Giulino di Mezzegra
Criar en tiempos del zapping
/por Pablo Batalla Cueto/
A veces una imagen determinada, una escena dada, le compendia a uno súbitamente la esencia última del tiempo que habita; el Zeitgeist que, normalmente evanescente y tentable apenas, de pronto y durante un segundo cobra forma inteligible para el ojo atento; sublima al revés su gas inefable, se pliega sobre sí mismo y se hace caber en la manejable angostura de una estampa o un aforismo. Quien esto escribe experimentó una de esas epifanías hace unos días.
Compónganse el cuadro. Una madre da de comer a un niño de un año y medio, sentado en una silla de bebé; le va extendiendo cucharaditas de puré de verduras de una especie de termo que llevaba en el bolso. No están en su casa, sino en la de unos amigos a los que han venido a visitar. El padre a su vez, arrodillado ante el crío, sostiene con las dos manos ante los ojos obnubilados de aquél un smartphone en el que ha prendido un vídeo infantil. Antes, han visto al niño jugar con ese mismo teléfono móvil; y les ha asombrado verlo capaz, no todavía de pronunciar palabras diferentes para papá y mamá, sino sólo un común balbuceo bisilábico, pero ya sí de navegar por YouTube; de escrolear la pantalla con sus dedos chiquitines y aun de clicar el botón de saltar anuncio. Han visto después al padre cogerle el smartphone para hacer una llamada y ofrecerle a cambio uno de esos pequeños libros para niños con páginas de cartón duro y motivos de Disney y al chaval hojearlo rápidamente, como extrañado, al derecho y del revés; arrojarlo al suelo y llorar entonces enrabietado hasta serle devuelto el subyugante teléfono. Y luego se han fijado en que el crío nunca se detiene más de dos segundos en el mismo vídeo, sino que lo que parece fascinarle y divertirle es el zapping; el «cambio reiterado» que para zapeo define el diccionario. Y han escuchado al padre contar sin la menor alarma que al niño también le encanta enredar con el mando a distancia de la televisión de casa, empleándolo igualmente para saltar de canal en canal y nunca para ver una cadena concreta, como un poeta surrealista que quisiera componer un centón audiovisual formado por retazos casuales y brevísimos de todos los canales. Y a su enunciación de una duda prudente, contenida, educada, sobre los peligros de la exposición temprana e intensa de los niños a la tecnología moderna, el padre les ha respondido, encogiéndose de hombros, lo siguiente: «Es el futuro».
El futuro. Ciertamente lo es este niño del que, caído a la marmita del zapping a su tierna edad, no es descabellado suponer que habrán de serle permanentes los efectos tal como para Obélix lo eran los de la poción mágica de Panorámix; que, de adulto, buscará asimismo amores zapeados, tolerará el zapping laboral, zapeará políticamente. «La existencia zapea por el mundo», escribe Byung-Chul Han en Buen entretenimiento, y todo se conjura en el siglo XXI para que zapeemos; para que devengamos seres desatentos, distraídos, narcotizados por una sucesión infinita de imágenes; barcas a la deriva que en ningún puerto anclen y ningún derrotero lleven; nómadas que —escribe Martín Barbero—
se van de la casa, viven unas veces solos, otras veces con amigos; se mudan con facilidad a otras ciudades, a otros barrios; regresan a la casa, vuelven y se van; estando en casa, prenden el televisor, cambian de canal, apagan el televisor; prenden el computador, navegan por Internet, juegan videojuegos, escuchan música o chatean, en la mayoría de las veces simultáneamente. En ese ir y venir buscan lo novedoso, lo extraordinario, lo placentero, lo festivo, lo erótico, lo desordenado; deambulan entre construcciones y deconstrucciones de un yo, otro y un nosotros; viven el presente a través de una interacción constante que no implica mayores compromisos y trascendencia, y que no genera continuidad.
