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Un monstruo peor que el negacionismo climático

La derecha va aceptando ya la existencia de una emergencia ecológica, pero eso no está reforzando las filas del ecologismo de izquierda: antes bien, alimenta un sombrío ecofascismo que urge comenzar a combatir. En este artículo estadounidense traducido del inglés, Lynn Wang diserta sobre el fenómeno y las vías para combatirlo.

Un monstruo peor que el negacionismo climático

/por Lynn Wang/

Durante años, la voluntad política de abordar las preocupaciones medioambientales ha tenido que luchar contra la apatía pública; apatía que ha arraigado en la extendida negación de la amenaza más apremiante que pesa sobre la sociedad: la crisis climática. De hecho, la influencia tenaz del negacionismo climático en la política y el discurso estadounidense ha sido tan abrumadora que frecuentemente se adueña de cualquier conversación entre activistas por el clima, científicos y periodistas.

Sin embargo, el negacionismo climático está empezando a vacilar a medida que las sombrías predicciones formuladas por los alarmistas hace sólo unos años han comenzado a hacerse realidad antes de lo previsto y con una fuerza aterradora. Ante los incendios forestales que arrasan California, las inundaciones en el Medio Oeste, los tornados en Nueva Jersey y otros espasmos de tiempo extraño que afectan a todas las partes del país, se está volviendo cada vez más difícil para cualquiera ignorar la emergencia climática. Tal como ha expresado el consultor republicano Whit Ayers al New York Times, «negar la existencia del cambio climático ya no es una posición creíble». A aquéllos que durante años han luchado desde el movimiento ecologista contra el muro impenetrable del negacionismo climático, cualquier desviación del negacionismo hacia lo correcto puede parecerles un milagro. Pero la aceptación de las realidades del cambio climático en la derecha no se está traduciendo, y previsiblemente no lo va a hacer, en nuevos conversos al ecosocialismo o al Green New Deal. Por el contrario, la derecha ha comenzado a deslizarse hacia el ecofascismo.

El impacto de la palabra ecofascismo se ha ido diluyendo al utilizarse el término para describir cualquier tipo de liberal o centrista de mentalidad conservadora, lo que es una pena, porque el ecofascismo es una ideología coherente con implicaciones reales. Los movimientos de extrema derecha europeos han integrado perfectamente el lenguaje ecologista con sus diatribas xenófobas y reaccionarias. En Francia, por ejemplo, el partido de extrema derecha Frente Nacional, ahora llamado Agrupación Nacional, ha lanzado un programa de Nueva Ecología que redobla la retórica antiinmigración y la devoción hacia la energía nuclear, vinculando las preocupaciones medioambientales a los intereses de una identidad racial francesa. En Suiza, un antiguo grupo de defensa del medio ambiente se ha convertido en un vehículo para los discursos de la extrema derecha, identificando a sus partidarios como patriotas verdes y despotricando de manera similar contra la inmigración. Y ni mucho menos están solos: Grecia y Hungría también han dado nacimiento a sus propios movimientos econacionalistas, mientras que el Movimiento 5 Estrellas italiano también ha tratado de maridar la xenofobia con el ecologismo y está ganando rápidamente poder en el Gobierno. También han comenzado a alinearse con el partido abiertamente fascista Lega Nord. A medida que los conservadores estadounidenses comiencen a reconocer la inutilidad política del negacionismo climático —y la utilidad política del ecofascismo—, podrían empezar a adoptar los temas de discusión y las estrategias de sus amigos transatlánticos.

Al igual que el fascismo en su conjunto, el pensamiento ecofascista se construye como una serie de refutaciones destinadas a desviar la culpa de los males del capitalismo de los verdaderamente responsables. Postulándose como radicalmente revolucionario, es de hecho profundamente conservador: su único objetivo verdadero es proteger el orden social existente por los medios que sea necesario, de tal manera que adoptará cualquier retórica o táctica que le granjee el apoyo de las masas. No obstante, las ideas ecofascistas están conectadas por hilos históricos y filosóficos concretos. En el núcleo del ecofascismo, igual que en el del fascismo histórico, hay una misantropía vehemente y una fijación por la pureza.

El ecofascismo se apoya en gran medida en las ideas malthusianas, particularmente en aquéllas sobre los peligros de una población en crecimiento. Así como Malthus advirtió sobre la ley de hierro de los salarios, Hitler escribió sobre los peligros de rebelarse contra las leyes de hierro de la naturaleza. Estos análisis, por supuesto, siempre concluyeron que el problema estribaba en la existencia de tipos específicos de humanos. En este marco, el genocidio a una escala inimaginable es la única forma real de evitar el colapso ecológico. La preocupación principal de los ecofascistas no es si el genocidio es necesario, sino cómo implementarlo y contra quién.

