Ardides, de Miguel Ángel Gómez
/una reseña de Emma Fernández García/
Es Ardides (Camelot) el primer diario de Miguel Ángel Gómez y abarca diezaños. Si algo caracteriza a este autor es su inmediatez. Hace meses publicó Caída libre, su primera incursión aforística como tal, tras la Primera Semana del Aforismo celebrada en Sevilla, a la que acudieron los aforistas más importantes del panorama español, como Carmen Canet, Manuel Neila, Elías Moro y un largo etcétera, magníficamente organizada por José Luis Trullo. Ardides ofrece una fusión natural, entre simbólica y surrealista, en la que se han incluido textos antiguos, lo que obligó a Miguel Ángel a leerse con otros ojos, a escucharse con otra voz y buscar a aquel chico soñador que vagabundeaba por cafés y bibliotecas. Como nos adelanta Javier José Rodríguez Vallejo en su prólogo, «en sus metáforas están las tierras de Santander y Oviedo, en sus líneas se van tejiendo las ilusiones y los misterios».
Mezcla Gómez aforismos, haikus al estilo americano, prosas líricas, relatos, entradas de diario. Ardides es una mezcla heterogénea y a la vez perfectamente compacta de fragmentos que componen un mosaico literario. En este libro el paso del tiempo está muy presente, por el período que abarca y porque en su esencia hay recuerdos, visitas al pasado, encuentros con personas queridas; algunas de ellas ya no están. El autor quizá sea más consciente ahora de la caducidad de lo que nos rodea, percatándose de la proximidad del fin de lo que conoce o ama, que es uno de los grandes temas de la literatura universal. El otro día comentábamos que es una pena que se corten las alas a los sueños de un adolescente, pero Miguel Ángel Gómez está convencido de que nos engañan; de que sólo es un camelo, porque cualquiera puede llegar a lo más alto. Sólo se necesita una cosa para lograrlo: esfuerzo. Este autor ovetense tenía un sueño cuando era un niño: publicar. Y ha ido cumpliendo ese sueño a base de mucha entrega y de un gran sacrificio. Como decían anteayer en Anáfora, Miguel Ángel aspira «a no dejar género literario sin su marca personal».
Se sumerge en grandes autores, directores de cine, cantantes, actores, «como en ríos de sabiduría», como escribiera Michael Ondaatje. Supone un desgaste mental para empaparse de lo que le rodea, imponiéndose dedicar todos los días una parte de su tiempo a escribir en el café. Impresionan en Ardides sus relatos, en los que no se reconoce tanto al autor de Canciones acusadoras, Sombra o Gato encerrado. O sí se reconoce, pero se tiene una sensación de déjà vu. Todo esto conduce, en definitiva, al oficio de escribir, que es el oficio de vivir de Miguel Ángel Gómez, un artesano de palabras en boli rosa. Es un oficio porque es algo que uno aprende a hacer. El arte de tallar las palabras, como un maestro de la Edad Media tallaba en cruz una piedra de dureza extraordinaria para obtener un bello diamante: así trabaja Miguel Ángel, esculpiendo las brillantes facetas de los adjetivos, hasta desgastar las tapas, romper las hojas, borrar las palabras, que ya ha hecho suyas.

Selección de poemas de Miguel Ángel Gómez
Prisionero de sí mismo
Desde que te vi en aquel sitio el tiempo pasa buscando
algo que nunca encontrará. Busca dentro de sí mismo,
combato a los perversos, mentirosos y destructivos.
Para salvar mi vida no puedo pensar en nada
mejor que en ti y olvidar a los compinches pestilentes,
el gas de la risa ya no actúa con gran soltura,
Lennon me cuchichea al oído y tiene razón
porque el amor es un gran signo de actualidad mental.
Soy un hierbajo solitario, la chaqueta echada sobre los hombros,
Romeo flacucho mirando meditativo
por encima de las cabezas de la multitud
masticando chicle y con sus pies negándose a seguir,
Shelley coge mi bolsa de viaje
mientras compro un billete de autobús.
¡Bella voz la tuya, verdaderamente bella!,
el amor es un gran signo de actualidad mental.
Poseías talento y genio, sin ti estoy ciego como recordarás,
comunícate conmigo por telégrafo
siendo lo bastante imprudente o lo bastante audaz.
Cada noche sin ti observo cada escena estupefacto.
Escucho al Tamborilero con su disciplina atrayendo
a otras personas interesadas en lo mismo que él.
¿Por qué no buscamos dinamita en lo que amamos?
Lo terrorífico es hacerse prisionero de sí mismo.
El amor es un gran signo de actualidad mental.
Me llevas a empujones a una piel clara
¡Oye! Debí de volverme loco,
una vez te besé con fuerza ante lo no invisible.
A veces de modo bastante inesperado,
me visitas en momentos de inquietud
y me llevas a empujones a una piel clara.
Llévame lejos del banquillo de los acusados
Querida Compinche, demos de comer
a los caballos salvajes
que nos hacen tragar saliva.
Callo bruscamente. Pero poco después, preguntas:
—¿Por qué callas? ¡Dime algo!
Tus pies no buscaron banqueros
ni financieros por las calles.
Llévame lejos del banquillo de los acusados.
Dime, cariño, que no vendrán
días tristes ni funestos contigo.
Querida Compinche, tu energía es imperecedera.
Si Lázaro fue sacado de entre los muertos,
por qué no yo. Sostengamos cerillas en el aire.
Tengo esos dientes que se retuercen
como una anguila.
Cualquier cosa que necesite esté donde esté…
tú lo tienes. Desde que te vi en aquel sitio
dibujando narices en los libros de Lorca
junto a edificios claros y vivificantes,
busco tu rostro enmarcado por el cabello rojizo.
Las malas hierbas no crecen en cualquier parte.
Apagaron su cigarrillo y no dejaron huellas de carmín.
He de extenderte mi tarjeta con delicadeza.
Has de saberlo, cariño,
he de ponerme a cubierto contigo.
Ardides
Miguel Ángel Gómez
Camelot0, 2019
108 páginas
14,25€
Emma Fernández García (Oviedo, 1978) es diplomada en arquitectura técnica por la Universidad de Salamanca y trabaja en la planificación y diseño de aeropuertos. Ha escrito Las lentes de Yeats, un libro inédito de relatos cortos, donde lo mundano y lo irreal caminan por el mismo borde de piedra, y es lectora voraz de Manuel Rivas, Soledad Puértolas y Joan Margarit.
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