De rerum natura
La lumpencultura
/por Pedro Luis Menéndez/
No sé qué pasaría por la cabeza de Leonard Cohen cuando en un poema de su último libro, de publicación póstuma, parece arremeter contra el rapero afroamericano Kanye West, uno de los grandes defensores de Donald Trump: «The Kanye West of the great bogus shift of bullshit culture». Pero como no me gusta demasiado el término cultura basura (aunque algunos lo reivindiquen) o cultura de mierda, prefiero utilizar la idea de la creación, desarrollo y expansión brutal de la lumpencultura en nuestros días.
Mi punto de partida, que sirve también para evitar cualquier tipo de equívoco sobre el término, es la diferencia abismal entre la lumpencultura y la cultura popular, entendida ésta como aquélla de raíces genuinas, con un largo desarrollo histórico y no prostituida comercialmente. Es importante para entender el proceso apreciar que las raíces de la cultura popular son campesinas, nacidas en pequeños grupos de población, en tribus o en aldeas, y sirvió, durante milenios, para cubrir las necesidades de expresión, con preferencia del mundo emocional, a través de la música, las danzas, el canto o los relatos tradicionales de orígenes o de iniciación. Junto a esto, y no en niveles que podamos considerar menores, el desarrollo de las artes culinarias tradicionales o de todo lo relacionado con la vestimenta y los ornamentos, tanto del día a día como de las ocasiones especiales, fiestas, celebraciones y ceremonias.
Frente a esta cultura popular y tradicional encontramos la lumpencultura, a la que se le cortan unas posibles raíces para masificarla y expandirla. Aunque se trata de formas a veces difíciles de diferenciar, porque presenta fronteras difusas con el glam o con lo kitsch, vamos a intentar delimitar algunas de sus características más llamativas:
(1) Una vulgaridad disfrazada de cierto glamour. Si bien es cierto que el viejo cabaré cubría con una pátina de elegancia y lujo las miserias humanas que asomaban entre sus costuras, nunca se presentó como un espectáculo de masas, ni aun en sus formas más degradadas, como en el caso español del Teatro Chino de Manolita Chen o formas más vulgarizadas aún.
Sin embargo, los que peinamos canas hace tiempo recordamos la popularidad sobrevenida de las Mamachicho italianas o de las Chin Chin, importadas en la irrupción masiva de las televisiones privadas y traídas de la mano de quien entonces era una especie de joven visionario del impacto de los mass media: Silvio Berlusconi.
Sólo el efecto de la exposición pública de los pechos femeninos a una población como la española, reprimida hasta el hartazgo en cuestiones morales (quien no lo haya vivido no es capaz de hacerse una idea de lo que suponía ser adolescente en el posfranquismo), disparaba las audiencias televisivas también entre la población femenina, consumidora voraz de aquellos programas. Así, la excitación sexual de cierto morbo ya no había que ir a buscarla a locales o callejones escondidos, sino que entraba en los hogares a través de la televisión. Y lo hizo para quedarse, aunque ahora los formatos parezcan diferentes.
(2) La segunda característica pasa por el adocenamiento del usuario convertido en consumidor compulsivo, a quien se le anula todo espíritu crítico y, por supuesto, todo anhelo o afán de transformación de su propia sociedad, estacionado en el sofá de su república independiente, formada en muchas ocasiones por un único individuo. En el mundo rural el apoyo a los trabajos comunitarios (como en la sestaferia asturiana) reforzaba la propia idea de pertenencia al grupo, hoy suplida en ocasiones por los voluntariados de toda condición.
De este modo, las historias recibidas ya no son las historias de los mayores, como en el filandón leonés y tantas otras formas similares en el mundo entero, sino los relatos globalizados que el tubo televisivo vomita en los hogares. Así, la disgregación del grupo social, reducido a la mínima expresión, acaba con la tradición milenaria de los relatos de la tribu y va imponiendo un relato único, primero en la cultura urbana de aluvión (ya muy escasa de raíces), y después en el propio mundo rural, desprotegido y poco a poco vaciado.
(3) La ciencia, la cultura o el arte suponen siempre un esfuerzo tanto creativo como en las necesidades formativas previas por parte del receptor para la comprensión de lo recibido. Frente a ello, la lumpencultura adora a un dios tecnológico que tampoco comprende ni falta que le hace: a un dios no se le comprende; se cree en él. Y la tecnología ha dado en el blanco perfecto: los dispositivos son individuales, ni siquiera comunes para el grupo familiar. Cada uno en su mundo y sólo aparentemente interconectado con los demás, encapsulados todos en nuestros perfiles virtuales.
Con todo esto, no resulta difícil entender que los deseos de triunfo en una buena parte de la juventud se traducen en lo que transmite la cultura del videoclip en YouTube. Cuando el periodista Quino Petit realiza una crónica sobre el estilo de vida que C. Tangana (el músico censurado en las fiestas de Bilbao el verano pasado) disfruta en Los Ángeles nos cuenta:
La noche anterior… el cantante se dedicó a perder mil dólares en un casino mientras Roger y Santos iban reclutando chicas en varios clubes de striptease. A la mañana siguiente, el dúo de realizadores se metió en la habitación de Tangana con un par de langostas, botellas de champán y varias stripers luciendo lencería fina. ¡Esta es la vida que siempre has querido vivir!, gritaron Santos y Roger.
Que no se alarme nadie, porque no resulta demasiado diferente a la vida de los Stones en sus buenos tiempos.
A esto se añade de manera notoria (pero no nueva) las diferencias intencionadas que se establecen entre productos destinados a un público masculino y los dedicados al femenino, que lleva a límites tan extremos que llegan a promocionar la lumpencultura incluso en sectores que podrían parecer impensables: Ambiciones y reflexiones, de Belén Esteban, llegó al número uno de los libros más vendidos, acompañada en los últimos años por cualquier libro que publique un presentador televisivo o un personaje más o menos mediático. La explicación, en palabras de Rafael Argullol, vendría dada porque «los libros que se venden cada vez se parecen más al puro entretenimiento y espectáculo. Pero yo creo que hay que coger el toro por los cuernos y decir que lo que se ha producido es el hundimiento de la lectura de la gran literatura», para añadir que «el problema de fondo en esta crisis es —dice— que se ha producido un cambio de escenario mental» y rematar: «Los referentes culturales europeos que han regido a lo largo de los siglos parecen diluidos y lo que cuenta ahora es la creación de artefactos inmediatos».
Todo esto conduce, como no podíamos dudar pues no es otro su interés, al enriquecimiento máximo de quienes mueven los hilos, que son además los mismos propietarios de los medios que los promocionan. Como esa vulgaridad lo fagocita todo, va acabando también poco a poco con la cultura popular auténtica, o la reduce a producto para turistas, tanto da si se trata de gaiteros asturianos o guerreros masáis; sirven al mismo fin, el entretenimiento de la masa que consume cualquier cosa. Aunque quedan reductos (del estilo de la aldea gala de Astérix) que siguen intentando que sobreviva la cultura popular auténtica, con un éxito relativo que proviene sobre todo de las subvenciones.
Al final del camino, bien visible, y disfrazada en muchas ocasiones de lo que no es, aparece triunfante y orgullosa la gran masa a la que se dirige la lumpencultura, cada vez más aborregada y feliz en su esclavitud. Esto no es una distopía, sino sólo una mirada a la realidad, nos guste o no.
Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
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