La Gran Oscuridad
/una crónica histórica de Israel Llano Arnaldo/
Canadá es uno de esos países cuya sola mención hace pensar en buenos derechos sociales y laborales. La nación canadiense suele aparecer destacada en los noticiarios como un exponente de solidaridad internacional cada vez que se produce un desastre natural o una crisis migratoria. Su nivel de vida es alto y su renta per cápita, una de las más grandes del del mundo a pesar de tratarse de un país donde la orografía y el clima no son, en absoluto, favorables. Es habitual encontrarlo en los puestos más altos de las listas que elaboran las fundaciones que se ocupan de velar por los derechos humanos como uno de los países más respetuosos en ese campo y su puntuación democrática en el indicador de The Freedom House es de 99 puntos sobre 100. De hecho, es una de las democracias modernas más antiguas y asentadas del mundo, con una composición territorial federal formada por diez estados y tres territorios autónomos, cada uno de ellos gobernado por un primer ministro. Su completa independencia de Gran Bretaña no se produjo hasta 1982, aunque, formalmente, Canadá sigue siendo una monarquía parlamentaria, con la reina Isabel II como jefa de Estado, vestigio de su pasado colonial. Pero la historia de Canadá también incluye episodios sombríos que chocan con esta idea edénica instalada en el imaginario popular. Uno de ellos tuvo lugar a mediados del siglo XX en el estado de Quebec durante el mandato de Maurice Duplessis, y es conocido como la Gran Oscuridad.

Le Chef
Maurice Duplessis había tenido un primer período como primer ministro entre 1936 y 1939, pero su confirmación definitiva en el poder llegó en 1944, cuando volvió al cargo para ya no abandonarlo hasta su muerte, ganando consecutivamente todos los comicios a los que se presentaba con pasmosa facilidad. Económicamente, fue una etapa de auge, impulsado por el sector industrial de posguerra, aunque Duplessis centró sus miras en el ámbito rural, que era donde basaba sus reelecciones, concediendo créditos agrícolas en detrimento de las zonas urbanas, argumentando que Quebec seguía siendo una región eminentemente agroganadera.
También se caracterizaba por su firme anticomunismo, emitiendo leyes que prohibían imprimir panfletos o periódicos relacionados con esta ideología, por las prácticas caciquiles, la oposición a cualquier proyecto de seguridad social, por la represión sindical, por su firme rechazo al independentismo quebequés, escaso en esos momentos, y un profundo conservadurismo y marcado catolicismo.
Además de los grandes terratenientes y de su partido Unión Nacional, el mayor pilar en el que apoyó su mandato fue la Iglesia católica, que en muchas ocasiones llegó a pedir el voto para él abiertamente. Su ultraconservadurismo casaba con la opresora influencia que sobre los quebequeses poseía el catolicismo en la primera mitad del siglo XX. Su facilidad para ganar unas elecciones tras otras y su particular estilo oratorio, que puede tacharse sin problema de populista, hizo que se le conociera sencillamente como el Jefe.
Duplessis fallecería en 1959 a los 69 años debido a un derrame cerebral y aún en posesión de su cargo, que había ostentado ininterrumpidamente durante sus últimos quince años de vida. Nadie sospechaba que, muchos años después de su muerte, cuando había sido enterrado con todos los honores, se destaparían varias ignominiosas maniobras que supondrían uno de los mayores, y más acallados, escándalos en los que se haya envuelto la Iglesia católica y la ejemplar democracia canadiense.

