Creación

Acilina se fija en una piedra de afilar

Un nuevo 'cuentín triste' de Juana Mari San Millán.

Cuentinos tristes

Acilina se fija en una piedra de afilar

/por Juana Mari San Millán/

Una piedra gastada, medio consumida se escondía en el centro del canto de un puente, a treinta metros de nuestra segunda casa, que sostenía la carretera bajo la que transcurría el río que atravesaba el Barrio de Abajo. Digo la segunda porque la primera, en el Barrio de Arriba, la compartimos con Demetrio, Margarita y el Primi: un mismo portal, una misma entrada, mismas caras, saludos, conversaciones, comidillas…

Si la primera casa se asentaba cerca de un arroyo no muy hondo, la segunda se aproximaba a un río de verdad que pasaba por debajo de un puente con una piedra muy mermada en mitad de uno de sus laterales. La tercera casa que ocupamos no disponía de río en sus cercanías, sino de una estación de tren. La cuarta que nos recogió se situaba encima de otro río, esta vez en Reinosa. Nuestra quinta casa superó las ubicaciones anteriores avecindándose a la vera de la mar cantábrica de Gijón.

Ni que Jorge Manrique hubiera tutelado mi vida. Me suena que aquel tipo, poeta, trovador, juglar o vate antiguo, algo dijo de ríos, mares y morires, como si fuera mi vidente particular, mi Rappel de cabecera.

Se me pegaba al pensamiento como una obsesión aquella piedra raspada con insistencia por filos de cuchillos, de hachas, hoces, guadañas hasta mostrarse deteriorada, disminuida de forma perceptible, tal y como a mí me consumía, me desperdiciaba la vida. Aquella vida de viuda peleona, corajuda: costurera de día, madre de tarde, amante de noche.

Me fui de la primera a la segunda casa para ganar intimidad, independencia, para resolver mis soledades y encontraros un padre como el primero o mejor. A la vista está que no lo conseguí: el primero me salió bueno, pero el segundo, malo, malo, salvo el regalo de Rosa, la hermanita que vino después.

No podía aguantar que tus hermanos jugaran a romanos y cartagineses con las espadas de madera más endebles. En las demás casas, un hombre confeccionaba a sus niños espadas robustas que, al primer encontronazo, destrozaban las de los míos: inferiores, flojas, débiles. Menos mal que tus hermanos convertían en puñales sus medias espadas rotas para seguir combatiendo como fieras.

Yo me desmoronaba, no podía con el trajín de modista, la caminata de ida y vuelta, de casa a la sastrería, de la sastrería a casa, la atención a las peleas de mis hijos, al gocho, a las cabras, a las gallinas, y los conejos de la cuadra, a las reprimendas de vuestra abuela y vigilante vecina. Terminaba las jornadas rendida, observando el desgaste de la piedra menoscabada del friso del puente que cruzaba el río del Barrio de Abajo, a treinta metros escasos de la puerta de mi segunda casa. Vuestra vecina y vigilante abuela andaba sola, la pobre. Por eso mandaba a tu hermano mayor a dormir con ella, único truco válido para apaciguar sus gruñidos, para que me dejara tranquila. Allá con ella se iba a cenar y escuchar el programa nocturno de canciones dedicadas:

—Aquí radio Andorra, emisora del Principado de Andorra, discoteca del oyente. Con ustedes, Juanito Valderrama, la Niña de la Puebla, la novia que va blanca y radiante, la sigue detrás su novio amante…

Con ella pasaba la noche para no estar sola. Ni ella ni yo. Yo me refugiaba en casa (la segunda) contigo y con Fredín. Rosa vino después.

Por las mañanas recorría el puente mirando de soslayo la piedra alisada, pulimentada por los afilamientos de hachos de mina y hachas de cortar leña y hoces y dalles, y tijeras de podar y de las otras, y cuchillos, y navajas; os dejaba a los tres en la escuela más lustrosos que el jaspe, más repulidos que pimpollos, más felices que una novia blanca y radiante; enfilaba el camino hacia la sastrería donde desempeñaba los oficios de modista habilidosa, viuda enlutada, madre solícita, amante vacía.

De vuelta cada día a aquella mi segunda casa, me arrodillaba a la orilla del puente, en la mitad de su mismo borde, para rozar con mis dedos la piedra de afilar alisada, pulimentada, gastada, mermada, raída, consumida, deteriorada, disminuida. Sin remedio.

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