El alegato político de Jorge Manrique
/por Rebeca Garrido/
En las Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique sentenciaba:
cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor
Eran los años 1476 y 1477. Enrique IV acababa de morir y la guerra civil asediaba Castilla. Y Jorge Manrique, que había apoyado a los Reyes Católicos en su conflicto dinástico, acababa de ser acusado de desacato por los mismos monarcas a los que había defendido junto a su padre, fallecido unos meses atrás. Una fuerte crisis existencial y de valores hostigaba al poeta, al igual que al resto de sus coetáneos.
El siglo XV: finalizar una era para comenzar otra
Habían transcurrido más de setecientos años desde que los árabes se instalaran en la Península Ibérica. Entretanto, los reinos cristianos se habían fortalecido y arrebatado tierras pertenecientes a los musulmanes, aunque también a los vecinos con los que compartían sangre y religión. Pero desde el siglo XIII Al-Ándalus (que ya no era Al-Ándalus, sino el reino nazarí) apenas se extendía por el territorio de Granada, mientras que el resto de la Península estaba dividida en cuatro reinos: Navarra, Portugal, Aragón y Castilla.
La leyenda de la Reconquista y la Cruzada tocaba su fin. Durante siglos, la guerra contra el musulmán se había presentado como el gran conflicto de los reinos cristianos, una contienda capaz de unificar aquello que el diálogo no lograba y un mensaje directo de Dios para proteger la verdadera religión. La imagen del caballero cristiano —al que atentamente observaban desde otros países de Europa— había nutrido historias y leyendas que se conocían por los cuatro reinos, de modo que cuando los Reyes Católicos expulsaron a los últimos miembros de la dinastía nazarí de sus tierras, muchos evocarían con nostalgia los años en los que la presencia del enemigo significaba tener un rumbo marcado y una dirección hacia la que dirigir sus vidas, ahora carentes de un sentido sacro y profundo.
La construcción de una sociedad moderna requería la superación del modelo feudal en el que se hallaba enquistada buena parte de la población. A mediados del siglo XV la alta nobleza había hecho gala de su poder con la decapitación de Álvaro de Luna, valido de Juan II, en la plaza de Valladolid. El rey había cedido a las presiones de quienes, debía reconocerlo, tenían más dinero y poder que él. La llegada de su hijo, Enrique IV, aumentó la capacidad de actuación de nobles hasta el punto de nombrar sucesor al hermano del rey, el infante Alfonso, por delante de su hija Juana —conocida como Juana la Beltraneja—. Ejemplo de ello sería la Farsa de Ávila: el 5 de junio de 1465 un grupo de nobles, en presencia del infante Alfonso, despojaba a un muñeco vestido de luto de sus atributos de rey: el arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo, le arrebató la corona; el marqués de Villena, el cetro; y el conde de Plasencia, la espada. Desnudo, el muñeco que representaba a Enrique IV fue lanzado al suelo al grito de: «¡Al suelo, puto!».
Los rumores sobre la paternidad de Juana y la supuesta homosexualidad del rey tampoco ayudaron, denigrando la imagen ya de por sí denigrada del rey. En las Coplas del Provincial se alude a la homosexualidad del rey, mientras que las Coplas de Mingo Revulgo son un duro ataque contra el desgobierno de Enrique IV, un rey incapaz de hacer frente al crecimiento económico y demográfico propio de las sociedades cambiantes.
Así, el poder real tenía escaso margen de maniobra. La alta nobleza estaba dividida entre el apoyo al legítimo rey, Enrique IV, y su hermano Alfonso. Con la muerte de este último en 1468, su hermana Isabel, futura Isabel la Católica, entraría en el juego, prosiguiendo con una guerra civil interminable (desde el Tratado de los Toros de Guisando en la sombra y más tarde de nuevo en el campo de batalla) y el hartazgo generalizado de una sociedad a la deriva.
Los caballeros, el ideal que se desmorona
Durante decenios los jóvenes, tanto hombres como mujeres, habían escuchado las historias de sus antepasados, leyendas que, evitando aludir expresamente a las guerras civiles que habían ocupado la mayor parte del tiempo de los reyes, exaltaban la lucha contra el enemigo externo que había conquistado la Península. De este modo, Granada venía a significar la parcela última de conquista necesaria para adquirir una identidad y un sentido.
Los protagonistas de esas historias poseían unos valores admirables (honra, valor, justicia o lealtad), unos atributos inexistentes en el panorama en el que en ese momento se desenvolvían sus descendientes. Apenas quedaba rastro de esa unión de los cristianos, sumidos ahora en luchas de poder por el control del reino. Para la construcción del Estado moderno que materializarían los Reyes Católicos era necesario atravesar una transición dolorosa que acabara con todo lo anterior. Quizás por ello, Ortega y Gasset llegó a afirmar que el siglo XV era «el más complicado y enigmático de toda la historia europea».
Jorge Manrique y su toma de partido
En medio de este clima de traiciones y confabulaciones nacía Jorge Manrique (1440-1479), perteneciente a una de las familias más poderosas de Castilla. Fue caballero de la orden de Santiago, pero, al igual que sucedería con sus coetáneos, ni él ni sus hermanos jugarían el papel tan trascendental que había jugado su padre, Rodrigo Manrique, en los conflictos internos de Castilla. Los Reyes Católicos se encargarían de ello.
