Otro modo de ver los Allium
/por Francisco Abad Alegría/
Los humanos tendríamos, sin duda, una forma de alimentarnos diferente,verosímilmente mucho más pobre, carente de multitud de matices, texturas, consistencias y aromas sin el género Allium, que engloba a los populares ajos, cebollas, cebolletas, escalonias y puerros y merece por sus cualidades y difusión culinaria mundial un respetuoso reconocimiento.
En este punto de encuentro cultural, junto a sabios ensayos filosóficos, politológicos, reflexiones históricas de todo jaez y reconfortantes aportaciones literarias, se han deslizado algunas notas sobre las sulfúreas (por su química, no sean malpensados) liliáceas que agrupamos taxonómicamente como Allium. Y hasta se han detallado formas de empleo, antecedentes históricos, datos agronómicos y curiosidades sitiológicas en general. Y lo de la sopa de ajo, los puerros en vinagreta o las cebollas rellenas ya nos lo sabemos. Pero como todo tiene una trastienda, una especie de rebotica, a menudo desordenada pero siempre acogedora, permitan que me extienda en algunas consideraciones a medio camino entre la digresión de sobremesa y los usos y saberes populares de nuestros protagonistas vegetales. Y además sin meterme en aparato crítico y cosas de esas; para leer, si les place, tras el prandium cotidiano, mecidos por el vapor de un balsámico orujo.
Empezando por el romano amigo ajo. La esencia de la tostada popular con aceite. Me contaba un viejo profesor granadino que los andaluces lo soportan todo, pero el día en que les quiten el ajo de la tostada —«¡ni lo dudes!»— se armará la marimorena. Eso es tan canónico como las sopas de ajo, el ajoblanco, el gazpacho primitivo o el ajolio, pero quedan los ajetes. Y es que si llamamos ajetes a los ajos tiernos, que aún no han desarrollado los bulbillos múltiples que conservamos largos meses, salvo en el tránsito primaveral, en que ya grillan sus ansiosos brotes vegetativos (grillo —como grelo para el nabo— procede del latín grallellus, que significa brote o excrecencia vegetativa), omitimos una práctica hortícola muy antigua. En efecto, el ajo tierno, también llamado ajete, no es realmente tal, sino una planta inmadura que suavemente hecha sobre plancha caliente da un producto delicioso, muy aromático, digno del mejor aperitivo (en Zaragoza, perdón por el chauvinismo, las cigalitas de huerta de Casa Pascualillo, en el popular Tubo, eran justamente afamadas) que se tomaba con los dedos, naturalmente, tras salar someramente. Mas los auténticos ajetes son fruto de una inteligente labor hortícola, algo más laboriosa que el simple arrancado de ajos tiernos que aún no han desarrollado la cabeza y que yo mismo he practicado en pequeña escala cuando las articulaciones de la mano aún me lo permitían. Los ajos se suelen recoger en la mayoría de España hacia mediados de junio, por San Juan, pero un mes antes ya han desarrollado el brote central compacto, rematado por flores estériles, ya que el ajo, pillín él, se ha acostumbrado en su secular convivencia con el humano a que lo reproduzcan plantando dientes, evitando el esfuerzo de generar semillas. Este brote se denomina en algunos lugares (Tudela de Navarra, por ejemplo) castrón, porque su arrancado es una especie de castración o emasculación, según se mire. A mediados de mayo, el hortelano arranca los castrones desde la parte más baja posible, de modo que la fuerza que el ajo destinaría a nutrir un tallo floral que no cumplirá función reproductora, porque las flores generadas son estériles, se dedique a engrosar lo sustancial del codiciado bulbo, su cabeza de aromáticos dientes. Los castrones se pueden conservar esterilizándolos en botes con salmuera o servir para hacer un revuelto, un salteado o incluso un aderezo con las últimas setas primaverales como los pirenaicos usones o los humildes champiñones.

Cuando las últimas cabezas de ajos se nos han ido de las manos, podemos recurrir a un artificio de raíz bélica: si no puedes vencerlos, únete a ellos. Y es sencillísimo. Se toma la cabeza de ajos de la que los brotes asoman, incoercibles en su esfuerzo por buscar el aire libre y el sol, sumergiéndola en un vaso o recipiente cerámico, mediado de agua, dejando que las raicillas absorban el líquido vital. Dejémoslos en una zona soleada, por ejemplo la ventana de la cocina o el alféizar de una ventana, bien iluminada pero protegida del sol directo, y poco a poco surgirán unos magníficos brotes finos, tiernos y alargados, que al tiempo que crecen permitirán allegar unas pocas cosechas de recortes de hojitas tiernas que seccionaremos desde la punta con afilada tijera y servirán para aromatizar ensaladas o rematar un plato salseado, de forma similar al empleo del tubular cebollino.

