Hablemos del maíz en España (2):
Utilización, regionalismos reales e inventados
/por Francisco Abad Alegría/
[Continuación de (1)]
Poco a poco el maíz se implanta en España y se naturaliza como cultivo de subsistencia. Pero todo cambio comporta problemas, muchos de ellos reales y algunos ficticios. El maíz histórico ya no tiene nada que ver con la actual situación manipulada por la PAC e intereses económicos ajenos al consumo y utilización por la población general.
Usos menores que son mayores
El empleo más generalizado en la cocina popular y tradicional del maíz es doble. El primero, muy difundido heterogéneamente por toda España, es la confección de gachas o farinetas. Espesa perfectamente la confección de una masa densa que llena estómagos habitualmente ansiosos; la dispersión de unas cucharadas de harina de maíz en agua o leche, aderezada si lo permite la despensa con algo de tocino o incluso chicharrones de pan frito, permite calmar el apetito de una familia cuando hay escasez de recursos (E. Terrón: España, encrucijada de culturas alimentarias, Madrid: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1992, p. 86; I. Coll Clavero: Manjares del Somontano, Huesca: La Val de Onsera, 2002, pp. 49-50, p. ej.). En menor cuantía, la harina de maíz contribuye decisivamente a perfilar la fluidez y consistencia de las natillas (la crema catalana es una natilla que se ha apropiado indebidamente patente de originalidad), en lo que ha acabado siendo desplazada por la Maizena®, que es un producto de origen norteamericano (harina de fécula de maíz, excluido en endospermo) incorporado desde principios del siglo XX. También se ha empleado como espesante directo en escasas preparaciones rurales, como el potaje de bacalao con nabos y cebolla del Somontano oscense (I. Coll Clavero: o. cit., p. 168) y multitud de salsas, incluidas las que se presentan como supuestas reducciones en muchos restaurantes y hogares.
De mayor raigambre en nuestras tierras septentrionales es la panificación compuesta, asociando maíz molido con otros cereales panificables, como trigo, cebada o centeno. Para la panificación es preciso que se produzcan dos procesos simultáneamente: la fermentación por levaduras de los polisacáricos del cereal, generándose además de azúcares de cadena más corta, anhídrido carbónico, y que la masa en cuyo seno se produce tal fermentación sea elástica e impida el escape de los gases generados en tal fermentación, lo que la hace esponjosa y ligera. Luego la acción del calor del horno acaba el proceso, cociendo la masa y dando una corteza que acaba de impermeabilizar, en cierto modo, la miga llena de burbujas y de consistencia ligera. Pero el problema que tiene el maíz, como el mijo o el panizo, es que carece de gluten, que es un complejo proteico compuesto por gluteínas y prolaminas, que dan elasticidad e impermeabilidad a la masa en cuyo seno se produce la fermentación de los almidones complejos del grano (H. McGee: On food and cooking [3.ª ed.], Londres-Sydney-Wellington: Unwin, 1986, pp. 291-296), de modo que da igual que se le añada o no levadura, porque nunca subirá una masa sin gluten. Desde antiguo, además de las tortas de maíz que ya habían preparado desde la antigüedad los americanos que lo empleaban, en nuestras tierras que ya conocían los cereales panificables idearon el método de producir panes diversos, ciertamente bastante densos, mezclando la harina de maíz (como también se hizo con la fécula de patata) con la de cereales panificables, obteniendo resultados tan satisfactorios que las fórmulas quedaron arraigadas en la cocina popular. Y así surgieron, especialmente en la faja galaico-asturiana, las broas (extendidas también a Portugal y sus territorios brasileños), los bollos de maíz, solos o por extensión de la masa sobre hojas de higuera (A. Cunqueiro, A. Filgueira Iglesias: Cocina gallega [3.ª ed.], Madrid: Everest, 1984, pp. 337-338) y las empanadas con harina de maíz mezclada con la de trigo, o centeno (ibídem, pp. 204-205). Por cierto, hay una excepción en este caso a la comida de pobre que daba el maíz y se ha mencionado en el capítulo anterior. En Guitiriz (Lugo) se empezó a confeccionar un bizcocho en forma de rosca desde principios de siglo, para regalo de los visitantes del balneario y su correspondiente restaurante, con tanta fortuna que ha acabado cristalizando en la Festa da torta de millo, que se celebra desde hace años el último domingo de julio, una vez decaída la costumbre burguesa de visitar el balneario.

