del Mediterráneo. Nada menos que eso es lo que nos estamos jugando, y sería conveniente que todos ―y muy especialmente quienes ocupan posiciones dirigentes o gozan de relevancia mediática― lo tengamos muy presente a cada paso de estas próximas semanas y meses cruciales para este proceso de reconstrucción.

El tema de la fractura territorial se ha convertido en un asunto central de la política española. Tú eres extremeño y escribes a menudo sobre la situación social y política de tu región, una de las más empobrecidas y despobladas del país, ¿qué opinas del desequilibrio territorial entre el centro y la periferia en España?

La crisis existencial española tiene muchas vertientes interconectadas, y esta del desequilibrio territorial ―que a su vez es internamente muy diversa, porque ni todas las periferias son iguales ni todos viven igual en las periferias― es una de las más importantes. En los últimos años ha pasado de no existir en la agenda mediática a existir muy episódicamente, en los intersticios informativos que van dejando libres otros asuntos, pero sin apenas modificar sustancialmente las grandes prioridades del debate político y las políticas públicas.

Yendo a la raíz histórica del problema, España fue mucho antes un imperio, el último de la Edad Media y el primero de la Modernidad, que una nación o un Estado en el sentido moderno de ambos términos, que difícilmente pueden aplicarse a nuestro país hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando empieza a centralizarse efectivamente la compleja trama de territorios, poblaciones, jurisdicciones y normativas que presidía la Monarquía Hispánica desde los tiempos de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, aunque las pervivencias del Antiguo Régimen, por usar la célebre expresión del historiador Arno Mayer, se hacen sentir hasta mucho más tarde, por ejemplo en la institución del caciquismo, prolongación fósil del régimen feudal que pervive incrustada en la modernidad y la contemporaneidad a través de la propiedad latifundista de la tierra, sobre todo en todo el centro y el sur del país. Hay mucha sabiduría en ese dicho popular que asegura que la derecha española administra al país como si fuera su cortijo. Cada oleada de modernización económica y administrativa, desde las primeras reformas de Carlos III a finales del siglo XVIII hasta el desarrollismo franquista a mediados del XX, ha ido desplazando centros y periferias, modos de producción e instituciones políticas, sin abandonar nunca esa concepción de fondo esencialmente endocolonial del territorio y la población tan característica de las oligarquías hispánicas.

En la última oleada modernizadora, que se despliega a partir de la llegada del PSOE al gobierno en 1982 y la entrada en la entonces Comunidad Económica Europea en 1986, se planteó algo así como una aplicación territorial de la teoría neoliberal del efecto derrame o trickle-down, en la que las grandes ciudades y las zonas costeras volcadas al sector servicios, el turismo y la construcción se convirtieron en motores económicos y demográficos de España, mientras una serie de mecanismos compensatorios, como los planes de empleo rural, los fondos europeos de cohesión territorial o las subvenciones de la política agraria común, paliaban parcialmente las consecuencias del descuajamiento masivo de los sectores primario y secundario del resto del país, bien para su total extinción, bien para su integración extraordinariamente desventajosa en los mercados globales ―si siempre fue execrable el régimen económico y biopolítico impuesto a los campesinos extremeños, castellanos, murcianos, aragoneses o andaluces por los caciques decimonónicos con palacete familiar en el centro de Madrid y abundantes obispos, generales y ministros en el árbol genealógico, no lo es hoy menos el que les dispensan los tratados de la Organización Mundial del Comercio, las corporaciones transnacionales del agronegocio o los mercados de futuros agrícolas.

