A pájaros y migas, de Vicente Gallego
/una reseña de Carlos Alcorta/

Ahonda Vicente Gallego (Valencia, 1963) en su inexorable proceso de depuración expresiva en este su último libro, A pájaros y migas, dos términos, los pájaros y las migas, que se complementan, se incardinan desde lo opuesto, la altura simbólica del vuelo y el descendimiento hacia la más prosaica superficie, la grava o el cemento, que acoge las migas, ese humilde alimento, esas sobras que dispersamos arbitrariamente como ofrenda. Lo sublime y lo sencillo, una dicotomía muy presente siempre en la poesía de Vicente Gallego que queda de manifiesto en este libro desde su primer poema, «Horizonte», en el que conviven, por ejemplo, la cuchara con el cielo azul. Nada más natural entonces que celebrar la vida desde una actitud hospitalaria ante las experiencias vitales de cualquier índole, actitud que lleva implícita una moral cotidiana cuyo valor primordial es el respeto por la vida y el goce instintivo por el mero hecho de existir. Cualquier lector puede aventurarse a buscar precedentes propedéuticos en los dogmas religiosos y no ira desencaminado del todo, sin embargo, la poesía de Gallego (algunas de las experiencias que describen sus versos, es verdad, están muy cerca de los votos que exigen ciertas órdenes monásticas) va un paso más allá, porque participa de un sincretismo religioso a la vez que de una especie de misticismo laico de origen filosófico, con evidentes concomitancias entre ellos, como la búsqueda de la armonía interior a través de la música callada de las cosas o del mismo silencio, el conocimiento de uno mismo a través de la virtud o la contemplación de la naturaleza y del ser como método fidedignos de conocimiento. No estamos, pues, ante un concepto de poesía como «comunicación del aliento celestial y divino», que dijera Fray Luis. La poesía, para Vicente Gallego, es comunicación con el otro, es expresión de la dicha, pero también de la desolación, inherentes ambas a toda existencia y «no puede hacer otra cosa con el dolor, más que elevarlo en canto. Y no para negarlo o convertirlo en otra cosa, sino para que el dolor cobre la dignidad que le corresponde, la de ser uno con el amor».
El sentimiento de gratitud por ser un afortunado receptor de los dones de la vida, o por haber recibido la bendición para gozarlos en su verdad más pura, se deja traslucir en la mayoría de estos poemas: «Vivimos en concierto/ sin techo ni paredes […]/ para qué preocuparnos/ de la cena y la pena,/ ¿o es que vamos a ser/ los más ingratos?». Causa cierto asombro, sin embargo, el que en estos poemas casi todo sea celebración del mundo, obviándose los inquietantes sucesos que diariamente asaltan nuestro sueños de belleza y bondad. Solo la materia inerte permanece inmune a los sentidos: «Caminos, qué cabales/ […] nada va con vosotros,/ ni penas ni alegrías,/ ni siquiera os alcanza/ para sufrir de amor,/ cuánta quietud/ traéis a quien os sigue». Gallego busca penetrar en su interior mirando, paradójicamente, hacia fuera, hacia las cosas que le rodean en su ámbito más cercano. Las recetas de cocina, por ejemplo, las vasijas y los condimentos habituales (cebollas, tomates, perejil, limones, pan, etcétera), pucheros, servilletas, cucharas, pero también barnices, lacas, tiestos, cortinas, tijeras, calcetines, objetos, en fin, a los que no solemos prestar atención, de tan presentes como están en nuestras vidas. Vicente Gallego los rescata de ese anonimato, les da vida al mostrarnos sus atributos y cómo el paso del tiempo va infligiendo su poder devastador y es que el sentimiento de fugacidad temporal recorre todo el libro, algo común a muchos poetas actuales, lo que no es tan común es la serenidad con la se acoge ese tránsito y la plenitud con la que se quiere vivir cada instante, como si el futuro fuera ese mismo presente continuo y nada fuera de él importara realmente. El mero hecho de que seamos materia efímera es, para Gallego, un motivo de afirmación y de alegría porque su encandilada y contagiosa forma de ver las cosas (la materia parece ser solo un accidente eventual) le incita a percibir belleza también en el paso del tiempo y en el deterioro físico que comporta, en la aceptación del dolor y en la constatación de la muerte y, por supuesto, en la fuerza bondadosa del amor, el gran don que embellece cuanto toca: «Esta conformidad/ del polvo con el polvo/ del viento con el viento/ este rayo de luz/ este fracaso/ de todas las palabras/ tan grande patrimonio/ en una mano abierta/ no ser nadie/ para la hora en curso/ para el amor más alto/ una espada en la noche/ ese instante/ el instante».
La poesía de Gallego trasmite al lector un poso de complacencia con lo vivido, una conformidad vital que trasciende lo cotidiano para elevarse hacia las más altas regiones de lo espiritual, algo de lo que ya habíamos hablado al principio de estas líneas. Oposiciones, migas y pájaros, como en el Libro de las mutaciones de Confucio: «Que haya verdad/ en poco/ que se pueda/ ir a migas/ a pájaros/ cantar con casi nada/ no saber/ de qué modo/ en qué punto/ un silencio se hará/ de la palabra». El libro finaliza, además, con una emocionada elegía por la muerte de una niña, pero no es un lamento nostálgico, como pudieran serlo las coplas de Manrique. Gallego, a pesar del dolor, no titubea. El poema recrea un hecho luctuoso y no esconde que la muerte está presente en todos nuestros actos, sin embargo, fiel a sus creencias, Gallego consigue infundirnos esperanza a través de unos versos que realzan esa vitalidad pasada que da vida a la memoria: «Enamorado, Aroa,/ el polvo vuelve al polvo,/ pero esos ojos tuyos/ de las últimas tardes,/ esas aguas serenas,/ esos cielos callados,/ eran ya la belleza/ de dios, pequeña mía,/ y nos miraban». El dolor no se mitiga, pero gracias a la palabra poética se lo reinterpreta; se lo despoja de ese manto enfermizo que lo recubre y se muestra desnudo, acunable, podríamos decir, en el regazo de nuestra intimidad.
La poesía de Vicente Gallego, cada vez más despojada de retórica, busca la verdad no en los grandes acontecimientos, sino en la doméstica razón de su existencia, y esa verdad va acompañada siempre de belleza, pues, entre otras cosas, eso es lo que encontramos en esos versos breves, directos, misteriosos de puro sencillos, en los que la naturaleza no solo es el escenario, sino parte insustituible de la representación, belleza, ganas de vivir y aceptación existencial.
A pájaros y migas
Vicente Gallego
Visor, 2019
172 páginas
20€
Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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