Cuentinos tristes
Malo, malo, malo eres, canta Acilina
/por Juana Mari San Millán/
Tu padre era bueno. Y valiente. Dicen que tu padre se parecía al tordo: la cara flaca y el culo gordo.
Le quise entero. Hasta que el estallido provocado por un detonador de macha húmeda y parsimoniosa le destrozó un brazo, le atrancó un oído, le sembró de carbón los poros de la piel, le provocó un coágulo de sangre negra al acecho.
—Una embolia, dictaminó el médico del pueblo.
—Una embolia, corearon las esquelas y los recordatorios.
—Una embolia, repitió por los contornos don Faustino, el practicante.
Un día, te cuento, caíste de cabeza a la poza del lavadero. Tendrías tres o cuatro años. Antes de que nadie reaccionara, las piernas de tu padre se plantaron en el regato en un periquete. Te elevó al cielo de un tirón y te estrujó después contra su pecho. No te dio tiempo ni a llorar. Más que el agua, casi te ahoga el apretón.
Tu padre era bueno. Y valiente porque fue el primero en acercarse a aquel agujero relleno de dinamita, a aquella chimenea que escondía un cartucho de pólvora de mina traicionero, asesino. Mira que lo tengo dicho: más vale decir aquí vive un cobarde que allí murió un valiente.
Le quise entero. Durante el velatorio, te cuento, en un descuido aproveché para embadurnar de cola pegajosa la tapa del ataúd y me tumbé de bruces encima con mi cara pegada a la suya a través del ventanuco, enfrentando mi mirada de espanto a la suya de muerto. Me sentía incapaz de seguir escalando los peldaños de la vida con tres hijos a cuestas.
Tu padrastro era malo, malo, malo. Más malo que la madrastra de Blancanieves, que la sarna, que la quina. Tan malo y tan tonto que, cada vez que me llamaba zorra, se achicaba su cerebro de mosquito. Tan animal, tan bárbaro que, te cuento lo que nunca supiste, en una ocasión me clavó un destornillador en la nalga izquierda.
Te juro que peor me parecía el desamparo o la ausencia de caricias o la soledad.
Tu padre era bueno, valiente y un rato torpe. El tío Ángel solía contar que no cazaba una liebre ni aunque se le metiera entre las piernas. Todavía veo su canana y su escopeta de dos cañones colgadas en la pared de la escalera que subía a las habitaciones de la casa del Barrio de Arriba (la primera de casada), testigos mudos, burlones de sus habilidades cinegéticas. Tampoco la pesca era su fuerte. Con cada crecida del río se acercaba hasta La Tablada en busca de truchas y no pescaba más que buenas pingaduras.
Como tengo dicho, Corsino, tu padre, era bueno, valiente y torpe en el manejo de las artes de la caza, la pesca y el sexo. Esto último puedo contártelo ahora que eres toda una mujer y que este cáncer me tiene corroídas las entrañas, entrecortado el aliento, estancada la vida. Para que te hagas una idea, es como si mi cuerpo alojara y alimentara a una rata insaciable.
En cambio, tu padrastro, Claudio, además de malo de solemnidad, era diestro y experimentado en la cama. Y violento. Tienes que saberlo, hija.
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