Pequeñas notas
El gofio, harina de cereales tostados de origen bereber (la palabra es de origen tamazight) se confeccionaba con diversos cereales, algunos muy frangentes, procedentes de recolección estacional (como los que dieron origen después al alcuzcuz cocido al vapor en cestas compactas) y se utiliza para hacer gachas, papillas infantiles, espesar guisos o tomar con agua. Una forma que se ha popularizado en las islas canarias desde viejos tiempos es el amasado con agua y sal dentro de una bolsa de piel curtida flexible, que permite el transporte y amasado complementario ocasional manipulándolo desde el exterior (zurrón del gofio). Aunque los cereales más empleados eran, además de los silvestres, el mijo, trigo y cebada, también se hacía con harina de lentejas e incluso rizomas de helecho secos y molidos. La llegada del maíz a nuestras tierras también añadió este producto a la lista de elementos aptos para preparar gofio, aunque los más utilizados sigan siendo el trigo y la cebada (M. Mora Morales: El libro del gofio, Santa Cruz de Tenerife: Globo, 1986; G. Martín Santana [ed.]: El olor del gofio, Cabildo de Gran Canaria. 2015, p. 144).
Por fin, permítanme hablarles de la simbiosis agrícola del maíz con las alubias rojas en caseríos norteños, que fue para mis ojos infantiles la primera experiencia de economía de espacio y medios en entornos rurales de escasas posibilidades; si les dicen que en Vascongadas y el norte de Navarra menudeaba el chuletón, el besugo y las angulas, es mentira. Mucha col, tocino, alubias rojas y maíz eran junto con la leche y sus derivados la base alimentaria de una población pobre cuyos señoritos (jaunchos) vivían en Madrid o las capitales vascongadas. En las zonas empinadas donde asientan los caseríos vascongados y navarros y parcialmente en Santander, grandes praderas y helechales alimentan a las vacas que darán leche que antiguamente se consumía domésticamente y en su mayor parte daba quesos, de larga conservación, que se vendían en el mercado. Pero alrededor de las aisladas casas se sembraban en hileras que escalonaban las colinas, patatas, diversas hortalizas y de forma simultánea alubias y maíz; la elevada humedad ambiental favorecía el crecimiento de estos vegetales, para los que el riego era tarea difícil o imposible por lo inclinado del terreno. Así, maíz y alubias medraban casi al unísono, de modo que la planta del cereal, al tiempo que prosperaba, servía de apoyo para la de la alubia, que se enroscaba sobre la de aquel; llegado octubre, se podían recoger las vainas repletas de alubias y ya pasado enero (no se conocían los actuales maíces de ciclo corto) se arrancaban las mazorcas para secar y luego desgranar, mientras que la parte vegetativa restante se daba como alimento rico en celulosa al ganado, que tenía que soportar largos días de inclemencias invernales sin excursiones por prados de hierba ya segada, impacientes por retoñar en la siguiente primavera.
El talo y las tortas de maíz
La facilidad de siembra en terrenos septentrionales estrechos y empinados facilitaba el cultivo del maíz en zonas de economía escasa pero casi autosuficiente, sustituyendo el palo de excavación de los indios americanos por la más eficaz laya de dos puntas que permitía arar paso a paso, con el concurso del peso corporal apoyado sobre el artilugio y el movimiento de palanca de su pértiga para levantar la tierra. Por ese motivo, terrenos que previamente acogían manzanos fueron replantados con maíz, por su pequeña extensión y porque a la postre el maíz como alimento era más útil que la sidra, de calidad mediocre porque el mosto de manzana daba bajas graduaciones alcohólicas y gran acidez, dando una producción apreciada más por necesidad que por gusto. Ahora han aparecido los inevitables nostálgicos de un pasado básicamente inventado, diciendo que el maíz mató a la sidra vascongada (sagardúa: vino de manzana), que debe recuperarse. Incluso circulan historias sobre la recuperación del maíz de piel roja (arto gorría) a finales del siglo XX, cuando un aldeano vasco-francés llevó un puñado de granos de tal maíz en la boina a sus tierras, a partir de de cultivos al sur de la muga francesa, lo que resulta ridículo como historia porque quienes hemos gastado boina durante muchos años sabemos que un puñado de granos en el pliegue del ala de fieltro resulta insufrible para el portador. Y es que la afición a la poesía cutre alimenta las tonterías desde lugares insospechados. Los relatores debían reflexionar antes de acogerse a necedades de una organización que debería llamarse más bien Slow Thinking Foundation, haciéndose solidarios con la majadería.