Los ecofascistas están preocupados por el impacto humano en el medio ambiente de modo general, pero ninguna cuestión los inquieta tanto como la superpoblación. Ésta es una de las razones por las que corremos hasta tal punto el peligro de que el ecofascismo sea legitimado por la cultura dominante. Los científicos y los ciudadanos preocupados por el medio ambiente pueden no creer en el genocidio, pero sí temen la superpoblación. La capacidad de carga —la idea de un límite superior a lo que un ecosistema puede proveer a sus habitantes— es uno de los conceptos más intuitivos en el ecologismo y es ciertamente verdad que cualquier especie, incluida la humana, puede superar esa capacidad de carga a través de la superpoblación y el consumo excesivo. Pero un enfoque monomaníaco en la superpoblación fomenta una mentalidad que ve en las tasas de natalidad o el simple número de personas la causa de la pobreza y de la destrucción del medio ambiente, a pesar de la endeble evidencia y de las advertencias de los propios científicos acerca de esas asunciones. Cuando se hace de ella la preocupación central de la política, la idea de la superpoblación tiende a generar consecuencias brutales para los marginados. Incluso en tiempos de relativa estabilidad hemos visto que la autonomía corporal y la dignidad humana se olvidan con demasiada frecuencia. Considérese, por ejemplo, la ofensiva actual contra el acceso al aborto o la prevalencia de esterilizaciones forzadas en Estados Unidos mucho tiempo después de que la eugenesia desapareciera de la cultura dominante. Mientras la gente esté dispuesta a aceptar que tal vez los humanos deban ser un día sacrificados como animales de caza, el ecofascismo acechará fuera de nuestra vista, preparado para hacerse cargo de la situación a la primera señal de un desastre climático verdaderamente masivo.

El ecofascismo adquiere nuevos bríos ante la crisis climática, que ofrece la urgencia perfecta requerida para hacer que las soluciones ecofascistas parezcan plausibles o incluso razonables. Debemos lidiar seriamente con la posibilidad de que el ecofascismo permee o incluso domine nuestras decisiones climáticas futuras. Puede tomar la forma de una toma del poder abiertamente ecofascista —no es difícil de imaginar atendiendo a la Administración actual—, pero el ecofascismo también puede simplemente infiltrarse en el discurso de otros grupos y frenarse hasta que alguna crisis ecológica obligue a poner en práctica tales ideas. Hoy nos enfrentamos al panorama de que ambos escenarios pueden llegar a desarrollarse simultáneamente. Agencias federales como el Departamento de Seguridad Nacional están construyendo ya en la frontera sur campos de concentración en los que los migrantes y los refugiados se mueren de negligencia y abusos. Los legisladores del Partido Republicano ya proponen sentencias draconianas de hasta veinte años contra quienes se manifiesten contra los gasoductos y los combustibles fósiles, etiquetándolo como «ecoterroristas» que alteran la «infraestructura crítica». Las actitudes ecofascistas son alarmantemente compatibles con el dispensacionalismo evangélico que permea la política estadounidense y sostiene que la selecta élite de Dios se salvará mientras que a los demás bárbaros se los dejará morir en el fin de los tiempos. Mientras tanto, los multimillonarios, las pandillas fascistas y la pequeña burguesía suburbana han demostrado estar dispuestos a utilizar la violencia para salvaguardar su estatus y sus comodidades incluso en los mejores momentos. Por ejemplo, ni la ignominia moral de la existencia de personas sin hogar ni su impacto en la salud pública han impedido a los promotores inmobiliarios, la policía o los NIMBY [acrónimo de Not In My Back Yard, término peyorativo para referirse a aquellos ciudadanos que sólo se oponen a un problema objetivo cuando les afecta directamente] ejercer toda clase de brutalidades contra los sin techo. En tiempos de crisis, han demostrado poder llegar mucho más lejos. Las secuelas del huracán Katrina en 2006 y el terrorismo vigilante que los orleanianos blancos perpetraron sobre sus vecinos negros en vecindarios secos como Algiers Point indican que al supremacismo blanco el desastre lo envalentona en lugar de humillarlo. A pesar de las conquistas que los socialistas y las personas marginadas han logrado a lo largo de los años, el equilibrio de poder e influencia se sigue inclinando abrumadoramente a favor de una respuesta fascista a las emergencias climáticas.

