Giulino di Mezzegra
El Estado anacional: ¿una utopía posible?
/por Pablo Batalla Cueto/
Lo estudiábamos en secundaria: los siglos XIX y XX fueron los siglos de la nación. Eclosionado al calor de la Revolución francesa, esparcido después a toda Europa por los ejércitos de Napoleón o germinado autóctonamente en contra de ellos aquí y allá, el torbellino nacional atraviesa la contemporaneidad toda con su fanfarria solemne y colorista de himnos y banderas. Nada caracteriza a las dos últimas centurias como la nacionalización del mundo; nada como la rapidez y completitud asombrosas con que se hizo sentido común el principio —que antes había sido disparatado— de que la humanidad se divide en naciones herméticas y cada una de éstas debe disponer de su propio Estado. Debían unirse las naciones divididas; debían cuartearse los imperios multinacionales; y la edad contemporánea suena al ruido de mil demonios de esas construcciones y derruciones. Todo por la nación, nada contra la nación, se ha dicho y se ha creído; y ha sido la nación uno entre varios, pero el principal, de los dioses seculares de este tiempo de religiones laicas, y también el ganador: hoy, cuando la clase social y otras opciones agonizan como contendientes en esa competición entre dioses posibles, la nación conserva toda su lozanía y la reverdece. Como antes la religión, configura nuestra visión del mundo, nos troquela el alma y no sólo se le rinde culto en celebraciones grandiosas, sino que también permea sutil, inadvertidamente a veces, hasta los instantes más insignificantes de nuestra vida cotidiana, como el sociólogo británico Michael Billig dejó demostrado en un ensayo clarividente titulado Nacionalismo banal.
Las viejas amas de casa cocinaban rezando credos, y hoy también el credo nacional es medida y metrónomo del espacio y del tiempo, a veces hasta extremos de los que no advertimos lo disparatado: sucede por ejemplo —y de esto fue Billig quien nos hizo darnos cuenta— que los mapas meteorológicos que se exhiben en televisión muestran el tiempo que hará en la nación propia, pero no el de la vecina incluso aunque ésta caiga completamente dentro del encuadre, como si las borrascas y olas de calor entendieran de fronteras. Sucede también que ni los mejores hombres y mujeres de ciencia quedan libres del nacionalismo metodológico consistente en sobrerrepresentar, en sus investigaciones sobre lo global, las cosas y ejemplos de la nación de la que proceden. Hay pulseras e insignias del color nacional donde antes rosarios, escapularios y estampas consagradas al santo venerado; las fiestas nacionales marcan el compás del calendario industrial como las religiosas lo hacían con el agrícola y hay agnósticos, ateos y anticlericales de la nación como de ella hay también fanáticos y fundamentalistas (pero con sus ateos suele suceder lo que Luis Buñuel decía que ocurría con los de la religión: son insoportables, porque siempre están hablando de Dios). Por otro lado, la nación, como la religión, tiene debes pero también haberes: recipiente vacío, ha vehiculado barbarie muchas veces, pero ha sido pebetero del fuego de la emancipación en otras ocasiones; ha tenido y tiene opusdeístas y teólogos de la liberación; obispos Lefebvre y curas guerrilleros; también fes del carbonero y teologías complejas. Pero en última instancia, sucede con ella (con la nación, con cualquier nación) lo que con Dios cuando se la somete al escalpelo de la verificación científica: se revela entonces de ella que existe como existen las engañifas que, a fuerza de ser creídas, modifican nuestro comportamiento y en consecuencia adquieren una cierta realidad, pero una realidad ilusoria; la de un placebo, la de la homeopatía. La de la dicha alucinógena de un colocón de opio.