Los señores del cosmos saben, como lo sabía Simone Weil, que la atención crea, mientras que la desatención nos convierte en dócil materia prima de la creación ajena, y han ido levantando una dictadura de la desatención que se despliega en las tiranías subsidiarias de lo evidente, lo inmediato, lo presente y lo irrefutable; o en aquélla sobre la que así escriben Eugènia de Pagés Bergés y Alba Reñé Teulé en Cómo ser docente y no morir en el intento:
La excitación se ha convertido en la consigna de nuestra época. Existe una especie de bulimia de sensaciones fuertes, basada en una sobreestimulación sensorial. Un buen ejemplo de ello es la denominada geografía desviada, que consiste en recorrer el mundo con el único objetivo de extraer el máximo de sensaciones. La actitud que supone es profundamente depredadora, devoradora, en ningún caso implica una observación plácida, una contemplación del mundo. De hecho, la vida emocional actual es una especie de mezcla de adicción a la intensidad, de hiperactividad y de banalidad.
En la cultura del zapping no hay —ha dejado de haberlo— pasado, porque es irrecordable la vertiginosa sucesión de esquirlas de significado sin significancia por sí mismas; no hay en realidad futuro, porque no es predecible el aleatorio porvenir, y vivimos instalados en el presente eterno que la teología medieval imaginaba que era el Infierno. No hay tampoco arraigo, sino una identidad líquida, un arraigo zapeado, que queda bien resumido en esto que el joven empresario asturiano Daniel Suárez dejara dicho de sí en una entrevista para La Nueva España: «Vivo en mi cuerpo y en el planeta Tierra; lo demás son sitios donde tengo calzoncillos». Sólo el instante cuenta; sólo en su minúscula parcela hacemos pie y el mundo se ahoga en una nube tóxica de instantes, liberada por el dinamitazo inmisericorde de los grandes edificios semióticos de la modernidad. La condición posmoderna es —caracteriza Dick Hebdige— un presente continuo en el cual vivimos «eternamente inmovilizados entre un futuro siempre incierto y un pasado irrecuperable en proceso de desintegración que se recuerda a medias». Albert Camus sostenía que, ante la constatación de absurdo, había tres opciones: abrazamos, distraerse o el suicidio; pero hoy las hemos reducido a dos. Abrazamos el absurdo convirtiéndolo en una distracción. Y nosotros mismos devenimos zapping; el zapping identitario de la idea «de que siempre es posible volver a empezar, renacer de nuestros impasses en otra relación, otro trabajo u otro estado»; de que siempre será posible «evadirnos de nosotros mismos» (Jordi Solé). Es nuestro lema el Impossible is nothing de Adidas; nada lo es —creemos— cuando se zapea; la lotería del zapping de los mundos posibles podrá acabar ofreciéndonos aquél en que seamos felices, plenos. Nos lo hacen creer y sin embargo no es cierto, porque no zapeamos entre infinitas opciones, sino sólo entre aquéllas que el sistema dispone, tan sólo delusoriamente numerosas, idénticas al fondo de su formal disimilitud. Podemos escoger el Ford-T que queramos con tal de que sea el negro, que es la suma totalitaria de todos los colores. Aturdidos por un tsunami de ofertas, dejamos de demandar y lo inicialmente múltiple acaba transformándose en lo uno. No es el zapping la apropiación de lo múltiple, sino la ingesta de una papilla; de un puré mendaz de todas las verdades; del soma del infeliz mundo feliz de Aldous Huxley, opresor mediante el placer y no mediante el dolor. «Todas las ventajas del cristianismo y del alcohol, y ninguno de sus inconvenientes», era el soma y es hoy la omnipresencia del entretenimiento. «Uno puede tomarse unas vacaciones de la realidad siempre que se le antoje, y volver de las mismas sin siquiera un dolor de cabeza o una mitología. […] Un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos», le decía Henry Foster a Bernard Marx en la novela.