El ecofascismo se apoya en gran medida en supuestas leyes de la naturaleza y particularmente en aquéllas que se adaptan convenientemente a las parábolas capitalistas. Por ejemplo, las imágenes y la retórica neofascistas inciden en la santidad de las jerarquías naturales de las vidas y su valor, señalando el cálculo brutal de la naturaleza para justificar políticas brutales en nombre de su protección. Los ricos —proclaman— son ricos no por haber tenido suerte, sino por ser genéticamente superiores, y mercen permanecer en la cúspide de la jerarquía económica. Tal vez una de las ideas principales que vinculan a los fascistas y a los capitalistas sea esta tautología demencial que sugiere que todas las desigualdades e injusticias del mundo existen porque son correctas y naturales y deben preservarse tal cual.

Debemos incidir en que estas leyes no son leyes en absoluto, y ciertamente no son la única manera posible de ver el mundo. De hecho, todas estas ideas se definen dentro de un lenguaje colonial de extracción y explotación. Muchas culturas indígenas han encontrado maneras de vivir en el mundo real fuera de tales mitologías y siguen haciéndolo de manera sostenible en el marco de los ciclos naturales de transferencia de energía de sus ecosistemas nativos. La garantía de su autonomía debe ser central en lo que respecta a la reparación del clima, pero no puede consistir simplemente en concesiones de un gobierno de colonos benéficos. Los indígenas deben poder gobernar sus tierras fuera de la estructura colonial que se les impuso mediante la violencia. Además, los pueblos indígenas continúan liderando en muchos lugares la lucha por la justicia medioambiental: defienden los recursos hídricos, las selvas tropicales primarias y cadenas montañosas enteras de la explotación y enfrentan la brutalidad del capital privado y del Estado. Nuestra supervivencia depende en gran manera de la solidaridad que trabemos con sus esfuerzos.

Otro antídoto vital contra el ecofascismo —uno que está ganando terreno en la cultura dominante— es el rechazo del ecologismo apolítico. Las ideas fascistas obtienen buena parte de su poder de sus apelaciones al orden natural de la sociedad, pero omiten las discusiones sobre la violencia deliberada que construyó ese orden. Debemos abordar la cuestión del lenguaje colonial que ha hecho posible el ecofascismo y dejar claro que la acumulación de capital privado, la extracción de combustibles fósiles y los repugnantes incentivos a la sobrexplotación son responsables de la casi totalidad de la crisis medioambiental.

El fascismo de cualquier tipo prospera en situaciones de crisis, y la creciente posibilidad de un desastre natural en muchas comunidades significa que puede ser necesario organizarse más en torno a este peligro. Incluso si los fascistas no aprovechan el caos después de una catástrofe natural para implementar su poder, seguirá habiendo otras amenazas existenciales: fugas de aguas negras, ruptura de tanques de gas, interrupción del suministro de alimentos, etcétera. Las personas con capacidad de organización que estén interesadas en preparar a sus comunidades para lo peor deben preguntarse cómo podrían proporcionarles saneamiento, alimentos, agua potable y otros recursos en caso de una emergencia ecológica utilizando medios democráticos. Normalmente, la preparación frente a los desastres es un esfuerzo que absorbe muchos recursos y que se despliega de manera bastante tecnocrática, pero no tiene por qué ser así. La herramienta más versátil de que disponemos hoy no es una tecnología, sino un conjunto de principios de diseño. Así, por ejemplo, la permacultura, una práctica de diseño de sistemas que presta atención a cómo los humanos y la naturaleza satisfacen mutuamente sus necesidades. Desde un punto de vista ecosocialista, es con mucho la herramienta más interesante a nuestra disposición. También tiene un valor táctico y estratégico real en lo que respecta a proteger a las personas vulnerables frente a toda clase de amenazas ecológicas, ecofascistas o de otro tipo. Idealmente, el objetivo es construir un modelo que resista la cooptación. El creciente interés de los ecofascistas de buena fe en la permacultura apunta esa posibilidad, pero que puedan tener éxito o no sigue siendo una incógnita. La permacultura está intrínsecamente vinculada al respeto por el conocimiento, la soberanía y el trabajo indígenas, y ninguna versión que omita estas prácticas se acercará a sus objetivos y a su visión fundadora.

