Cortázar en Ciudad Juárez
/un relato de Rodolfo Elías/
Salía de la oficina de correos cuando pasé junto al gigante enjuto de barba. «Este grandulón se parece a Julio Cortázar», pensé. Había cruzado la calle, rumbo a Publicaciones Juárez, pero me devolví a la oficina postal; tenía una tentación inmensa de indagar quién era el enigmático personaje.
Al entrar a la sala del correo lo vi inclinado sobre la mesa, anotando una dirección en un sobre largo. Junto al sobre había un paquete y unas tarjetas postales. El hombre manoteó torpemente sin querer y tiró una postal al suelo. Apresurado me adelanté a recogerla. Aunque su rostro era juvenil, tenía movimientos lentos de hombre mayor, y su cara se iluminó con un gesto agradecido. Hubiera implicado un gran esfuerzo para él agacharse a levantar la tarjeta, desde esa altura; nunca imaginé que fuera tan alto. Tomó la postal con la mano izquierda y me sonrió con sus dientes manchados.
—Mi nombre es Julio —dijo con su voz grave, extendiendo la mano derecha.
Mientras estrechaba su mano firmemente, miré de reojo el sobre. Efectivamente, se trataba de Julio Cortázar. No le quise decir que lo reconocí para evitarnos una escena incomoda a los dos. Y razoné así, quizá pensando en la dolorosa escena entre Horacio Oliveira y Berthe Trépat. Desde luego que Cortázar nunca fue una gloria marchita, como Berthe Trépat, ni mucho menos. Aún así quise ser prudente.
—Su cara se me hace conocida —le dije, sin poder contenerme.
—Hay un hombre aquí en Ciudad Juárez, que se parece mucho a mí —me contestó—. Su nombre es Capote, cubano; ayer lo conocí.
Magistral forma de evadir cualquier acoso. Muchos años después encontraría yo a Capote ahí en el correo, y la impresión que tuve de él me devolvió este momento.
Luego Cortázar y yo nos despedimos, porque mis veintitrés años de edad no me dieron la suficiente urbanidad para enganchar en la conversación a tan fuerte presencia.
Esa noche estaba yo en la cantina El Paraíso, esperando a un amigo aficionado a las letras, a quien le quería presumir mi encuentro con el escritor. Coincidentemente yo en esos días estaba leyendo la novela Los premios, de Cortázar mismo, y ya casi terminaba su lectura. Junto a mi vaso de Cuervo blanco con toronja estaba el ejemplar.
Al momento no tenía yo con quien platicar y abrí el libro. Estaba leyendo un pasaje en la página 295: «Ma qué, ma qué —se condolía lúgubremente el Pelusa—. Primero se pianta el pibe justo cuando tenemos que hacer las pruebas, y ahora se me descompone el otro purrete. Este barco es propiamente la escomúnica».
—¿Qué tal Atilio Presutti? —preguntó con voz grave el hombre que se acababa de sentar junto a mí, y de cuya presencia yo casi no había percatado. Al voltear a verlo comprobé con gran sorpresa que se trataba de Cortázar.
—El Pelusa es un atorrante, pero es quizá el personaje más entrañable de la novela —contesté sin vacilar.
—Sí, el Pelusa se me salió de las manos —dijo Cortázar, risueño—. Con mi falta de conciencia política y social de aquellos años, yo nunca pensé que el personaje iba a cobrar vida de tal forma.
—Un afortunado desacierto —dije—. ¿Siente usted ahora algún afecto por Atilio Presutti?
—Desde luego que sí; ahora sí. Porque le confieso que en un principio el Pelusa se me hacía indiferente. No había realmente nada entre él y yo. Ambos tenemos distintos orígenes sociales, y yo no había tenido mucha experiencia social fuera del entorno pequeño burgués de mi crianza.
—A mí me ha pasado lo mismo con Oliveira y su filosofía de la vida —contesté yo, un tanto tímido—. Rayuela me pasó de noche y no entendí casi nada de ella. Será por qué aun no tengo cuarenta y tantos años de edad, ni las vivencias y la experiencia vital…
—Puede ser —dijo Cortázar, con aire pensativo—. O quizá, más que le edad y la experiencia vital, usted no ha experimentado la amargura de espíritu que lo haga entrar en un mismo plano con Oliveira y entender así las dinámicas de la historia en la novela; como una especie de campos semánticos. Un día quizá, en unos diez o quince años… porque me imagino que usted ha de tener algunos veintitrés, o algo así; después de haber sido tocado más por la lectura, la vida y su trato con la gente.