Prohibido aburrirse en el siglo XXI. En esta era atiborrada de medios de comunicación, rica en datos, en la que el zapeo y los juegos electrónicos campan por sus respetos —escribe Carl Honoré—,
hemos perdido el arte de no hacer nada, de cerrar las puertas al ruido de fondo y las distracciones, de aflojar el paso y permanecer a solas con nuestros pensamientos. Boredom, la palabra inglesa que designa el aburrimiento, no existía hace ciento cincuenta años, y es que el hastío es una invención moderna. Si eliminamos todos los estímulos, nos ponemos nerviosos, nos entra pánico y buscamos algo, lo que sea, para emplear el tiempo. ¿Cuándo ha visto por última vez a alguien que se limitara a mirar por la ventanilla del tren? Todo el mundo está muy ocupado leyendo el periódico, absorto en un videojuego, escuchando música por medio de auriculares, trabajando con el ordenador portátil, charlando por el teléfono móvil…
Esta derrota del aburrimiento podría antojársenos una conquista feliz del capitalismo; podría parecérnoslo habernos deshecho de eso que Ludwig Tieck llamaba un «tormento del infierno» y en la Edad Media se condenaba como pecado, porque era visto como una cerrazón ante Dios, que de suyo llena de vida a quien cree en él. Antiguamente, el aburrimiento era uno de tantos privilegios aristocráticos: los proletarios, encadenados a jornadas de trabajo draconianas, no tenían tiempo de aburrirse. Trabajaban, dormían y volvían a trabajar: eso era todo, y sólo los duques y los marqueses se aburrían mortalmente en sus palacios, ahítos de su propia riqueza. Que el ocio no sea hoy un lujo es sin duda algo a celebrar, pero hoy, de no poder aburrirnos, hemos pasado a no poder aburrirnos; a estárnoslo casi prohibido y a haber perdido la conciencia de que un aburrimiento mediano y ocasional, sensato, nos es muy necesario. Sí la tenía Rilke, que decía: «Amo de mi ser las cosas oscuras/ en las cuales se ahondan mis sentidos». Las horas claras son claras porque hay horas oscuras que las demarcan; que les ofrecen contraste o un a modo de paspartú. Toda buena novela necesita páginas aburridas y altibajos narrativos. Las montañas —cualesquiera montañas, también las del alma— no serían montañas si no las circundaran los valles y las gargantas. Si todo fuera igualmente alto y tanto como pudiera serlo, no habría Everest, ni Aconcagua, ni Mont Blanc, sino sólo una interminable meseta, y el mal de altura haría imposible habitarla. Con el aburrimiento y el ocio sucede lo mismo: necesitamos un abajo que nos imbuya de la conciencia y el placer del arriba.
El aburrimiento es, dice Santiago Alba Rico, «el espinazo de los cuentos, el aura de los descubrimientos, el gancho de toda atención». Lo dice en un magnífico «Elogio del aburrimiento» en el que también pone en escena a sor Juana Inés de la Cruz, fascinante protofeminista mexicana del siglo XVII, poetisa y filósofa inteligentísima y de vasta cultura, que se hizo monja para evitar tener que casarse. Ella misma contaba que en una ocasión, la abadesa de su convento le prohibió leer y escribir y la castigó enviándola a la cocina; pero que allí —el relato es de Alba Rico—, Juana Inés «estudiaba y escribía con la mente; es decir, pensaba. Del huevo y de la manteca, del membrillo y del azúcar, mientras cortaba y amasaba y freía, sacaba una consideración, una reflexión, un hilo interminable de conjeturas, y eso hasta el punto de llegar a afirmar con desafiante ironía en su conocida carta a sor Filotea: “Si Aristóteles hubiera cocinado, habría pensado más y mejor”». Se hace Alba Rico seguidamente la siguiente reflexión: «Si a Juana Inés, en lugar de a la cocina, la hubiesen mandado a Disneylandia, donde se hubiese aburrido menos, quizás habría dejado de leer, estudiar y pensar sin ninguna prohibición». Y termina por concluir que
El capitalismo lo tolera todo, menos el aburrimiento. Tolera el crimen, la mentira, la corrupción, la frivolidad, la crueldad, pero no el tedio. Berlusconi nos hace reír, las decapitaciones en directo son entretenidas, la mafia es emocionante. ¿Cuál era el peor defecto de la URSS, lo que los europeos nunca pudimos perdonarle, lo que nos convenció realmente de su fracaso? Que era un país muy aburrido.
