Calendario (34)
Catarros y músicas
/por Avelino Fierro/
Como los ciclos de la naturaleza, los catarros, la Navidad, las músicas. El tiempo que gira en sí mismo, que se repite, que retorna y nos puede llevar al hastío salvo si la conciencia cree que comienza cada vez de nuevo, con renovada ilusión, como quería Nietzsche. ¿Todo es inexorable, somos marionetas? Algo así he sentido estos días, zarandeado por las enfermedades que han llegado colándose acurrucadas en los bajos de los trailers del frío. Días de actividad laboral, de ociosidades y juerguerío continuo, y el cuerpo no ha aguantado. Garganta profunda, un rojo vivo. Medicinas de amplio espectro y emplastos. Cena de Nochebuena solitaria, rebuscando víveres en el doble fondo del frigorífico: ensaladilla sin caducar, un trozo de cecina, un par de higos. Una botella de sidra del año pasado. La alegría del mando de la tele para uno mismo; un poco febril. Maldormido en el sofá, y el cuello algo partido. La música es un regalo, claro, aunque sea lo repetido. Bach, por Suzuki o Herreweghe. Un Mesías que es una antigualla —la Schwarzkopf y Klemplerer que dirige—, pero que nos sabemos de memoria. Y algunos villancicos en una vieja cinta de casete. La música. Si uno la escucha, abriga. Nietzsche utilizaba el término Ungeheur: inmenso, informe, estremecedor, monstruoso. El tercer acto de Tristán e Isolda —escribe en El nacimiento de la tragedia— puede hacer que nos extenuemos bajo el compulsivo despliegue de todas las alas del alma. Y triunfa sobre la lascivia. Paul Deussen, el amigo de juventud del filósofo, relata el viaje de N. a Colonia un día de febrero de 1865, y cómo el mozo de servicio que le sirve de guía lo lleva, en lugar de a un restaurante, a una casa de mala reputación. N. le cuenta a su amigo: «De pronto me vi rodeado por media docena de apariciones en lentejuelas y gasa, con su mirada expectante puesta en mí. Durante un tiempo me quedé sin palabras. Pero luego me dirigí instintivamente hacia un piano, que era el único ser con alma en aquel grupo, y toqué algunos acordes, que mitigaron mi rigidez y salí a la calle». Y vuelven también desde lejos algunos amigos, y aquí está uno sin poder llevárselos a la boca. Elías y Ana, Ruth, Jabuto y Cerebro, el Negro, los Llamazares y un primo de Méjico. Tomando vermús al mediodía y cerrando la noche bajo el toldo del Santo Martino. Y yo aquí, encerrado con papeles que me sirven desde la oficina, para después descansar leyendo la elegía a Donne, de Brodsky —y siempre vuelvo estos días a ese otro librito de poemas navideños que escribió durante muchos años—. «John Donne se ha dormido, como todo el lugar […] En parte alguna se oye un golpe, murmullo o susurro. / Sólo la nieve cruje, todos duermen. El alba queda lejos […]». O ese libro, que dicen inédito en España, de Pasolini sobre Roma. Los diarios de un poeta polaco. Y Olay o el Manuscrito del alba, de Toño Llamas. Cosas por el estilo. Algunos versos y párrafos hacen que me atragante de emoción. No sé; mejoro muy lentamente.
Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en tres volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014) y La vida a medias (2015-2016), todos ellos publicados por la editorial Eolas.
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