Viento sur
¿Cuándo perdimos la educación?
/por Pilar Alberdi/
¿Cuándo perdimos la educación? No es pregunta baladí. El siglo XX quería a la gente educada. La educación prometía un futuro de conocimiento, ocupar un lugar en la sociedad, ser alguien. Enorme contradicción que ese terrible siglo ofreciera el horror desmesurado y asesino de los Estados totalitarios con sus persecuciones, su desprecio y rechazo al Otro.
Las cosas han cambiado, me dirán. ¿Sí? Juzguen ustedes. Cuando yo era niña éramos en clase una treintena de niños en una escuela pública. En la que iba mi pareja, una escuela privada, eran sesenta niños por clase. No volaba una mosca. No había castigos físicos. Lo más penoso que podía sucederle a un alumno era la vergüenza de ser expulsado de la clase al pasillo; si la falta era más grave, se le enviaba a dirección, y muy raras veces se llegaba a suspenderle de clase varios días o en caso extremo se llegaba a la expulsión. Cuando alguien entraba en clase nos poníamos en pie y saludábamos. Luego, se nos ordenaba sentarnos. Todo muy militar, me dirán; quizá. Por supuesto, todos acudíamos con uniforme: una bata blanca en la escuela pública, un uniforme en tonos grises y azules en los privados.
De camino al colegio aprendíamos cosas tan simples como que un papel de caramelo no se arrojaba al suelo: se guardaba en el bolsillo para echarlo al bote de la basura cuando llegásemos a casa. Ese papel podía estar horas en el bolsillo, sin que se nos ocurriese tirarlo en cualquier otra parte. Un adulto era alguien superior, nosotros no discutíamos el por qué, sería por edad o por conocimiento. A las personas mayores y a las embarazadas, una niña o un niño, cualquier adolescente o joven, le cedía con orgullo y alegría el asiento en el autobús. ¿Percibimos hoy lo mismo? No hace muchos años, iba con mi hija embarazada de pocos meses en un vagón del metro. Entró una mujer, ella también embarazada, y casi a término. Solo mi hija se levantó para dejarle el asiento.
Hoy vemos familias atrapadas frente a las pantallas de sus teléfonos móviles. Se les dan esos aparatos a los niños pequeños para distraerlos, desconectarlos de algún modo de la realidad, para que no molesten. La realidad virtual a la que acceden, un mundo de colores y juegos, en general de movimientos muy rápidos, no les harán mejores personas, simplemente, los condicionarán para continuar utilizando esa tecnología, que les alejará del ensimismamiento y el análisis necesario para encauzar la propia vida. Los teléfonos móviles, hoy, como un espejo donde Narciso se mira en el fondo del pozo y cae. El mito nunca muere.
Se conduce, incluso, con todo el peligro que esto supone, mirando un móvil. El peatón actual, aunque se encuentre al borde de cruzar un paso de cebra, con semáforo o sin él, se cuidará muy bien de poner un pie sobre el asfalto si no percibe con suficiente tiempo que realmente ese coche que avanza lentamente no lo hace porque su conductor esté distraído mirando o enviando algún mensaje en su móvil, sino porque se detendrá como corresponde a la educación vial recibida, y demostrada en el examen pertinente.
No sé, de verdad lo digo, cuándo perdimos la educación. Cuándo, en qué momento los productores de un programa de radio o televisión comenzaron a decidir que una tertuliana o tertuliano irrespetuoso y mal educado generaba más audiencia, por lo tanto, más ingresos por publicidad contratada, y cuándo, en qué momento, la gente se volvió de manera parecida, a fin de cuentas somos pura imitatio, y descubrieron que quien más grita, quien más ofende, quien más barbaridades y palabras soeces dice, gana pantalla y se convierte en el famoso de turno, o si ya lo era, se vuelve a hablar de su actuación, iba a decir de su persona, pero no: es de su actuación, de cómo se supone que debe aparecer para ser reconocido de tal o cual manera. Debe ser algo que también descubrieron los políticos, al menos algunos, o quizá sus asesores, y ahora, además de poner de moda la palabra politólogo, se dedican a insultarse unos a otros.
Sin respeto, no hay sociedad. Ya en su tiempo, Platón y Aristóteles, solo por citar dos ejemplos, hablaron de la importancia de la educación en los niños y los jóvenes, del respeto que debían a los mayores y a la sociedad en que vivían. Platón afirmaba que las personas más preparadas, con mayor conocimiento y experiencia, las que tuvieran por lo menos cincuenta años —una edad muy avanzada para la época— serían, sin duda, los mejores maestros. ¿Y no valdría esto también para la política? Por supuesto que sí. ¿Y no aspiraríamos, además, a que tenga una amplia cultura, además de saber cómo y dónde se registra el nombre de un nuevo partido?
En fin… ¿Cómo se defiende uno de la mala educación, especialmente cuando uno es educado y reconoce esta virtud, y digo virtud por no decir valor, término de raíz económica que como bien explicó Max Weber surgió con el capitalismo y las inversiones en valores bursátiles? Difícil consejo lleva esto.
Parece que ya no somos iguales en educación sino en tatuajes y la mayoría reconoce esto como un avance de la igualdad y las nuevas tecnologías, precisamente, cuando la igualdad queda ensombrecida por la negación de la lucha agónica entre los que más y los que menos tienen, mientras la comunicación se empobrece, las palabras se reducen a su mínima expresión, y los emoticones, por ejemplo, esas caritas amarillas y redondas con sus sonrisitas, sus enojos, sus lágrimas, como jeroglíficos del pasado inundan las comunicaciones. Me pregunto si de verdad lo que hemos perdido es la educación o ¿no será la vergüenza?
Yo creo que lo que se ha perdido es la vergüenza. Una sociedad infantilizada, ególatra, desmesurada, irrespetuosa, en eso estamos; y no augura nada bueno.
Pilar Alberdi (Mar del Plata [Argentina], 1954) es escritora y licenciada en psicología por la Universitat Oberta de Catalunya y graduada en filosofía en la UNED. Reside en Rincón de la Victoria (Málaga). Ha publicado poesía, teatro, narrativa, y artículos en diferentes medios periodísticos y ha recibido, entre otros, el Premio de Relatos Feria del Libro de Madrid, convocado por la editorial Plaza & Janés; el Ciudad de Segovia de Teatro y el Lazarillo para Textos Teatrales. Su página web es http://www.pilaralberdi.com/.
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