La verdadera recompensa material de la permacultura es el mantenimiento de las cadenas locales de producción de alimentos que no dependen del capital. El mundo de hoy depende en gran medida del transporte, pero estas líneas de suministro, largas y delgadas, pueden ser fácilmente interrumpidas y controladas por un Estado fascista, y aún más en un escenario de catástrofe natural. Las inundaciones en el Medio Oeste ya han interrumpido la producción de grano en los Estados Unidos a una escala que podría desencadenar una verdadera crisis alimentaria. Por lo tanto, es esencial desmercantilizar los medios de producción de alimentos y devolvérselos a las masas. La permacultura, aunque se halle lejos de poder resolver todos nuestros problemas, es el primer paso para crear comunidades que no requieran aportaciones externas a fin de sobrevivir. Con la permacultura, todas las características de un paisaje, desde su topografía hasta su flora autóctona, pueden manipularse para mejorar la vida humana; e incluso se puede establecer la base de una autodefensa comunitaria diseñando paisajes que sean estratégicamente ventajosos para sus residentes y desorientadores para los intrusos. Organizar el uso de la permacultura como guía también puede ayudar a la formación de biorregiones en las que el poder se comparta a través de toda una cuenca hidrográfica y se coloquen los recursos naturales (y el poder que proviene de controlarlos) en manos de la gente en detrimento de la autoridad centralizada, corazón del fascismo.

Mejorar la capacidad de los entornos locales de la gente para alimentarla y protegerla también reducirá la posibilidad del desplazamiento, asesino tácito en el marco de cualquier desastre natural. En Nueva Orleans, por ejemplo, quienes murieron a manos de los vigilantes blancos buscaban necesidades que no podían encontrar en sus barrios de origen, que no sólo habían sido destruidos por las inundaciones, sino que ya carecían de los recursos básicos antes del huracán. Lo que era ya un desierto alimentario en tiempos de paz se convirtió en una fuente de violencia en una crisis. El desplazamiento, además, significa con frecuencia que algunas personas serán abandonadas, y los capitalistas —no digamos los fascistas— ya han dejado claro a quiénes dejarán atrás. Los reclusos, las personas con discapacidad y toda clase de minorías serán abandonados a su suerte sin remordimiento, justificándose tal infamia en una visión perversa de la supervivencia como un privilegio y no como un derecho. La mejor manera de combatir realmente esta posibilidad es resistir el desplazamiento.

Organizarse en torno a una necesidad tan apremiante como la preparación frente a los desastres es una excelente manera de construir una base sólida para la solidaridad que conduzca a un verdadero poder político para la clase trabajadora. Se puede poner el ejemplo de los programas de desayuno gratis impulsados por el Partido de los Panteras Negras y la hazaña organizativa y de trabajo que los hizo posibles. Todos los días, durante casi cinco años, los miembros de la sección de Portland de las Panteras Negras se levantaban al amanecer para iniciar el trabajo que proporcionaba desayuno gratuito a unos 125 niños antes de ir a la escuela. Si nuestras organizaciones no son capaces de llevar a cabo algo similar durante siquiera unas pocas semanas, tal vez deberíamos tomar medidas. Llenar los estómagos de los niños los libera a ellos y a sus padres de la fea tarea de luchar por desperdicios y constituye la base de una vida más estable y empoderada. En una situación de desastre, este tipo de infraestructuras será esencial para restaurar el saneamiento, la nutrición y la seguridad, los tres determinantes más potentes de la vida o la muerte en las comunidades afectadas. Si el objetivo es prevenir las muertes provocadas por el caos climático y combatir directamente la influencia del fascismo, nuestras organizaciones deben considerar cómo responder a estas necesidades de nuestras comunidades. Las organizaciones que son capaces de dar más de lo que reciben en un desastre son aquéllas que salvan vidas.

El fenómeno ecofascista muestra que los fascistas pueden apelar a la angustia climática tan bien como lo hacen a la angustia económica. Acabar con el negacionismo no lleva aparejada necesariamente la promesa de un mundo mejor, particularmente cuando los fascistas están cooptando abiertamente los miedos medioambientales para impulsar sus abominables planes. Demostremos que nuestras palabras significan algo. Nuestras promesas son mejores que las suyas.

Traducción de Pablo Batalla Cueto de un artículo publicado originalmente en inglés en la revista The Trouble el 16 de junio de 2019.


Lynn Wang es una científica medioambiental y marina radicada en Los Ángeles (Estados Unidos). Su trabajo la ha llevado al Cape Eleuthera Institute, el Wrigley Institute of Environmental Studies y el Australian Institute of Marine Science. Es miembro fundador de Asian American Feminists of Los Angeles. Su cuenta de Twitter es @lynnspiracy.

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  1. Una realidad latente

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