De rerum natura
El día que nos quitaron Gulpiyuri
/por Pedro Luis Menéndez/
Tal vez haya oído usted hablar de esta playa. Se encuentra en el oriente de Asturias y es una playa interior, a la que accede el agua del mar a través de una cueva, en una de esas formaciones kársticas que dieron lugar también a otros fenómenos típicos de la zona, como los bufones, los cenotes o islas-arco como el Castro de las Gaviotas. Gulpiyuri está ampliamente publicitada, fotografiada y masificada porque los accesos, aunque peatonales, son fáciles y cómodos. No lo eran.

Ya no era un chaval —andaría cerca de mis treinta— cuando pisé por primera vez esta playa. La falta de indicaciones era absoluta y el único modo de acceder a ella suponía que te acompañara alguien que conociera el camino. Se trataba de un lugar para iniciados, porque claramente la consigna era que no demasiada gente supiera llegar; de hecho, cuanta menos mejor. Y así ocurría que en días de afluencia numerosa (fines de semana de verano con marea baja) podíamos encontrarnos sobre la arena no más de diez personas. Si la visita usted en la actualidad, o no creerá lo de las diez personas o pensará que le estoy hablando de hace siglos.
No sé si el fenómeno del turismo de masas ha llegado para quedarse mucho más tiempo o en algún momento explotará como hace una piñata cuando recibe el golpe adecuado, pero empieza a resultar un tema recurrente en los medios de comunicación el de la conversión en parques temáticos de algunas ciudades (el modelo de referencia podría ser Venecia) o de muchos lugares que poco a poco van perdiendo su identidad original, de modo que corren el riesgo de convertirse en pastiches de sí mismos; además de las consecuencias (no siempre negativas) que sufren o disfrutan sus habitantes, porque entre las contradicciones que el turismo masivo lleva en su equipaje una es obviamente la balanza económica que condiciona más que cualquier otra situación.
La paradoja (y confieso que no sé cómo resolverla ni siquiera en mis propias ideas sobre el asunto) es que todo esto se produce porque muchas más personas tienen mucho más medios para viajar y —en una frase antigua— conocer mundo. ¿Es esto negativo para todos esos seres humanos? Si me planteo, por ejemplo, la idea de que yo mismo, por haber nacido al lado de una playa, tengo sobre esa playa una especie de derechos adquiridos que no tienen quienes no han nacido junto a ella, lo único que hago (me dé cuenta de ello o no) es reflejar una visión aristocrática de la realidad, en la que unos pocos tienen más derechos que otros muchos.
El placer (o la envidia) que nos produce saborear el espíritu del Grand Tour, a través de las obras de arte que crearon sus viajeros, puede hacer que nos olvidemos de que aquellos viajeros eran artistas privilegiados o miembros de las élites económicas de su época. Fue un cura católico quien le dio nombre a este tipo de viajes; un tutor de jóvenes aristócratas ingleses que recogió sus experiencias en el libro Voyages of Italy, en 1670. Se llamaba Richard Lassels y defendía la idea empirista de que la experiencia es la base del conocimiento. Se dice que fue uno de los precursores del turismo actual, aunque no estoy de acuerdo del todo. Más bien creo que el turismo actual nace de los viajeros románticos, a quienes ya no importa tanto conocer como disfrutar y divertirse. Ahí ya se encuentra el germen del turismo de masas.
Por cierto, España no se encontraba en los recorridos del grand tour. Era aquella una España pobre con malos caminos, pésimas posadas y peor comida, que no tenía nada que ofrecer a aquellos viajeros ávidos de conocimiento. Muy distinta a la España de hoy, invadida por masas ingentes de no viajeros, estabulados en las playas durante el día y en los bares durante las noches, y que con tanta facilidad podemos despreciar: ¿son peores estos turistas de toda clase y condición que aquellos jóvenes aristócratas? ¿En qué? ¿O no tienen los mismos derechos si se pueden permitir el viaje? Insisto en que no sé cómo resolver la paradoja.
Ahora se trata de modo menos directo el tema, pero recuerdo que, hace algo más de dos décadas, una línea de opinión repetida una y otra vez en el sector de la hostelería del oriente de Asturias basaba sus argumentos con respecto al futuro turístico de la zona en la necesidad de potenciar un turismo de calidad. Este término es sencillamente un eufemismo que disimula la idea de que no se deseaban más turistas de mochila y camping sino de hotel de lujo y restaurantes con estrellas Michelin. Si se me permite la ironía, ¿quién no prefiere un grupo selecto de jóvenes y guapos aristócratas antes que una masa informe de campistas vulgares y gritones?
El problema es que esa masa informe de turistas vulgares y gritones se puede permitir por primera vez en la historia de la humanidad viajar por placer, salir de su aldea, de su pueblo, de su rincón del mundo, y con bastante lógica desea hacerlo, después de haber contemplado (al menos desde el siglo XX) miles y miles de imágenes estáticas o en movimiento de Florencia o de Machu Picchu, de Ibiza, de Bali o de Nueva York. ¿Quién se lo va a impedir como no sea de nuevo la pobreza?
Hace años que no piso Gulpiyuri y lo lamento, pero, ¿quienes pisan ahora esa playa tienen menos derecho a hacerlo que yo, o que usted que ha tenido a bien llegar hasta este punto final, que no lo es?
Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
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