Hablemos del maíz en España (1): su expansión y consecuencias

Francisco Abad Alegría traza la historia española del cereal americano.

Hablemos del maíz en España /1

Su expansión y consecuencias

/por Francisco Abad Alegría/

Los dioses americanos del maíz rindieron su tesoro antes que a Cortés a Colón; los diablos pálidos venidos de oriente difundieron el benéfico cereal por el mundo no americano, empezando por su patria española ya en el segundo viaje del Almirante de la mar océana. Y es que el cereal ya había colonizado las áreas caribeñas insulares y continentales litorales a partir de su presencia hegemónica mesoamericana. Cierto que el maíz que conoció e importó Colón, aunsiendo un auténtico gigante con respecto a los cereales que se cultivaban en nuestras tierras, era de granos sensiblemente más pequeños que los actuales, con variedades multicolores (que aún existen al otro lado del Atlántico y ahora se cultivan como rareza o capricho en España, por ejemplo, para hacer pajaretas o maíz inflado o para algunos platos decorativos de nuevas cocinas, de dudosa utilidad salvo la cromática dentro del lienzo del plato) y mazorcas (o panochas) también más pequeñas y con menor cantidad de grano (E. Messer: «Maice», en F.K. Kiple, K.C. Ornelas [eds.]: The Cambridge world history of food, Cambridge University Press, 2000, vol. 1, pp. 97-112). La expansión del maíz americano se registra ya hace unos ocho mil años, aunque existen vestigios de semillas arcaicas del cereal muchísimo más antiguas (más de sesenta mil años) localizadas en la cueva de Guila Maguz, cerca de Oaxaca. Parece que una hibridación fortuita en áreas próximas al Titicaca, por la especie teosinte, dio lugar al maíz que luego se expansionó con tal éxito que facilitó la gran explosión demográfica mesoamericana y pericaribeña (M. Toussaint-Samat: Historia natural y moral de los alimentos, vol. 2: La carne, los productos lácteos y los cereales, Madrid: Alianza, 1991, pp. 125-134).

Diosa Xilonen del maíz naciente

La llegada a Occidente

Su cultivo se difundió paulatinamente en diversas zonas españolas durante el primer tercio del siglo XVI, aunque no llegó a tener auténtica importancia agrícola y económica, como prueba que la monumental obra de Herrera ni lo menciona en 1513 (A. Herrera: Agricultura general, Madrid: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1981). En 1530 ya existían plantaciones de maíz en territorios de Ávila y Madrid y se aclimató en algunas zonas de Andalucía. Desde el principio se consideró un alimento adecuado para el ganado y no demasiado recomendable para el humano. Los cultivos iniciales, de considerable requerimiento de humedad, acabaron empujando al cereal sobre todo hacia tierras septentrionales, donde se hizo habitual, confeccionándose tortas ácimas, incorporándolo molturado al trigo para hacer un pan mixto pesado o proporcionando la base para hacer gachas con su harina, desde principios del siglo XVII. En el siglo XVIII el cultivo ya estaba bien asentado en toda la España húmeda septentrional y regadíos de Aragón, Cataluña, Murcia y Valencia, conviviendo parcialmente con otros cereales tradicionales (E. Terrón: España, encrucijada de culturas alimentarias, Madrid: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1981, pp. 82-85). En paralelo con tal expansión, el maíz llegó a zonas de influencia hispana norteafricana y básicamente mediterráneas, como Venecia, Egipto y lo que hoy es Líbano (Toussaint-Samat: o. cit., p. 137).

Implantación agrícola real en la España anterior al siglo XX

Aunque los datos son muy parciales, porque se refieren únicamente a un territorio, Aragón, el momento que reflejan, mediados del siglo XVIII, y el medio geográfico en que se generan, con amplias zonas cerealísticas y también montañosas húmedas, emulan una síntesis o parque de pruebas de la importancia real del maíz ya plenamente asentado en los cultivos nacionales. Y con ese punto de partida, Asso (I. Asso: Historia de la economía política de Aragón [edición tipográfico-facsímil sobre el original de 1798], Zaragoza: Guara, 1983, pp. 76-79 y 113-114) recoge datos interesantísimos sobre la cosecha global aragonesa de maíz en el año 1782. De maíz se recogieron 23.794 cahices (el cahíz es una medida de grano que en las distintas comarcas históricas aragonesas oscila entre 32 y 38 litros, que se medían mediante almudes de madera) mientras que las cosechas de cereales panificables fueron de 1.039.913 de trigo, 671.330 de centeno, 433.326 de cebada y 131.424 de avena. Es decir, que el maíz supuso el 1% del total de la cosecha cerealística. Ello explica por qué el empleo de este grano tenía escaso peso en las costumbres alimentarias tradicionales del recetario popular aragonés; más aún si se tiene en cuenta que buena parte de él iba destinada a la alimentación animal, pero fuerza es reconocer que lo propio ocurría con la avena y la cebada, aunque en menor proporción. Está claro que la panificación o la confección de tortas diversas predominaban claramente en las cocinas populares sobre el empleo de maíz, también para la confección de gachas o farinetas como de tortas hechas al rescoldo, al estilo de las arepas americanas o los talos vascongados y santanderinos.

