Calendario (24)
Almas adormecidas
/por Avelino Fierro/
Notas del cuaderno de viaje (1)
«El hombre que escribía en los trenes». Podría ser un buen título para algo: mi próximo volumen de diarios, un poema, una felicitación navideña para los empleados de la compañía del ferrocarril… Una novela, incluso. Simenon tiene una que responde al nombre de El hombre que miraba pasar los trenes. Valcárcel Medina, nuestro artista conceptual, vino hace años a dar una charla a la ciudad y luego pidió que se le localizaran unos exteriores desde los cuales pudiera ver pasar los convoyes. De allí sacó sus impresiones, notas y conclusiones que conformarían un proyecto, registro, intervención… que acabaría expuesto en alguna galería o museo. Yo también viajo hoy a la capital para ver una exposición. Los trenes siguen siendo para mí en blanco y negro, rebosantes de silbidos y mucho humo. Todavía siento algo de aquel asombro infantil: viajar en tren era lo más parecido a la aventura. Frente a mi casa estaba la vía, y había una presa que llegaba a las lomas, y prados, árboles, animales pastando. Chicas en uniforme que subían hacía el colegio. Una escombrera con lagartijas y ratas que cazábamos con flechas armadas con viejas varillas de paraguas. Hace unos días he comenzado a leer los diarios de Julio Ramón Ribeyro. Describe el escritor peruano aquel viaje en 1953. Emociones y sorpresas en cada kilómetro recorrido. No durmió en toda la noche, paseó y paseó con su amigo Leopoldo Chariarse desde la locomotora al último vagón, charlando con los pasajeros, bebiendo vino, descendiendo en todas las paradas. Recorría por primera vez tierra europea…
Estos momentos del viaje hacen que se desate en mí la escritura, se parecen en algo a los viernes por la tarde en los que me gusta escribir. Esa predisposición estará motivada por esta habitación propia, saber que uno dispone de cierto tiempo y tranquilidad. Y el motivo —como el de un pintor— son los viajeros, las conversaciones, el paisaje. Y esta luz especial de acuario, ambarina, como si estuviéramos conservados o solidificados en un magma, en miel o en cera, como pequeños mamíferos o insectos (o paquidermos: lo digo por ese pasajero de dos filas más allá que rebosa de su asiento por todos los lados). El paisaje es ocre, muy distinto del de tonos verdosos que veíamos hace pocas semanas desde la ventanilla del tren de vía estrecha que nos llevó hacia el norte. Hoy, estos campos no me dicen nada. Quizá si una avería nos tuviera un buen rato a la intemperie, en el exterior, podría escucharlos. Dice Charles Wright, en Cicatriz —uno de los libros que llevo conmigo— que al paisaje se le oye en sueños, o en boca de los oráculos o en remolinos de viento. El creyó oír una vez un susurro en las estribaciones de los Dolomitas. Una noche, una voz confusa; no se acuerda muy bien. Dice que es necesario que haya una grieta en la membrana para que entre un soplo como un suspiro en el aire…
Aquí dentro no sucede nada especial. No hay ni siquiera olores que provoquen una reflexión sobre la putrefacción, o la tersura o el recuerdo de una piel. Podría intentar describir las indumentarias, el brillo de las valijas —ahora se puede filosofar sobre lo pulido— como hace en La salvación de lo bello Byung-Chul Han– o los equipajes. Pero todo tiene la apariencia de las simples cosas, en este viaje no hay presencias que se impongan, que murmuren o llamen la atención. Todas las almas están adormecidas. Una escena domesticada. Un ángel aburrido va quitando con desgana el polvo con un plumero rosa de algodón.
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