Merenderos
/por Francisco Abad Alegría/
Acabo de ver un reportaje muy bien hecho de Rick Stein sobre la cocina y convivium en figones y restaurantes en Bolonia que, naturalmente, ni ha mencionado a España en la génesis y evolución de su universidad y ciudad; es británico, ya saben. Pero el reportaje era bueno y útil.
Nos ha mostrado el británico, entre otras muchas cosas, un bar de estudiantes de vieja tradición, en el que los pretéritos goliardos y actuales civilizadísimos estudiantes pasan algún ocio degustando vino o cerveza y lo que ellos lleven consigo. Porque, efectivamente, en el subterráneo figón no se sirven tapas, ni quesos, ni tagliatelle, ni tortellini ni tortelloni boloñeses; solo vino o cerveza. El condumio lo trae el cliente, que, por cierto, asienta sus posaderas en bancos corridos y sus codos en largas mesas comunales. Y en un momento he vuelto a la infancia, sin magdalena de Proust ni bocadillo de chorizo de Pamplona, ni coronillas de Salcedo. Mi menguada memoria se ha trasladado al merendero del monte Igueldo de San Sebastián.
En los tiempos en que los españoles ya teníamos Seiscientos, aun para la gente de humildes recursos como nosotros, ir de Pamplona a San Sebastián era cosa de poco tiempo. Aparcabas (aún se podía) y bajabas a la playa de La Concha, rara vez a la de Ondarreta y casi nunca a la de Gros, que tenía la arena más gris. Los chicos nos dábamos un chapuzón, la mamá se mojaba los pies y el papá oteaba distraídamente la orilla, porque en el cogollo de la playa había unos grandes carteles que rezaban: «Prohibido tomar baños de sol». Ya se sabe: una mujer en bañador completo, con una especie de faldilla que velaba púdicamente cualquier insinuación de pliegues púbicos, era segura invitación al pecado si no de obra, de pensamiento. Y para eso estaban ahí unos policías municipales ataviados de blanco, con absurdos cascos de Bobby también blancos (por cierto, en su mayoría de origen navarro) vigilando y multando ostensiblemente a las señoras que permanecían estiradas sobre una toalla durante un tiempo considerado lúbricamente tentador. Al tiempo, pequeñas escuadras de ingleses, ellas detectables por los sombreros de paja adornados de cerezas o flores de tela y ellos por amplios pantalones ondulantes y sandalias y calcetín gris, invariablemente provistos de una bolsa de papel llena de tomates que mordisqueaban, sazonándolos con un pequeño salero que llevaban en el bolsillo y ostentaban el rojo subido de quienes han pasado una noche toledana tras la combustión epidérmica de sonrosadas y pecosas pieles acaecida el día anterior, daban colorido a los porches de la zona de vestuarios, mientras los aldeanos (casheros) que habían bajado a la ciudad merodeaban buscando una visión más estimulante que sus esposas, con los pantalones arremangados y los calcetines y zapatos en la mano, sin despojarse de la boina, naturalmente, por la orilla de la playa, paso obligado de las féminas bañistas.
Y luego (estamos en los años sesenta), tras vestirse e intentar en vano eliminar la arena de los pies (que siempre acababa en las sábanas a la mañana siguiente), nos íbamos hacia Igueldo, a un popular merendero, que en versión donostiarra del viejo establecimiento boloñés ofrecía unas mesas de cemento con bancos del mismo material a los lados y bajo la sombra de unos plátanos de Indias y la bebida y los cafés, además, obviamente, de unos servicios limpios. Allí se desplegaba un pequeño mantel de cuadros, porque aún no existían los de papel, y se sacaban unos platos de duralex (aún no había llegado el plástico), los cubiertos y un par de fiambreras, que contenían los inevitables escalopes, la inevitable tortilla de patatas y además unos tomates que se cortaban sobre la marcha. Sacaban las bebidas, la familia comía en paz al lado de otras familias, a veces conocidas de la misma Pamplona, y se abría la bandeja de milhojas de Torrano o Salcedo (porque las coronillas llevaban crema y podrían estropearse con el calor) y tras comer tranquilamente, los chicos dábamos unas vueltas por los alrededores, subiendo por una carretera poco transitada que daba al castillo de la cumbre o bajando por unos vericuetos que serpenteaban por la leve hondonada cercana, mientras los padres tomaban el café. Después, el retorno a casa y ya de anochecida, una frugal cena y a dormir.
En la vieja España que ya pasó, el fenómeno del merendero era muy habitual y, siendo muy poco viajado, lo he conocido en Asturias, Santander, Huesca, Burgos. Seguro que estaba extendido por todo el territorio nacional, pero de ello no puedo dar fe. La evolución de los merenderos, que solían ser inicialmente lugares de esparcimiento hostelero para gente sencilla y de funcionamiento casi estacional o de fin de semana, no fue paralela al de las fondas de camino, que solían ser estables y en lugares de paso. El merendero era el grado mínimo de turismo, que paulatinamente fue ampliándose hacia el establecimiento con oferta culinaria propia o simplemente desapareció. No pocos cocineros afamados, ya en declive cronológico, empezaron así. Pero el merendero conserva, al menos para mí, el sabor agridulce de la salida de la férrea rutina, del NO-DO cotidiano. Un escape no demasiado añorado, aunque relativamente grato, porque ¡no se crean que los niños son tan imbéciles (aun en los años sesenta) como para no saber la diferencia con un restaurante formal! Tenía que ser un británico el que removiese la memoria, no un señorito francés como Proust: así es la vida.
Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
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