De la polis ateniense peroraba Pericles que se consagraba a la verdad, al bien común y a la belleza; y la polis moderna que es la nación siempre es bella —bellas se las hace siempre— y ha sido capaz en ocasiones, diosa útil como el profesor Álvarez Junco dice que es, de servir al bien común, pero nunca ha sido verdad. Tampoco ha cumplido nunca en realidad la tríada revolucionaria francesa: ha igualado siempre y ha fraternizado en ocasiones a los individuos, pero si los ha liberado a veces, lo ha hecho sólo para amarrarlos a una nueva correa. Y ésta ha sido asfixiante o lene, conscriptora o contempladora de la objeción de conciencia, pero siempre está ahí, necesaria, perenne, insoslayable, reconviniendo, ya con severidad punitiva, ya con sólo una malhumorada permisividad, pero reconviniendo al fin y al cabo, a quien ante la música militar nunca se supo levantar o profesa indiferencia hacia victorias deportivas, excelencias gastronómicas o cualesquiera otros orgullos de clan. De la diosa nación, hay Estados uni- y multiconfesionales, pero todos tienen una o varias naciones oficiales. Hay Estados multinacionales, pero ninguno anacional.
La sola palabra parece absurda; definirla, complicado, aunque posible: sería anacional un Estado que tratara al fenómeno nación como hoy tratan el religioso los más avanzados de Occidente (entre los cuales, a este respecto concreto, no se cuenta España), esto es, como un respetabilísimo sentimiento del ámbito privado en el que el Estado no debe inmiscuirse, pero del que ha de estarse alerta de cualquier intento de adueñarse del propio Estado, y aplastarlo. En el Estado anacional, cada cual se sentiría parte de la nación que quisiera (en nuestro caso, de la española, de la catalana, de la tabarnesa, de la berciana, de cualquiera que pudiera concebirse) y no se privilegiaría oficialmente a ninguna sobre las demás, concibiéndose a sí mismo el Estado como nada más —pero nada menos— que un prestador de servicios y un garante de derechos. Grande, fuerte, porque grande y fuerte ha de ser el Estado: no es una utopía anarquista o neoliberal lo que aquí barruntamos. Más pequeño que el mundo, porque sí es irrealista el sueño de un Estado mundial, que ofrezca ventanilla única a lisboetas y tokiotas, a bonaerenses y teheraníes. Pero no amalgamado por el engrudo de la nación, sino nada más que por el del derecho; por algo así como el patriotismo constitucional que teorizara Dolf Sternberger y difundiera Jürgen Habermas en una Alemania que buscaba justamente una nueva identidad descontaminada del nacionalismo que la había conducido, y había conducido al mundo, al horror de dos guerras mundiales y un Holocausto.
Es, sí, todavía inimaginable un Estado tal que ése, pues no lo es ni siquiera Alemania; lo es una España sin desfiles militares del doces de octubre o una Cataluña sin diadas, pero también debió de parecérselo el Estado laico a los primeros propositores de la separación entre la Iglesia y el Estado en un tiempo en que los soberanos lo eran «por la gracia de Dios» y hasta la avanzadísima Constitución española de Cádiz, pionera del sufragio universal masculino, proclamaba en su artículo 19 que «la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera»; o la República aun a los primeros demócratas, cuya imaginación sólo alcanzaba a despojar de poderes al monarca, y no a su deposición. En cualquier orden, también la imaginación tiene ventanas Overton más allá de cuyos quicios no puede asomarse, pero que sí puede ir ensanchando poco a poco. Se ha contado alguna vez, y es probable, que la joven Angela Merkel, cuando estudiante universitaria en la Alemania oriental, abogaba por un socialismo democrático: la imaginación opositora erredeana no llegaba más allá (y qué bueno hubiera sido que la realidad tampoco). Quizás hoy nos suceda eso con la nación: hoy somos capaces de pasteurizarla y de desnatarla, pero no de renunciar a su consumo, ni de beber el café estatal sin ella por más que se nos diga que en realidad lo estropea, mas lo seremos algún día de, como los buenos cafeteros, ingerirlo solo y sin azúcar.
Ha de llegar el día. De lo que se trata, en fin, es también en lo nacional de algo que defendía Camilo José Cela: que cada uno se corra como pueda.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ y actualmente está a punto de publicar el segundo, La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.
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