Este trickle-down territorial pareció funcionar más o menos eficazmente, como el resto del sistema económico y social del país, hasta el colapso global de 2007-2008. Al obturarse, con las políticas de austeridad, el grifo de transferencias con que el sector público compensaba las prácticas esquilmadoras del privado, quedó al descubierto todo un país interior envejecido y semidesertizado, con servicios públicos escandalosamente precarios, condenado a la improductividad económica o desesperadamente aferrado a los tramos más desventajosos de un puñado de cadenas globales de valor a cambio de salarios miserables y costes ecológicos crecientes. El resultado, una década de gritos de auxilio sin respuesta después, es la denominada revuelta de la España vaciada, un abanico de movimientos heterogéneos, en reivindicación integral del desarrollo y las condiciones de vida de un determinado territorio, como Teruel Existe o Soria Ya, de causas locales más concretas, como la reivindicación del Tren Digno Ya y las protestas contra el extractivismo minero en Extremadura, o de sectores socioeconómicos enteros, como las potentísimas movilizaciones campesinas que se desarrollaron en todo el país en los meses previos a la pandemia, y que con toda seguridad se reiniciarán tan pronto como esta remita. 

Estas revueltas del interior están destinadas a convertirse en un vector decisivo en el curso político del país, aunque todavía no sabemos con qué composición social, bajo qué signo ideológico y en alianza con qué actores políticos lo harán, porque españas vaciadas hay muchas, a veces aliadas y a veces enfrentadas en sus protestas y en sus alternativas. Así sucede en el caso de las protestas campesinas, en las que conviven dificultosamente los trabajadores agrícolas por cuenta ajena, de muy diversa orientación ideológica, el creciente sector agroecológico, autóctono o neorruralista, minifundista, muy influido por tendencias ideológicas progresistas como el ecofeminismo, el decrecentismo o el biorregionalismo, y aquellos sectores de la mediana y gran propiedad agraria, en general muy conservadores o abiertamente reaccionarios, que también ven dañados sus intereses con el ocaso generalizado de la España interior, pero que aspiran a una recuperación cortada a medida de la perpetuación de sus intereses de clase y su identidad cultural. Este último sector, que es el mejor organizado y en muchos territorios el abrumadoramente hegemónico, es el que está siendo utilizado por Vox para infiltrarse en estas protestas, ondeando un tipo de ruralismo reaccionario que combina de modo muy efectista proclamas económicas proteccionistas con mensajes antiecologistas, chovinistas y xenófobos muy agresivos, con la defensa de la tauromaquia y de la caza como espolones de guerra cultural contra el progresismo.

Las izquierdas pueden y deben dar la batalla por marcar la orientación a estas revueltas de la España vaciada, y ahí están, como ejemplos de éxito, formaciones regionalistas progresistas como Teruel Existe, alineada en el parlamento con el gobierno de PSOE y UP, o masivas movilizaciones sociales como las desarrolladas contra la minería a cielo abierto en Extremadura o las macrogranjas porcinas en Castilla-La Mancha, pero hay que ser conscientes de la existencia también de un vector reaccionario muy potente, que pugnará a brazo partido por orientarlas en otro sentido muy distinto y peor. Dada la sensible sobrerrepresentación de que gozan las circunscripciones del interior en nuestro sistema electoral, tan temprano como en la próxima llamada a elecciones generales el decantamiento de esta disputa por el alma de las españas vaciadas podría ya decidir nuestro futuro político. O la izquierda se apresta a dar esta batalla por el interior del país o ya puede dar a España, a toda España, por perdida.


Lenny Benbara es analista político especializado en España, Italia y política europea y responsable de publicaciones del Instituto Rousseau. Léo Rosell es historiador y docente. Ambos son colaboradores de la revista Le Vent Se Lève.

1 comments on “«En manos de PP y Vox, España puede convertirse en la Hungría del Mediterráneo». Entrevista a Jónatham F. Moriche

  1. Espectacular entrevista que deja muy clara la situacion incluso para outsiders como yo. Me surgen muchas dudas: ¿realmente estamos en una epoca de rebaja del analisis politico a una cuasi-especulacion? ¿Cual puede ser el verdadero impacto de un viraje reaccionario en España para el conjunto de la Union Europea? No nos queda otra que seguir de cerca los acontecimientos, esperemos que con Leo acompañandonos.

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