Los indios mesoamericanos aprendieron desde tiempo inmemorial a preparar tortas de maíz, hechas no con la harina del cereal, que en la zona mesoamericana y caribeña se pudría rápidamente al ser atacado el germen por hongos, sino con granos cocidos en agua alcalinizada con ceniza del hogar, lo que daba un producto blando, que se molturaba fácilmente en metate y además se desprendía por simple frotamiento entre las manos de la gruesa piel de los granos (J. Ronderos Valderrama: «El maíz, un legado cultural que sobrevive en nuestras mesas: el caso de la arepa en Manizales, Colombia», en Alimentación y cultura. Actas del Congreso Internacional, Huesca: La Val de Onsera, 1998, vol. I, pp. 132-157; B. R. Alfonzo: «El casabe y la arepa: alimentos prehispánicos de la culinaria indígena venezolana», Pasos: Revista de Turismo y Patrimonio Cultural, 12 [2014], pp. 433-442). Habían inventado la nixtamalización (nixtamal es el nombre del maíz cocido y luego reposado en agua alcalinizada con ceniza, ahora con cal apagada). Pero esas sutilezas no llegaron a nuestras tierras, sobre todo porque aun dentro de la pobreza general, la variedad de alimentos disponibles era mucho mayor que en tierras americanas y el maíz tenía un papel complementario o, si se quiere, adicional.

El talo es una torta de maíz no nixtamalizado, molido y aglutinado con agua templada y un poco de sal, que se confeccionaba domésticamente en todas las zonas norteñas húmedas y de ningún modo es una especialidad exclusivamente vascongada, resultante de similar confección con mijo o panizo en tiempos anteriores al siglo XVI (Terrón: o. cit., p. 87). En lugares donde se preparaba asiduamente, llegó a fabricarse una especie de comal, similar al cerámico hispanoamericano, pero hecho de hierro, con largas asas, que al tiempo que atrapaba entre dos planchas metálicas la masa estirada (era prácticamente una copia profana de los moldes para hacer hostias de trigo que se empleaban en la misa) podía girarse para recibir el calor del fuego bajo por sus dos caras, alejando la mano de la brasa calefactora, denominado taloburdiñ.
Se tomaba directamente, como cualquier torta de pan ácimo, o remojado en leche, y a veces se acompañaba, rellenándolo, con algún producto cárnico o lácteo. Por ejemplo, en la zona del puerto de Roncesvalles, donde dicen que Roldán perdió el olifante y, sobre todo, la vida, se posaba sobre el talo incompletamente tostado un trozo de queso tierno de vaca, amasando después el conjunto hasta hacer una bola que se aplanaba manualmente, volviéndola a poner cerca de la lumbre baja, lo que daba un primitivo bollo relleno (una especie de bollu preñáu asturiano, pero ácimo) denominado talo con marrakuku. En tiempos recientes, en el paroxismo de la falsificación identitaria, se ha popularizado el talo con chistorra como confección típicamente vasca (F. Abad Alegría: Tradiciones en el fogón, Pamplona: Pamiela, Pamplona, pp. 167-168), cuando la realidad es que el talo o torta de maíz no es exclusivamente vasco, porque abarca buena parte de nuestras tierras septentrionales y la chistorra nunca ha sido vasca, sino navarra, y además de la Cuenca de Pamplona (un producto fresco similar al chorizo, con bastante tocino y embutido en tripa de cordero en lugar de cerdo). Al mismo tiempo se han fomentado fiestas identitarias, falsas como un doblón de níquel, en diversas localidades vascongadas (ferias de santo Tomás de San Sebastián en diciembre, de san Prudencio de Vitoria en abril, de san Andrés de Éibar en noviembre) así como en la navarra Leiza, donde se celebra el día del talo en septiembre desde 2003, con asistencia de numerosos falsos casheros y poshpoliñas. Cosas.