Los silenciados
Durante el primer mandato de Maurice Duplessis, en 1937, a petición de las autoridades católicas, se habían abierto en Quebec una serie de orfanatos regentados por diversas órdenes religiosas, que completaban los ya existentes. Eran estas instituciones religiosas las que debían encargarse del sustento y la educación de los huérfanos, tal como contemplaba la ley, que también dictaba que el mantenimiento y cuidado de orfanatos o las residencias de ancianos eran cometido exclusivo de las instituciones católicas. De esta forma, Duplessis respondía a las llamadas a la caridad cristiana que le pedían los altos representantes de la Iglesia; una Iglesia que a su vez también ejercía una fuerte presión sobre la beata sociedad quebequesa que se traducía, por ejemplo, en el rechazo hacia los embarazos extramatrimoniales, que conllevaba el desprecio hacia la madre soltera. A las embarazadas solteras, ricas o pobres, conocedoras de esta realidad, sólo les quedaba acudir a estos orfanatos, donde las religiosas les prestaban amparo durante su embarazo y el parto, ya que también disponían de personal médico. En muchas ocasiones pasaban discretamente toda la gestación recluidas dentro del recinto hasta que daban a luz y allí abandonaban al niño, dejándolo al cargo de las monjas. Por supuesto, de acuerdo con las normas que la Iglesia había puesto a sus instituciones de caridad, no se permitía a las mujeres divorciadas o de otras creencias dejar allí expósitos y en ese caso debían cargar con el señalamiento público, aunque muchas veces las religiosas hacían la vista gorda. No obstante, a los orfanatos también llegaban niños abandonados debido a condiciones de pobreza, delincuencia o muerte accidental de los padres.
Una vez que las mujeres daban a luz, eran las monjas quienes se hacían cargo de los pequeños con el objetivo teórico de, posteriormente, encontrarles alojamiento en una familia acomodada; pero, debido al crack del 29 y a la subsiguiente crisis, las familias dispuestas a acoger adopciones no eran suficientes y la mayoría de los niños se quedaban en las instituciones durante toda su infancia hasta alcanzar la edad adulta.
La cantidad de huérfanos comenzó a ser insostenible y las religiosas, incapaces de mantener a tantos niños en condiciones dignas, acudieron a Maurice Duplessis en busca de ayuda. En los años cuarenta y cincuenta, el Gobierno central de Canadá concedía una ayuda de 2,75 dólares al día por paciente para los hospitales psiquiátricos, mientras que para los orfanatos esa cantidad era tan sólo de 1,25. Duplessis, con el único fin de aprovechar esas ayudas, ideó una argucia legal por la que convirtió la mayoría de los orfanatos en hospitales psiquiátricos. En estos, no era obligatorio dar una educación a los niños y, además, podían trabajar en el propio mantenimiento de las instituciones sin infringir ninguna ley contra el trabajo infantil. Todo ello con la complicidad de las altas autoridades eclesiásticas, que eran las que gestionaban los orfanatos y que se llenaron los bolsillos con las subvenciones estatales.
Gobierno e Iglesia contrataban a médicos a los que incitaban a falsear informes sobre los estados de esos huérfanos abandonados, que eran diagnosticados con enfermedades mentales a pesar de estar completamente sanos. Pero a veces no resultaba suficiente por el problema que suponía que las autoridades de Ottawa enviaban a comprobar periódicamente que el dinero enviado se destinaba efectivamente en la cura de enfermos mentales. Muchos jóvenes fueron sometidos entonces a curas y tratamientos psquiátricos que no requerían, vejaciones, lobotomías, electroshocks; a pasar su vida con una camisa de fuerza o a vivir recluidos en una celda acolchada. Aunque esos niños nacían o llegaban a los orfanatos con buena salud mental, su estancia en los hospitales de Duplessis, hacía que sus facultades psicológicas y físicas fueran disminuyendo y, una vez adultos, la mayoría sufrió realmente de problemas importantes, tanto de salud como de adaptación social. Además, los abusos sexuales y los maltratos por parte de religiosos y personal médico fueron frecuentes, así como la utilización de los pacientes como conejillos de indias para probar peligrosos fármacos experimentales. Dentro de aquellas paredes se vivía el horror más absoluto.
Denuncia y perdón
Tras el fallecimiento de Duplessis, la Unión Nacional se hundió electoralmente y llegó al poder el Partido Liberal de Jean Lesage, que se convirtió en primer ministro de Quebec. Con su llegada se afianzaba lo que se ha denominado la revolución tranquila. El Estado comenzó un proceso de secularización y a aplicar políticas económicas más modernas que aprovechaban de forma más racional la gran industria que poseía, a la vez que se alejaba del ultraconservadurismo de la primera mitad de siglo.

Durante la revolución tranquila, los opositores a Duplessis comenzaron a referirse a su gobierno como la Gran Oscuridad. Curiosamente, no por las torturas y perversidades acaecidas en los oscuros orfanatos reconvertidos en manicomios, supuestamente desconocidos en ese momento, sino por el retraso social y el excesivo puritanismo propio de aquellos años. Al descubrirse el escándalo, la expresión Gran Oscuridad sirvió entonces para referirse al infame episodio de los sanatorios mentales.
En la década de los años noventa se produjo la primera denuncia de afectados por las prácticas en los manicomios quebequeses durante los cuarenta y los cincuenta. Aquellos niños torturados, ahora adultos, se agruparon en una asociación llamada Huérfanos de Duplessis e iniciaron un largo y complejo proceso judicial y de denuncia pública para que se reconociera la culpabilidad del estado de Quebec, del Colegio de Médicos y de la Iglesia católica. Además, les exigían una disculpa oficial y una indemnización económica.
Los huérfanos internados en hospitales mentales injustamente se estimaron en unos veintiún mil, de los cuales tan sólo llegaron hasta los años noventa aproximadamente tres mil. La inmensa mayoría se habían quedado por el camino debido a suicidios, drogas, exclusión social o las secuelas de las prácticas médicas de las que fueron víctimas.
Era 1992 y, en ese momento, el Gobierno de Quebec dio largas a la asociación y los tribunales no accedieron a las apelaciones. Pero en 1997 una petición del Defensor del Pueblo devolvió a la palestra y alcanzó su máximo foco de atención cuando los medios de comunicación se interesaron por el caso. En 1999, el Gobierno pidió perdón público y ofreció a los afectados tres millones de dólares de compensación colectiva, ninguna individual, que no satisfizo a la asociación que, a su vez, seguía esperando las disculpas del Colegio de Médicos y de la Iglesia católica. Un año después, con la opinión pública canadiense del lado de los huérfanos, el Gobierno ofreció otra indemnización, esta individual, de 10.000 dólares y 1000 dólares adicionales por cada año que el huérfano hubiera pasado en el hospital: unos 25.000 dólares por persona. El grupo contraofertó con la suma de 50.000 por persona, pero fue rechazada.
Finalmente, en 2006, el Gobierno accedió a pagar 26 millones de dólares en compensación por las vejaciones, humillaciones y daños provocados a aquellos niños, pero a cambio, la asociación debía comprometerse a firmar una cláusula por la cual se negaban a pedir cualquier tipo de indemnización económica a la Iglesia católica. Con el acuerdo se cerró el caso en los tribunales. A pesar de que se han abierto procesos internos para estudiar el caso, la Iglesia nunca ha pedido perdón oficialmente por aquellos pecados.
Israel Llano Arnaldo (Oviedo, 1979) estudió la diplomatura de relaciones laborales en la Universidad de Oviedo y ha desarrollado su carrera profesional vinculado casi siempre a la logística comercial. Su gran pasión son sin embargo la geografía y la historia, disciplinas de las que está a punto de graduarse por la UNED. En relación con este campo, ha escrito varios estudios y artículos de divulgación histórica para diversas publicaciones digitales. Es autor de un blog titulado Esto no es una chapa, donde intenta hacer llegar de forma amena al gran público los grandes acontecimientos de la historia del hombre.
0 comments on “La Gran Oscuridad”