Jadranka (otra versión de la guerra)
/por Francisco Abad Alegría/
El Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, surgido tras la reorganización europea consecuente a la primera guerra mundial, dio paso a la nueva Yugoslavia dirigida por el férreo brazo del jefe de partisanos Josip Broz, Tito. Tras la muerte del dictador revivieron las pugnas sociales, étnicas y religiosas que subyacían, dominadas por el brazo implacablemente pacificador y aparentemente homogeneizador del mariscal y que tras las elecciones generales de la primavera de 1990 ya se desbordaron con toda virulencia.
Vecinos degollaban a vecinos, se producían agresiones de grupos y, sobre todo, explotaban las pulsiones atomizadoras, la disgregación que se denominaba derecho de autodeterminación y que todo el mundo conoció como balcanización, es decir, una feroz guerra para instaurar diversas naciones donde había previamente un Estado, tan artificial como las neonaciones surgentes. Todo esto se adobó con el apoyo de un poderoso ejército que se decantó en buena medida por las opciones serbias y… ¿qué más da? Hubo una degollina general, aparentemente apagada tras controlar matanzas terribles, por el apoyo de las Naciones Unidas que coordinaron ejércitos y todo eso que sabemos.
Reporteros periodísticos, muy especialmente los gráficos, hicieron su agosto, salvo unos pocos que perecieron en el intento de lucrar su esforzada y peligrosa actividad, y en la actualidad aun algunos de ellos siguen viviendo de esas rentas miserablemente ensangrentadas, como los negreros esclavistas o los condotieros renacentistas que adornaban con cuajarones su enhiesto y chorreante brazo, al tiempo altivo y presuntamente digno. Uno de los reporteros que cubrieron la amarga información, y que naturalmente no está entre los que se han lucrado de la carroña de la guerra, viviendo de la muerte ajena y siendo condecorados y premiados, me contó algo de lo que vio y yo me tomé la libertad de interpretar sus noticias, dándole un cierto ropaje de cuento a lo que me decía. Me sorprendió que aceptase mi versión sin titubear, como si hubiera sido entendido por vez primera al contar sus historias, transcurridos más de cinco lustros desde el comienzo de la hecatombe. Me dijo que al margen de los relatos oficiales, falsos siempre, en esta guerra como en todas las demás, había sido comprendido perfectamente al bajar al campo de la persona, del hecho cotidiano.
Blagoje era un francotirador serbio, encargado por sus superiores de sembrar el miedo entre la población enemiga, totalmente al margen de los enfrentamientos abiertos entre tropas regulares. Su labor era desmoralizar a la gente, favoreciendo y estimulando la huida de núcleos de ciudadanos incompletamente evacuados, ablandándolos mediante el procedimiento del disparo inesperado imposible de prevenir o neutralizar. No era el único militar encargado de tan peculiar tarea; otros camaradas hacían lo propio, dispersos en centros rurales de cierta magnitud o pequeñas ciudades. La terrible duda de si va a ser posible volver a casa tras ir a buscar alimentos o medicinas o simplemente visitar a los parientes viejos y enfermos que viven unas calles más allá de la propia casa era un arma de terror de eficacia perfectamente demostrada. Nunca se sabía si una calle aparentemente despejada escondía la muerte tras una ventana entreabierta o un campanario o un recodo de la calle principal.
Blagoje era diestro tirador, con merecida reputación en su unidad militar. Casado, padre de un niño de cuatro años y una niña de siete, tranquilo, amigo de bailar y cantar, de carácter alegre y con un acusado sentido de la disciplina y el orden. Se había visto metido de lleno en un conflicto que se vislumbraba desde hacía tiempo pero, como suele ocurrir, todo el mundo negaba (no puede ser, estamos en la nueva Europa, hablando se entiende la gente…) a pesar de que las señales eran claras como la luz de la aurora, roja, naturalmente; no la de rosados dedos de Homero, sino la sangrienta de los Balcanes.
Provisto de unas cuantas raciones de comida, abundante munición y un rifle de precisión, se desplazaba en el pueblo a medias ocupado, atrincherándose en lugares previamente fijados. Su misión era disparar sobre objetivos humanos, emboscado para no ser detectado, de modo que se sembrase el terror en la población ante la incapacidad de defenderse de un enemigo imposible de localizar. El militar pensaba, seguramente con buen juicio, que era mejor unos pocos muertos que una población entera masacrada. Se había comprobado que tras unos cuantos muertos por francotirador, la población que emprendía la huida en grupo era bastante numerosa. Eso aliviaba la conciencia de alguien que meticulosamente, casi científicamente, apuntaba a su objetivo y lo veía derrumbarse, como en una barraca de feria festiva, pero con balas de verdad.
No le gustaba su misión, pero la aceptaba por obediencia debida y también porque estaba convencido —desde hacía poco tiempo, es cierto— de que tenía que defender por las armas a su nueva patria.