Entre las clases populares romanas, dicen, no era infrecuente emplear el ajo como coadyuvante en el gozoso ayuntamiento erótico; una especie de Viagra de pobres, vamos. Si se maceran unos dientes de ajo bien picados en un poco de aceite de oliva, aunque no sea virgen extra (lo que además sería un oxímoron oleico) y se emplea tal bálsamo para facilitar el deslizamiento en la coyunda (sin sabor fresa, melocotón, frambuesa…), decían los antiguos que la lubricación unida al picorcillo del extracto aliáceo mejoraba sensiblemente la sensibilidad y turgencia de las estructuras anatómicas implicadas. No les puedo hablar de experiencias al respecto, porque, imaginémoslo, pasarse en la dosis pungente del ajito puede transformar una proyectada fiesta erótica en drama, y los ajos, también, los carga el diablo.
Pero el popular ajo también cumple una función a menudo menospreciada entre nosotros, que pronto captó la astuta señora Beckham: el efecto ahuyentador. En Transilvania se empleaba para espantar a los amenazantes vampiros que buscaban un sabroso aperitivo de sangre humana; pero eso ocurría en la noche rumana y en nuestra tierra, por mucho que se cuelguen un collar de ajos al pescuezo, no ahuyentarán de día ni de noche a los congéneres del Ministerio de Hacienda. En cambio, la eficacia del ajo abundante en la comida, por ejemplo media hora antes de un encuentro enojoso, está probada tanto en rumanos como en españoles; una tostadita bien frotada con un diente de ajo, o un ajolio generosamente enriquecido con la aliácea, asociados a una concienzuda proximidad física, si es posible reforzada con exclamaciones o abiertas risotadas ante la faz del indeseable, suele tener el efecto casi milagroso de abreviar la charla hasta límites insospechados. Hagan la prueba. Luego, ya en la paz del hogar, mastiquen unas cuantas hojas de perejil fresco y unos granos de cardamomo, porque su familia no merece un trato cruel; o quizá porque un efecto secundario es que le mandarán a dormir al sofá y, claro, no es lo mismo…
Las cebollas también tienen su aquél en esta historia de despropósitos. La más simple y además explotada es la de los brotes reaprovechados de la planta. A nuestras amigas les pasa lo mismo que a los ajos: cuando llega la primavera, despierta su afán por brotar y surgen grillos que en la oscuridad se pueden hacer hasta de dos palmos de largo, mientras que la mollar cebolla (hay que recordar que el tronco de la cebolla es esa parte dura, estrecha y baja de la que surgen las raicillas y el bulbo, un engrosamiento por encima del tallo) queda mustio y se va descomponiendo, haciéndose baboso y maloliente). Pues bien, esa cebolla aún tiene un magnífico aprovechamiento; en Aragón hablamos de cebollas babosas. La cebolla brotada, si se tiene un huertecillo o incluso un macetero generoso, se planta en tierra, dejando fuera los brotes, cuidándola y regándola como si de una común se tratase. Al cabo de unas semanas, los brotes habrán engordado y crecido y darán unas alargadas cebollitas tiernas que son especialmente deliciosas si se fríen enteras a calor suave, para acompañar una carne a la plancha o un pescado hecho del mismo modo o para tomar, una vez frías, con vinagreta suave elaborada con vinagre balsámico preparado en casa con cocimiento de higos muy maduros y algún trozo de pera.

