¿A quién le interesan las humanidades?
/por Zenobio Saldivia/
Los alumnos que se encuentran a punto de terminar la educación media se preguntan a menudo para qué sirven las humanidades —sobre todo cuando piensan en elegir una profesión—. Y la misma pregunta se formulan los padres de esos jóvenes cuando sus hijos les manifiestan que han decidido estudiar derecho, filosofía, estética, historia, filología, literatura o alguna carrera artística.
Usualmente la respuesta a tal interrogante trae implícita una reacción negativa en el plano emotivo. Si bien muchos padres ven con buenos ojos las disciplinas humanistas, en el plano coloquial y en los encuentros sociales y de mera convivencia no mantienen la misma opinión cuando se trata de sus propios hijos. En este caso, sobre la psiquis del adolescente realmente interesado en las humanidades llueven los argumentos acerca de la belleza de esas carreras, de los nobles propósitos que persiguen los profesionales dedicados a la recreación, al análisis y a la expansión de la cultura literaria, de la trascendencia de los valores implícitos y centrados en el hombre y en el marco filosófico humanista tradicional.
Y justo cuando el o la joven está por plantear su deseo de seguir el derrotero de los filósofos o el de las fantasías del Quijote a sus progenitores, caen los argumentos en contra. Aparecen los planteamientos sobre las dificultades económicas de los graduados en tales disciplinas, así como también se alude a la poca consideración social de que gozan estos exponentes de las humanidades. «Pero, hija, piensa bien lo que vas a hacer: esa carrera es muy bonita pero… ¿Dónde va a encontrar trabajo una experta en narrativa española del siglo XVII?». O bien: «Hijo, historia es una buena carrera para el espíritu, pero ya hay muchos historiadores; tendrás que destacarte de manera extraordinaria, estudiar mucho… y llegar a especializarte en un campo poco conocido, pero, ¿cuándo vas a juntar dinero? Y recuerda además, hijo, que actualmente en nuestro país la historia como disciplina curricular de nivel medio será optativa, y entonces, ¿como te las vas a arreglar?». Expresiones de esta índole, e incluso amenazas de recortes económicos, vienen en verdaderas andanadas cuando el o la joven hace patente su voluntad de persistir por la vía de las humanidades como profesión y como forma de vida.
En rigor, tales cuestionamientos paternos tienen razón, porque aluden a lo social inmediato, pero no muestran toda la verdad. Es cierto que para especialistas como los mencionados las ofertas de trabajo son muy escasas, pues únicamente tendrían acogida en las universidades o en algunos organismos internacionales, en grandes bibliotecas o en eventos específicos y puntales a cargo de entidades gubernativas. Sin embargo, esa mirada es sólo un lado de la realidad y corresponde al plano de la percepción social de tales carreras. Está también el hecho de que existe el interés y la voluntad manifiesta de los jóvenes mencionados para estudiar tales temas cognitivos y axiológicos. La voluntad soberana de los adolescentes que ilustran la situación que destacamos es un claro signo de madurez personal. La convicción y la voluntad sostenida para soportar todos los argumentos en contra, provenientes de su familia o algunos de sus amigos, indica que hay un germen de proyecto de vida, una visión de uno mismo proyectada en el futuro, que se irá mejorando y puliendo con sus propios ideales. Esto es un mérito y un estímulo para la conquista de sus metas personales y merece todo nuestro respeto: después de todo, los padres somos únicamente progenitores y orientadores y no dictadores de la conducta esperada de nuestros hijos. Y éticamente no tenemos el derecho a cercenar un anhelo o un sueño juvenil: hay que entender que es otra vida, otra opción, y que debemos respetarla.
Por otro lado, está el fenómeno de la percepción social de las humanidades en general, que se expresa en una discriminación de la cultura humanista y en una cierta minusvalorización cognoscitiva, como si los saberes constitutivos de las humanidades tuvieran un menor valor en cuanto a la búsqueda de la verdad. Y en rigor, dicho fenómeno corresponde a lo que Charles Percy Snow ha denominado «el problema de las dos culturas» y que ha analizado con detención en su libro Las dos culturas y un segundo enfoque, texto en el cual deja de manifiesto que en la actualidad estamos viviendo una escisión de la cultura. Por un lado se aprecia una cultura científica y, por otro, una cultura humanista. La primera es estimulada por todas las instancias políticas e institucionales y cuenta con mayores recursos para su desarrollo y expansión. La segunda aparece como un conjunto de cometidos y acciones humanas que despiertan menor interés; generalmente no es estimulada y sus exponentes están muy lejos de los niveles de ingresos de los profesionales que se desempeñan en tareas científicas y tecnológicas.