El aburrimiento también era crucial para el novelista Alberto Moravia, que en 1960 escribió una novela titulada justamente así, El tedio, en la que jugaba con la siguiente idea: en el principio no fue el Verbo, sino el Aburrimiento; no es la lucha de clases el motor de la historia, lo es el aburrimiento,
también llamado caos. Dios, aburriéndose del aburrimiento, creó la tierra, el cielo, el agua, los animales, a Adán y a Eva; y estos últimos, aburriéndose a su vez en el paraíso, comieron el fruto prohibido. Dios se aburrió de ellos y los expulsó del Edén; Caín, aburrido de Abel, lo mató; Noé, aburriéndose realmente un poco de más, inventó el vino; Dios, de nuevo aburrido de los hombres, destruyó el mundo con el diluvio; pero esto, a su vez, le aburrió de tal manera que Dios hizo volver el buen tiempo. Y así sucesivamente. Los grandes imperios egipcio, babilonio, persa, griego y romano surgían del aburrimiento y se derrumbaban en el aburrimiento; el aburrimiento del paganismo suscitaba el cristianismo; el aburrimiento del catolicismo, el protestantismo; el aburrimiento de Europa hacía descubrir América; el aburrimiento del feudalismo provocaba la Revolución francesa; y el del capitalismo la Revolución rusa.
Y debiéramos aburrirnos más, o mejor dicho, mejor: precisamente porque nos es necesario, el aburrimiento tiene la cualidad de flotar. No importa cómo trate de ahogárselo, siempre acaba regresando a la superficie, obligándonos a redoblar la apuesta con una nueva calderada de ocio que a la postre tampoco da en ahogarlo. Lo mismo los niños que los adultos, necesitamos y exigimos juguetes cada vez más sofisticados y extravagantes. Lo divertido de ayer es lo aburrido de hoy y las muñecas de trapo y los caballos de palo que llenaban de dicha y hacían florecer la imaginación de la chavalería de hace medio siglo matan hoy de tedio a los resabiados millennials, habituados a los videojuegos más refinados y a una cultura del usar y tirar que también se les inculca desde pequeños, de tal manera que van amontonando y basurizando juguetes que sólo alcanzan a satisfacerles una semana o dos. Pero adultos talludos hay también que dilapidan sus sueldos en no perder el tren de los gadgets de moda. ¿A quién le interesa que así sea? ¿A quién le viene bien que se nos ahogue la facultad de pensar en un tsunami de trebejos y cachivaches entretenedores? Qui prodest?