Yo asentí, y eso le produjo una sonrisa complacida.
—O quizá simplemente el personaje se le haga insufrible, como se me hace a mí a veces; y a muchos de mis críticos.
Al decir eso Cortázar se rió de buena gana. Mirándome a mí, como buscando una aprobación cómplice.
—No he leído mucho, y tal vez esa sea la razón principal —aseveré yo, con aire proverbial.
Al mirar a mi izquierda, vi que mi amigo había entrado por la puerta del reservado y miraba de un lado a otro, buscándome. Preferí hacerme el desentendido y no hacerle notar mi presencia. Al no verme por ningún lado se dirigió a la puerta, yéndose como llegó.
—Y nunca se va a saber lo que pasó en la popa del Malcolm, ¿verdad? —pregunté yo de una forma más bien retórica.
—No, nunca —contestó Cortázar categórico—. Al menos no en este plano de realidad.
—Me tocaron mucho algunos textos de Historias de cronopios y de famas —dije con un entusiasmo efervescente, para componer el momento.
Antes de contestar, él le dio un trago largo a su whisky Straight American, que le acababan de servir en medida doble. El cantinero, un hombretón con aspecto de perdonavidas, a quién apodaban el Indio, contemplaba a Cortázar con una sonrisa irónica.
—¿Le puedo preguntar qué textos le interesaron de ahí? —preguntó Cortázar con sincera curiosidad, después de saborear su trago. Fumaba también, y en cuanto puso el vaso en la barra, se cambió el cigarrillo de la mano derecha a la izquierda. En la barra había puesto también un paquete de cigarros Gauloises.
—Bueno, me interesaron todos. Pero los textos de la sección Manual de instrucciones me tocaron mucho; especialmente Instrucciones para llorar y, sobre todo, los dos que tienen que ver con la obsesión por el tiempo y la muerte: Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj e Instrucciones para dar cuerda al reloj.
—Si hablamos de la muerte como último destino, a mí me gusta Propiedades de un sillón, en la sección Material plástico. Que puede ser utilizado como complemento final a los dos que usted mencionó; como una especie de corolario.
—Es cierto —dije sorprendido—. No sé cómo no recordé ese texto.
—En casa del Jacinto hay un sillón para morirse —empezó a recitar Cortázar—. Cuando la gente se pone vieja, un día la invitan a sentarse en el sillón, que es un sillón como todos pero con una estrella plateada en el centro del respaldo. La persona invitada suspira, mueve un poco las manos como si quisiera alejar la invitación y después va a sentarse en el sillón y se muere…
No pude aguantarme más, y me disculpé para ir al baño. Cuando salí, ya Cortázar no estaba ahí. En el asiento que él había ocupado estaba ahora un viejo con sombrero texano achicharrado. Le pregunté al Indio qué había pasado con Cortázar, y encogió los hombros, como despistado.
Ese encuentro ocurrió hace algunos treintaidós años. ¿Mil novecientos ochenta y cuatro, acaso? Hoy estoy recordando esto, y me encuentro muy conmovido por una serie de coincidencias. Acabo de leer el cuento Las puertas del cielo, de Julio Cortázar, que trata de la muerte y de la proyección que hacemos en otras personas de nuestros difuntos amados; quizá como una forma de revivirlos, aunque sólo sea en apariencia física. Y estoy más conmovido aun, porque sin pensarlo he leído este cuento precisamente en estos días en que acaba de morir la esposa de alguien muy cercano a mí; tal como sucede en la historia del cuento.
Hace algunos años releí Rayuela y esta vez tuvo mucho sentido para mí; ahora yo sí tenía cuarenta y tantos, y había ya padecido la amargura de espíritu de la que me habló Cortázar. A Capote lo conocí formalmente hace quince años; pero aun recuerdo la impresión que tuve, como déjà vu, cuando lo vi por primera vez…
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