Un jueves a media mañana, luego de tres días de inactividad, siguiendo instrucciones, estaba mirando a la calle en busca de un posible viandante sobre el que disparar. Todo estaba desierto. Súbitamente apareció un perrillo, uno de esos de pelo corto y rizado, correteando, ajeno a todo lo que estaba ocurriendo; se oyeron unos gritos agudos y llegó una niña de unos seis años corriendo tras él, llamándolo. El animalito aminoró el trote y al fin se dejó coger por la niña. La chiquilla le reñía con voz suavecita, poniendo la cara muy seria, pero al tiempo abrazaba a su pequeño amigo con todas sus fuerzas. Blagoje creía estar viendo a su niña de siete años, que tenía también un perrito pequeño que dormía con ella, acurrucado a los pies de la cama. Sintió la inmensa ternura de la amistad entre la niña y el perrito, la inocencia de la criatura que no sabía el peligro que corría, mezclada con la rememoración de sus vivencias familiares.
Pero esa misma mañana había recibido la orden de causar alguna baja impactante para la población. Estaba clarísimo; el objetivo estaba a pocas decenas de metros, listo para sembrar la ola de terror que facilitaría la victoria y al tiempo evitaría muchas más muertes. Sin vacilar, montó el arma, se aseguró de estar desenfilado y a cubierto, apuntó cuidadosamente y disparó. El proyectil cumplió su misión con la misma precisión que quien lo disparó: atravesó limpiamente el pecho de la niñita, pasando antes por el cuerpecillo del perro que ella mantenía abrazado. Cayeron juntos, haciéndose un charco de sangre por debajo de la sorprendida mirada, interrogando al cielo, de los dos seres un momento antes vivos.
El soldado comprobó el resultado y marcó un aspa en una libretita. Por una vez sintió una terrible congoja en el pecho; veía la sangre extenderse lentamente y a los dos seres inocentes tumbados en una posición de absoluto desamparo, como víctimas de un sacrificio humano en el duro altar de una pirámide pagana. No se consintió a sí mismo ni una lágrima, ni siquiera un esbozo de sollozo, ni un suspiro. Respiró hondo, tranquilizándose poco a poco.
Luego pensó en sus hijos, especialmente en su niña Jadranka, con la que dormía el perrito de casa. Y ya con la mente sosegada, reflexionó:
—Hija mía, esta muerte monstruosa va a aterrorizar al enemigo y quizá esta madrugada huirán unos cientos de personas, temiendo que les ocurra lo mismo, salvándose. Pero, sobre todo, hijita mía, es muy posible que me haya adelantado, eliminando a la mujer que acabaría siendo esa niña y que quizá podría haberte arrancado la vida en un futuro y probable enfrentamiento de esta guerra inmunda que no concluye aquí, aunque lo digan los políticos. Ojalá mi acción te haya protegido de tu futura ejecutora.
Y recogió el arma, disponiéndose a pasar la noche, esperando una nueva orden cifrada en su pequeño transmisor.
La prensa occidental llegó a tiempo para recoger con todo lujo de detalles, en una fotografía intensamente coloreada, la barbarie de una guerra de la que al parecer sólo eran responsables unos cuantos fanáticos y que se acabaría con unos juicios al estilo de Núremberg y luego vendría la ansiada paz, la autodeterminación y no se sabe cuántas cosas más. Las homilías de párrocos y prelados recogieron el hecho (habían olvidado, decían los otros, lo de los croatas y tantas cosas) y los políticos se hartaron de decir tonterías sobre lo que ocurría en lugares que nunca visitarían, ni les interesaban, pero que daban mucho juego para decir majaderías rebozadas con sangre ajena y apoyadas por dinero procedente de impuestos que ellos no pagaban. Porque la comunidad internacional (¿qué diantres es eso?) no podía permitir semejante barbarie.
De momento, Jadranka podía dormir tranquila: de momento.
Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
El articulo se parece a la misma guerra, en su suculento desangrado de palabras, resume una crítica al uso del nacionalismo, sin saber a que nacionalismo se remite, pero sin una sola palabra sobre la nación, Alemania, que desencadena esa guerra atroz en el corazón de Europa, ante la indiferencia envuelta en lamentos y quejas, puro celofán cacofónico. Una guerra perfectamente decidida dentro de la estrategia global que EEUU había diseñado en la GUERRA FRÍA.
Alemania ampliaba definitivamente su ZONA DE INFLUENCIA DE MERCACHIFLE, y los USA derribaban el último bastión que impedía su cerco a la antigua Unión Soviética.
Los muertos, como siempre, entierran a sus muertos.
Literatura de despiece
Y esto dicho sin la mas mínima animadversión.
(Recorrí Yugoslavia con un Circo Italiano 15 años antes, y ame aquellas gentes y tierras. La guerra la viví como una auténtica carnicería occidental).
Realmente conmovedor.