La lepra asturiana
Ya resulta vieja la historia del médico Gaspar Casal Julián, que describió por primera vez el denominado mal de la rosa en el Principado de Asturias en 1735 y que obviamente estaba ligado a deficiencia dietética de ácido nicotínico (también denominado vitamina PP o vitamina B3). ¿Obviamente? Pues de eso nada, digan lo que digan los manuales patrioteros. Casal describía la dieta del campesinado asturiano como paupérrima o de antuvión y además de recoger los signos y síntomas de la enfermedad (G. Casal Julián: Historia natural y médica del Principado de Asturias (obra póstuma editada por su colega J.J. García Sevillano, Madrid: M. Martín, 1762; G. Casal Julián: Mal de la rosa: su historia, causas, curación, Masnou: Tipografía de los Laboratorios del Norte de España, 1959, pp. 41-43), que luego se acabó denominando pelagra (debilidad, pensamiento lento, temblores, a veces cuadros de apariencia psicótica, manchas costrosas en extremidades de aparición preferentemente primaveral y no pocas veces evolución a estado marasmático y muerte). La pelagra es una enfermedad carencial demostradamente relacionada con el déficit de vitamina B3 y probablemente potenciada por la asociación de otros déficits vitamínicos, con el mismo cuadro clínico descrito minuciosamente por el doctor Casal (P. Farreras Valentí, C. Rozman [eds.]: Medicina interna [14.ª ed.], Madrid: Harcourt, 2000, vol. 2, p. 1741), que además de constatar las flagrantes deficiencias de una alimentación escasa y desequilibrada en toda la población asturiana (como en el resto de España; esas fantasías de la cocina popular sana, alegre y mediterránea déjenla para los nostálgicos de un pasado inventado) detalla como mucho más prevalente la enfermedad en la zona denominada de Los Concejos (G. (Casal Julián: o. cit. Los Concejos son los de Las Regueras, Llanera, Carrera y Carreño, en una franja territorial que limita al norte con el Cantábrico próximo a Gijón, al este con las zonas de Gijón-Noreña y Langreo, al sur con el espacio ovetense y al oeste con los territorios del Bajo Nalón) y, sorprendentemente para la minuciosa descripción de la patología, excluye una causa dietética de forma contundente: «una teoría tan abstrusa como la del alimento es, como se dice, apriorística y obscura, de tal modo que no creo que de ella pueda sacarse nada en claro» (ibídem, p. 43). Es muy impresionante que tuviéramos que llegar al siglo XX para que un médico americano de origen húngaro, Joseph Goldenberg, mediante seguimientos dietéticos en hospicios, comunidades raciales diferentes en cultura y capacidad económica y centros penitenciarios, pudiera demostrar irrefutablemente en 1916 que la pelagra se debía al déficit de B3 (A. Bollet: «Politics and pellagra: the epidemic of pellagra in the U.S. in the early twentieth century», Yale Biological Medicine, 65 [1992], pp. 211-221; D. García Guerra, V. Álvarez Antuña: Lepra asturiensis. La contribución asturiana a la historia de la pelagra (siglos XVIII-XIX), Oviedo: CSIC-Universidad de Oviedo, 1993).
Y, es curioso, no solo la pobreza alimentaria sino también la cultura secular fueron causantes de tal desastre humano. Los viejos pueblos amerindios, acostumbrados a utilizar el maíz como fuente alimentaria fundamental, aprendieron pronto, sin necesidad (suponemos) de sufrir la pelagra, que el maíz simplemente molturado se perdía rápidamente y que la cocción en un medio alcalino (la nixtamalización que ya se ha mencionado) permitía eliminar los tegumentos de los granos y al tiempo preparar una masa precocida con la que hacer las arepas o tortillas básicas en su alimentación (Toussaint-Samat: o. cit., pp. 134-135; N. Velázquez: «Población indígena y etnohistoria en el extremo oriental de Venezuela», Estudios Sociales y Humanísiticos, 8 [2010], pp. 89-105) que eliminaba los antinutrientes que neutralizaban el ácido nicotínico, nocivos al ser consumidos en gran cantidad (G. L. Anguiano-Ruvalcaba, A. Verver, D. Guzmán-De la Peña: «Inactivación de aflatoxina B1 y aflatoxicol por nixtamalización tradicional del maíz y su regeneración por acidificación de la masa», Salud Pública de México, 47 [2005], pp. 369-375). Y eso no lo sabían nuestros antepasados asturianos.

Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
0 comments on “Hablemos del maíz en España (2): utilización, regionalismos reales e inventados”