Mazorca de maíz

El problema de la confusión terminológica

Es reconocido que muchos términos que remiten a productos importados o que se generalizan sobre la base de un empleo similar de otros semejantes, pueden ocasionar auténticos problemas terminológicos. Algo parecido a lo que pasó con  la confusión entre pataca, patata, triunfa, trunfa y trufa, lo que dio origen a interpretaciones a veces inexactas, otras disparatadas, de la confección, por ejemplo, de la tortilla de patata, que se atribuye como primicia a un cocinero belga (Lancelot de Casteau) que ni llegó a conocer la auténtica patata. La sustitución, limitada, de algunos cereales tradicionales por maíz, es claramente causa de confusión onomástica, ya que el pueblo llano acaba adoptando al recién llegado (el maíz) con nombres de otros cereales previos, como mijo, panizo o trigo sarraceno, creándose en algunas fuentes escritas un auténtico galimatías de nombres (P. García Mouton: «Los nombres españoles del maíz», Anuario de Letras: lingüística y filología, 24 [1986], pp. 121-146).

Por ejemplo, el Diccionario de Autoridades (Diccionario de Autoridades, 1734, tomo IV, voz maíz) dice que «el maíz es cierta especie de panizo, que produce tallos altos, y en ellos echa unas mazorcas llenas de granos amarillos o roxos, redondos y más pequeños que garbanzos; de los quales molidos se suele hacer pan». El vigente Diccionario de la Real Academia parece seguir contribuyendo a la confusión, verosímilmente con afán histórico-didáctico, cuando da cuatro acepciones a la palabra borona (que corresponde a la denominación antigua del muy antiguo mijo, que son: mijo, maíz, pan de maíz y miga de pan [americanismo]). La implantación del nuevo cereal dio problemas terminológicos en la vieja Galicia, donde acabó llamándosele con el nombre del secular mijo (millo), haciendo, eso sí, distinción entre el mijo de grano pequeño tradicional (millo miudo) y el de grano grueso (millo graúdo), que corresponde al maíz (A. Malón Ruiz de Gordejuela: «Tipología del hórreo gallego», Estudios Geográficos, 22 (1961), pp. 105-110). El ya citado aragonés Ignacio J. de Asso, asume mucho más al este de España una nomenclatura de hecho como algo perfectamente normalizado (y que en medios rurales, aún sabedores de qué se habla, sigue empleándose):

El maíz, que acá llamamos panizo es una producción de este Reino mucho mas antigua de lo que muchos creen, fundados en ser una planta originaria de América, pero lo es igualmente de la India Oriental, de donde se comunicó à los Arabes de Egipto, que la traxeron à España. Mientras documentos del siglo XII. hablan yá del panizo, como se vé en la Escritura de dotación de la Iglesia de Almonacid otorgada por D. Ximeno Cornel en 1184, donde la adjudica la decima del panizo, mijo y lino. El mijo es otra de las semillas que se cultivaban en Aragon asi en Zaragoza, como en Huesca, y en otros partidos, que se hace frequente memoria en las Escrituras de la media edad. Actualmente no se siembra en el termino de esta Capital (Asso: o. cit., p. 63).

El dr. Eloy Terrón lo vuelve a explicar a propósito de la implantación del maíz en nuestras tierras, con claridad inequívoca:

[El maíz] es lógico que se difundiera muy rápidamente por su parecido con el mijo y el panizo, así como por la semejanza de usos, pues, lo mismo que el panizo, el mijo, el sorgo y el trigo sarraceno, la harina de maíz era muy apropiada para hacer gachas y como aquellos no servía para hacer pan, porque no fermentaba; hasta tal punto se identificaba con estas plantas, que el grano de maíz, aún siendo muy diferente…asumió los nombres de aquellos: millo (mijo) en Galicia, panizo en Aragón y Murcia, borona en Asturias y, según algunos autores, en el País Vasco (E. Terrón: España, encrucijada de culturas alimentarias, Madrid: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1992, p. 81).

En resumen, que diferentes cereales no panificables confundían sus nombres en función de su entorno y empleo: mijo (Panicum millarium), panizo (Setaria itálica) y maíz (Zea mais). Y eso hay que tenerlo muy presente a la hora de valorar escritos culinarios históricos. Ejemplo paradigmático podría ser la afirmación de algunos autores que aseguran que las alubias ya habían llegado a España traídas por los árabes (¡cómo no!) antes de su importación desde América, cuando en realidad las legumbres a que se refieren los textos andalusíes, por cierto con escasa presencia, son las denominadas al-lubiya, correspondientes a la Vigna unguiculata y Dolichos melanophtalmos, muy alejadas de las americanas Phaseolus (M. Carravedo Fantova, C. Mallor Giménez: Variedades autóctonas de legumbres españolas conservadas en el Banco de Germoplasma de Especies Hortícolas de Zaragoza, Zaragoza: Gobierno de Aragón, 2008, pp. 48-49).