Pero la cebolla común aún tiene otro empleo, esta vez no alimentario: la capacidad tintórea de sus capas secas exteriores. Esas cortezas crujientes que se desechan para llegar al corazón de la cebolla útil en la cocina, proveen un color pardo suave que se emplea bastantes veces en tinciones textiles artesanales, pero también en detalles ornamentales del cocinado; no contradice este segundo uso lo antedicho sobre la aplicación estrictamente culinaria precitada. Respecto al efecto tintóreo textil, ya desde muy antiguo se emplean las cáscaras (que en realidad no son tales, sino las capas externas del bulbo desecadas por la intemperie) en buena cantidad, haciendo una decocción prolongada en agua, a la que a última hora se añade un puñado de sal, como mordiente tintóreo, dejando hervir dentro madejas de lana o algodón hilados, hasta obtener un color pardo suave, cuya intensidad dependerá de la cantidad de vegetal vertida y el tiempo de permanencia del tejido en la mezcla tintórea. Terminado el proceso hasta obtener el efecto deseado según la experiencia del artesano, se tienden las madejas hiladas ya teñidas y luego se emplean para confeccionar diversas prendas (por ejemplo gorros de invierno y cenefas de jacquard en jerséis de estilo nórdico) o, como hacen muchos aficionados a las manualidades, pequeños tapices urdidos manualmente que decoran zonas del hogar.
Pero el empleo tintóreo más ligado a la cocina, sin ser un procedimiento culinario estrictamente hablando, es la tinción de los huevos al estilo judío. En efecto, una prolongada decocción de cáscaras de cebolla en agua salada da un líquido parduzco que se empleaba desde antiguo, tanto entre los judíos sefardíes como askenazíes, para hacer la preparación de los huevos haminados- Existen dos versiones al respecto. La más extendida en el mudo askenazí es cocer prolongadamente los huevos (los judíos empleaban el huevo únicamente duro, ni en tortilla, ni frito) en el caldo pardo (recordemos que hamin es el cocido entre brasas durante la noche de viernes, o tcholent, que evitaba trabajar en la cocina durante el sábado). Como la cáscara del huevo es semipermeable, el color penetraba hasta la clara, dando un huevo cocido pardo, que algún autor une no solo a la celebración del sabbath, sino también a ceremonias nupciales ashkenazíes, como ofrenda especial para la novia contrayente. Otra versión del huevo haminado, atribuida según el profesor Álvaro López a los judíos sefardíes, es la cocción, también prolongada, del huevo en el líquido impregnado del tinte parduzco generado por las cáscaras de las cebollas, pero con una peculiaridad: el huevo se golpeaba muy sutilmente en toda su superficie, sin llegar a romper la membrana interna de la cáscara, lo que haría que se vaciase al cocer, sino dejando una especie de craquelado ligero por toda la cáscara. De esta forma, la superficie del huevo, una vez duro y pelado, queda decorada por una caprichosa red de líneas pardas que le dan un aspecto llamativo y hermoso. Fuera del ámbito judío, hablaríamos de huevos marmorados, que se hacen de forma más sencilla con el mismo cuidadoso proceso de craquelado de la cáscara, pero hirviendo el huevo en una tisana de té negro de poco sabor, por ejemplo el kukicha, con más ramitas que hojas.
Y ya, puestos a contar curiosidades, hablemos de las raicillas de los grandes puerros de crecimiento profundo. Es condición que el puerro sea fresquísimo, cultivado en terreno bien humedecido y de tierra muy suelta, de modo que se pueda arrancar con suavidad, sin dañar las numerosas y finas raíces que emergen de su tallo numular, semejante al de la cebolla. Para eso hay que tener huerto propio o un amigo hortelano capaz de complacer nuestras pequeñas manías de urbanitas replantados en el medio rural. El puerro, que conserva lozanas y tiernas su multitud de raicillas, como pequeñas angulas pendientes de su base, se limpia muy cuidadosamente en agua, hasta quitarle el menor vestigio de tierra, y luego se hace un corte limpio por la base del tallo, de modo que quedarán sueltas tales raíces filamentosas, inmóviles como gusanitos brillantes. Entonces se extienden sobre un papel de cocina y secan cuidadosamente, para eliminar toda la humedad. Ya listo el plato que queremos decorar (porque si alguien piensa en alimentarse con este recurso, básicamente estético, va a pasar muchísima hambre) se saltean rápidamente en un poco de mantequilla bien caliente, salando mínimamente y extraídas con una espumadera de retículo, verter sobre la ensaladita, o la superficie de la vichyssoise o la última tapita que se nos haya ocurrido para asombrar a la parienta, que agradecerá el detalle, aunque le parezca gastronómicamente irrelevante, no nos engañemos.

Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
Imprescindibles en nuestra cocina. Interesante artículo. ¡Gracias por compartir!