Todo lo que era sólido se desvanece en el aire; se vuelve primero blando y finalmente gaseoso; y la política —metaforizaba Weber— consiste en «taladrar tablas duras con pasión y tino». Hoy funcionan aún los taladros de la política, pero taladran el aire; y siguen haciendo un ruido del que creemos que prueba su utilidad, pero que nos escamotea el hecho de que nada taladran en realidad. Es sutil el totalitarismo moderno y las pantallas que nos rodean por todas partes son sus púlpitos. «El fascismo basaba su poder en la Iglesia y el Ejército: no son nada comparados con la televisión», dejó dicho Pier Paolo Pasolini. Entre un totalitarismo y otro, la democracia fue un espejismo. Transitamos hoy hacia su perversión laócrata. La democracia, poder del demos, es el poder de la diferencia; de la expresión de lo contradictorio (dialéctica) y la seducción pública (retórica), mientras que la laocracia, poder del laos, es el poder del consenso y de la liturgia; la acción comunitaria regida por lo sagrado. La democracia ama la promiscuidad; la laocracia la execra como pecaminosa. La democracia celebra a los heterodoxos y los herejes; la laocracia los persigue. La democracia es el poder de la multitud; la laocracia, el de la muchedumbre, la turba. La argamasa del pueblo demos es el derecho; la del pueblo laos, la religión; y hoy somos un laos de la religión del entretenimiento; un pueblo de Dios de la teocracia de la diversión. Y su liturgia es el zapping.
Y qué imagen, también, la del padre arrodillado ante la trona-trono del niño, exacta certificadora de que la antropóloga norteamericana Meredith Small tiene razón cuando afirma que en un par de generaciones se ha pasado del culto a los antepasados al culto a la descendencia; un culto —escribe Eva Millet—
cuyo templo es el hogar, donde las imágenes de los niños han reemplazado sin miramientos a las de aquellos abuelos y bisabuelos a los que, hasta hace no demasiado, se rendía un discreto homenaje. Hoy los antepasados prácticamente han desaparecido de la iconografía doméstica y el homenaje se les rinde a los hijos, cuyas imágenes y manualidades, en diversos formatos, tachonan de una forma más bien poco discreta las paredes de tantos hogares.
Los padres son hoy a la vez padres helicóptero que sobrevuelan las vidas de sus retoños, pendientes de todos sus deseos y necesidades, y padres apisonadora que les allanan el camino para que no se topen con dificultades. Y esa sobreprotección acaba generando desprotección. «La obsesión por el hiperhijo —dice Millet— resulta en un hiponiño; un individuo más frágil, más inseguro y dependiente, que carece de una habilidad fundamental para ir por la vida: la autonomía». Cuenta Millet que
Un buen ejemplo para ilustrar este punto lo escuché en una tertulia de directoras de escuela, reunidas en el programa de radio Lletra lligada. Al tratar el tema de la sobreprotección de los niños, una de ellas habló de un nuevo fenómeno: el de los párvulos que se caían en el patio y no se levantaban. Independientemente de la intensidad de la caída, los críos se quedaban en el suelo, inertes, cual bíblicas estatuas de sal, lo que provocaba la lógica alarma de los adultos responsables durante el recreo.
Sin embargo, cuando los profesores acudían a atenderlos, descubrían que los niños no se habían hecho nada realmente. Simplemente, no sabían que eran capaces de levantarse por sí mismos. ¿Por qué? Porque hasta ese momento siempre habían sido socorridos por un adulto: por esos padres o madres que, emulando al gran Usain Bolt, ante cualquier tropiezo de sus hijos corrían a la velocidad del rayo para ayudarles a incorporarse de nuevo. Era tal la diligencia de estos adultos que los niños se habían acostumbrado a que alguien los levantara de forma sistemática.
Sobre lo ténebre del recorrido social y político de una generación criada en la costumbre de la protección y la falta de autonomía no es preciso extenderse mucho. Uno de los cuadros más famosos de René Magritte representa a un pintor que, observando un huevo, retrata en su lienzo un pájaro; y es también un ave de alas desplegadas lo que el huevo del hoy parece incubar, pero no una de buen agüero y graznido dulce, sino el águila de san Juan o la Reichsadler. Acostumbrados a los ultrapapás, no es improbable que estos niños busquen remedos nacionales de los mismos en su futuro adulto; que demanden el reino de un equivalente pater patriae que de todo se encargue, niños los mantenga, sea él el Estado como lo era Luis XIV y los libere, como Fernando VII libraba a los españoles, de la funesta manía de pensar.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.
Interesante, graciassss!!!!!