Relieve de maíz, Museo de Antropología de México

Alimento de pobres (y animales)

Dicho sea con toda intención. Porque, como ocurrió en el principio de la historia de las patatas, cerdos, gallinas, mulas y… personas de humildísima condición, es decir, pobres, se aprovecharon del nuevo cereal tempranamente. La mejor prueba de la ligazón de la pobreza de los cultivos de un producto es siempre la de los impuestos, en la que desde tiempo antiguo compiten en rapacidad los señoríos de todo jaez, los reyes y los dignatarios eclesiásticos, que añadieron motu proprio desde los albores del poder eclesiástico (no eclesial) el mandamiento grave de la tributación de diezmos y primicias. Vamos, que para variar, la masa sometida (por fuerza, nacimiento o conciencia) acaba pagando a la minoría dominante. Ya se sabe: la herencia del igualitarismo social ha hecho que la ciudad del mundo donde más millonarios viven es Moscú, después de Nueva York. Don Nicolás Maquiavelo se revuelve en la fosa, convulsionado por las carcajadas, recordando su propia expresión: «Quien teniendo poder no abusa de él, será despreciado por el pueblo».

Pues bien, además de alimento de familias con mini-mini-fundios para sobrevivir (el maíz se puede plantar en la ladera de una colina, roturando con laya manual en angostas hiladas) el maíz era objeto de una muy relajada inspección tributaria, de modo que tanto señores civiles como jerarcas aclesiásticos, hacían a menudo la vista gorda sobre la tributación de magras cosechas de nulo interés económico, a diferencia de los cereales panificables. Además, como alimento de pobres y animales, en sus principios, no merecía la atención de las clases poderosas y consecuentemente de mayor cultura, que eran las únicas que encomendaban poner por escrito las recetas culinarias que con él se podrían confeccionar; así se expresaba en pleno siglo XVIII,  Martínez Quesada, de Extremadura, y su testimonio es fielmente recogido por Terrón (Terrón: o. cit., p. 89).

Eso ocurrió durante largos años, hasta que nuestra última guerra civil del siglo XX, tan proclive al fraternal asesinato como las cuatro precedentes del mismo periodo, puso las cosas serias en materia de alimentación. Dice Terrón, con su enorme carga erudita e impecable estilo literario que «curiosamente, durante los años del racionamiento fue cuando la gente, antes acostumbrada a la borona, empezó a comer pan de trigo, hasta el punto de que, desde mediados de la década de los cincuenta, los campesinos gallegos, asturianos, santanderinos y de algunas comarcas más atrasadas del país vasco-navarro dejaron de alimentarse básicamente de maíz y empezaron a consumir en general pan de trigo» (ibídem, p. 92). Y ahí le traiciona el inconsciente a don Eloy, porque olvida que el Servicio Nacional del Trigo, fundado en plena guerra por el incipiente régimen en 1937 centralizó la compra, regulación de precios y distribución de cereales panificables, fundamentalmente trigo, adquiriendo de inmediato las cosechas de los pequeños o grandes agricultores, de forma obligada, a un precio tasado y con pago casi inmediato, de modo que la carestía de la población fuese la menor posible y los agricultores no desistiesen de su empeño laboral. El Servicio Nacional del Trigo (SNT) pasó a Nacional de Cereales (SNC) en 1968, cesada la mayor necesidad y a Nacional de Productos Agrarios (SENPA) en 1971, para luego subsumirse en la actividad ministerial correspondiente (C. Barcela López: La financiación del Servicio Nacional del Trigo (1937-1971), Madrid: Banco de España, 1981). Le traiciona a don Eloy la peripecia personal vital y política, pero la realidad es que un cataclismo bélico modificó los hábitos alimentarios de toda una nación, como ocurre frecuentemente. Si tienen un rato libre, echen un vistazo al listado de patrocinadores del SNT procedentes de la banca privada y verán qué divertido es contemplar la intuición bancaria sobre quién resultaría victorioso en la contienda civil: auténticos linces.

El maíz no tratado por alcalinización (nixtamalización) como hacían los indígenas mejicanos con una lejía de cenizas, o tostado y hervido o fermentado en forma de bebida alcohólica (Ronderos Valderrama, 1999), chicha, carece de niacina (vitamina B3, ácido pantoténico). La ausencia de esta vitamina produce la pelagra, que se denominó mal de la rosa por las lesiones eritematosas que produce en la piel, al tiempo que provoca degeneración digestiva y nerviosa, abocando a la muerte; la especial virulencia de esta avitaminosis en Asturias, a finales del siglo XVII y principios del XVIII, por causa de una alimentación apoyada fuertemente en el maíz no alcalinizado hizo que se denominase a la enfermedad lepra de Asturias. La pelagra fue importante para dos cosas: la primera para dedicar la mayor parte de la producción de maíz a la alimentación animal (los herbívoros son capaces de tratar el maíz crudo en su tubo digestivo, obteniendo niacina), disminuyendo de forma importante el consumo de maíz ente los humanos, que lo preparan en forma de gachas o panes en cantidades modestas; la segunda, con la carencia alimenticia que tal restricción supuso, preparar por pura hambre de lustros la incorporación masiva de la patata, décadas después.


Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).

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