Así dadas las cosas, la decisión de los adolescentes mencionados se enmarca en el esfuerzo heroico de los que optan por la búsqueda del sentido de la vida; por recorrer el camino por el cual fue conducido Parménides; el camino de la verdad bien redonda. Estos mocetones han optado por la senda de los menos, por la vía difícil, por trascender la utilidad inmediata y dejar atrás el pesado espíritu pragmático y puramente utilitarista, y esto implica maduración y crecimiento personal. Idealismo versus pragmatismo. Este es el punto de fondo, no únicamente la elección de una carrera. La elección muestra el meollo del asunto. Nuestra sociedad consumista y globalizada se encuentra actualmente en un nivel muy alto de desarrollo científico y tecnológico y está capacitada para recabar información o adquirir conocimientos en casi todos los ámbitos de lo real; todo ello con gran celeridad y cubriendo ampliamente los hechos del mundo. Con el apoyo tecnológico rápidamente se nos presentan una serie de artificios y aparatos que nos permiten mayor comodidad y bienestar. Por ello se privilegia el conocimiento científico y tecnológico; esto porque se entrecruza con el poder político que financia o induce determinadas líneas de investigación y porque en la práctica es una fuente de poder, un mecanismo de control y una clara muestra de superioridad socioeconómica. Existe la primacía del orden científico-tecnológico porque soluciona el problema de los medios, porque entrega técnicas para los fines que puedan determinar los miembros de la clase política o del mundo empresarial internacional. Lo precedente indica las bases teóricas sobre las cuales descansa el referente teórico y cultural de las ciencias.
Empero, el quehacer de poetas, escritores, filósofos, filólogos, historiadores o artistas, entre otros, apunta en otra dirección. Los objetivos de los mismos se orientan claramente hacia los fines del hombre, a los propósitos últimos del ser humano que clarifican nuestra vida y proporcionan un sentido integrador a la cantidad de conocimientos dispersos. Esto encauza a los humanistas en un diálogo trascendente con Platón, Sócrates, Aristóteles, santo Tomás, Jesucristo, Neruda, Avicena, Eliot, Nietzsche, Góngora, Cortázar, Dalí, Darío, Sandino, Romero y otros millares de modelos socioculturales dignos de emular por su valía moral, por su esfuerzo integrador o por la búsqueda de originalidad que llevan implícitos. Hacia allá van las pretensiones de los jóvenes mencionados en los ejemplos.
El conocimiento de nuestro idioma o de nuestro pasado no es un hobby, sino un medio para apreciar la sabiduría acumulada de nuestros pueblos y países, y es un deber ético ofrecer y mantener vías curriculares en el sistema educacional para conocer adecuadamente la escala de valores que otros preclaros hombres ostentaron. La historia y la filosofía permiten apreciar todo un mundo de expresiones emotivas y afectivas de Hispanoamérica y Occidente. Las humanidades son un mecanismo para repensar nuestras raíces; una forma válida para apreciar los anhelos de esas generaciones pasadas insertas en hazañas bélicas o en eventos sociales plagados de heroísmo y de entrega generosa. Es un reservorio cultural que posibilita la búsqueda de lo cualitativo, de la riqueza de la vida humana en sí, de penetrar en las individualidades maravillosas e irrepetibles. Es un puente de goce estético y un esfuerzo considerable de unión de la mente, el espíritu y la belleza. Entonces, ante el deseo de los pocos adolescentes interesados en la cultura humanista, ¿por qué cortar ese nexo con el pasado que ellos perciben y no más bien fomentarlo? Esta es la interrogante que muchos asesores vinculados a las capas de las máximas autoridades educacionales no deberían olvidar. Mermar o cercar a las humanidades es cortar el cordón umbilical con el pasado, un olvido peligroso.
Artículo publicado originalmente en Crítica.cl el 10 de agosto de 2019.
Zenobio Saldivia es profesor de filosofía en la Universidad de Chile y doctor en pensamiento americano con mención en historia de las ciencias por la de Santiago. Ha publicado diversos artículos sobre historia de las ciencias y epistemología, en especial sobre el constructivismo piagetano, y los siguientes libros: Lirios de septiembre (1990), En torno a los albores de la ciencia (1994), Claudio Gay y la ciencia en Chile (1995), Las humanidades en la currícula de las carreras de ingeniería: una visión hacia Latinoamérica (1998), Lógica (1999), La visión de la naturaleza en Gay, Domeyko y Philippi (2003) y La ciencia en el Chile decimonónico (2005).
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