En la lucha por la adquisición del trono, los Manrique apoyaron abiertamente a la princesa Isabel, luchando contra las tropas de Alfonso V de Portugal y Juana de Castilla y sus aliados castellanos. Pero en noviembre de 1476 Jorge Manrique presenció la agónica muerte de su padre Rodrigo en Ocaña como consecuencia de un cáncer. Indudablemente este hecho marcó profundamente a un todavía joven Jorge Manrique, quien probablemente compuso algunas partes de las Coplas durante aquellos meses de enfermedad.
Sin embargo, la guerra continuaba y Jorge Manrique mantuvo la misma política que había llevado a cabo su padre. En la primavera de 1477 acude a Baeza para ayudar a un viejo amigo de la familia, Juan de Benavides, en combate contra Diego Fernández de Córdoba. Jorge Manrique fue hecho prisionero y acusado de desacato a los Reyes Católicos, acontecimiento que le hizo replantearse los ideales por los que había vivido y luchado gran parte de su vida y que lo empujó, irremediablemente, a unirse a ese grupo de melancólicos que recordaba en la distancia como «cualquier tiempo pasado/ fue mejor».
En 1478, ya reconciliado con los Reyes Católicos, volvió al campo de batalla, en esta ocasión a combatir al marqués de Villena, uno de los instigadores de la farsa de Ávila y que ahora, paradójicamente, apoyaba a Juana. En abril del año siguiente fue herido en el asalto al castillo de Garcimuñoz, despidiéndose de la vida el 24 de abril en un campamento próximo.
Las Coplas o la salvación personal
Las Coplas a la muerte de su padre comenzaron a escribirse inmediatamente después de la muerte de Rodrigo Manrique y motivadas por la fuerte crisis personal que acarreó en su hijo, aunque algunas partes probablemente fueron compuestas durante la enfermedad o el cautiverio del poeta en Baeza. Son estas últimas estrofas las que contienen el pesimismo de un Manrique que cuestiona y duda y vacila ante el presente, extrañando de algún modo los ideales caballerescos perdidos y un mundo del que solo quedaban escombros.
De las reflexiones generales sobre la muerte («vemos lo presente/ cómo en un punto se es ido/ y acabado»), pasando por el ubi sunt o dónde están los reyes y nobles que hace no mucho poblaban la tierra (Juan II, los infantes de Aragón, el rey Enrique IV, el marqués de Villena), hasta el retrato moral de su propio padre, al que la propia muerte «vino […] a llamar/ a su puerta», Jorge Manrique había visto morir a muchas personas que conocía, pero también había visto morir unos valores, unos ideales y unas promesas de futuro que ahora eran humo. Por ello la Muerte habla a don Rodrigo en términos caballerescos, de igual a igual, recordándole que se ha ganado el cielo gracias a la cruzada emprendida contra los moros:
que los buenos religiosos
gánanlo con oraciones
y con lloros;
los caballeros famosos,
con trabajos y aflicciones
contra moros.
Pero las guerras que libraba Jorge Manrique no eran contra los musulmanes, sino contra los propios cristianos, y, aunque él no llegó a presenciar la expulsión de Boabdil de Granada, parecía haberse dado cuenta de que, a diferencia de sus antepasados, su tarea no se acercaba a la de esos nobles y valientes caballeros presentes en las leyendas y poemas épicos. Durante su juventud, su padre había luchado contra los moros; en su madurez, contra Álvaro de Luna; y ya, en su vejez, contra el rey de Portugal. Y aunque todo ello contribuía a la llegada de Isabel y Fernando al trono, la aportación tanto de su familia como de él mismo parecía haber sido olvidada por los nuevos soberanos, más teniendo en cuenta la germinación de estas estrofas durante su estancia en la prisión de Baena. Jorge Manrique tomaba así posición y defendía el viejo sistema feudal, un mundo que, le gustase o no, se desmoronaba y que los Reyes Católicos no estaban dispuestos a mantener. El poder real se izaba y la alta nobleza perdía las condiciones y beneficios políticos de los que había gozado hasta el momento. Ya no habría caballeros dispuestos a dar su vida por la fe cristiana, sino soldados pagados y mantenidos por la Corona. No volvería a haber señores que, desde sus castillos, controlaran y forzaran a los reyes, sino funcionarios estatales que obligarían a la alta nobleza a renunciar a sus pretensiones. No más orden feudal, sino un Estado moderno capaz de ejercer la fuerza en caso necesario. Porque el mundo en el que se había criado y que le habían descrito, sobre el que había leído y en el que creía vivir, no volvería a existir. Y en la cárcel de Baeza, encerrado entre abril y noviembre de 1477 a la espera de la decisión real que le liberaría o condenaría, Jorge Manrique comprendió que era demasiado tarde para hacer algo, porque la historia había dado un nuevo giro y, para prolongarse, exigía el sometimiento y la devastación de quienes negasen su progreso.
Rebeca Garrido (Orgaz, 1993) es graduada en periodismo por la Universidad Complutense y estudiante de filología hispánica por la Universidad Nacional de Educación a Distancia. En el año 2017 se trasladó a Venecia para cursar un año en la Università Ca’Foscari con una beca Erasmus. A caballo entre Madrid y Orgaz, reside en su pueblo toledano. Ha colaborado con diversos medios (ABC, Pinneal Magazine, El ático de los gatos), así como en la antología De viva voz: Antología del Grupo Poético los Bardos. Tiene una página web y un canal de Youtube dedicado a la difusión cultural e histórica.
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