El viejo que pasea por el barrio
La tarde de la Nochebuena
/por Sergio Gaspar/
La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va.
Y nosotros nos iremos,
y no volveremos más.
Mi padre, que no cantaba ni le gustaban los villancicos, recitaba esta estrofa en navidades a menudo. Creo que a mi padre le hacía verdadera gracia que se muriesen los otros, aunque asegurase que le entristecía por mantener las apariencias. Mi padre, hasta que se murió, se creyó inmortal. No fue original en esto. La mayoría de nosotros vivimos como si sólo fuesen a morirse los demás, y así nos va. Hasta que un día, pasmosamente, nos morimos.
«La jiñamos», como decía mi padre. Parece que estoy oyéndolo, caló y sonriente.
Y nosotros la jiñamos,
y no jiñaremos más.
Abro los ojos tras la siesta. Me recibe ese silencio denso, característico de la tarde de la Nochebuena, cuando el mundo va callándose a la espera del asombroso nacimiento del Niño Jesús. Con ganas de agrietar tanto silencio, pongo la radio. En concreto, la COPE, que es lo correcto en estas fechas.
Una locutora nos explica la importancia de los villancicos para mantener viva la llama de la tradición navideña, tan entrañable, tan familiar, tan española. A continuación, se oye un villancico en inglés. Típico de la COPE. Esta cadena nacionalista española, en la que se censura con frecuencia a los nacionalistas catalanes por ningunear una lengua hablada por quinientos millones de personas, o más, es insaciable a la hora de emitir canciones en inglés. Sus locutores y tertulianos no paran de usar anglicismos y de contarnos las maravillas del paraíso de los Estados Unidos, eso sí, tras ilustrarnos de vez en cuando con que el español lo hablamos quinientos millones de personas, o más, prueba que demuestra lo catetos que son los separatistas catalanes por despreciar la segunda lengua más oída del mundo. Dicho esto, ponen otra canción en inglés, la enésima, para que no nos queden dudas de lo patriótico y firme de su posición.
En fin, lo que hace la COPE, lo hacen también la SER, RNE y Radio Etcétera Española. Los tiempos cambian. Las Navidades de hoy serán las Christmas de mañana. Seguramente ya lo son.
Salgo al balcón. Apenas circulan coches. El barrio va bajando las persianas de los comercios y los bares. El Ensanche se desinfla como un globo pinchado.
Me aburro. ¿Qué hacer? Si fuese Lenin, fundaría un partido político revolucionario. Como soy Gaspar, me pongo a escribir un correo electrónico.
Tengo un amigo en Palma de Mallorca, que vive también y simultáneamente en Palma, en Ciutat y en Ciutat de Palma, de tal forma que el hombre vive en cuatro nombres distintos y un solo lugar verdadero, un amigo sabio que me regaló hace poco un libro difícil de encontrar y fácil de leer: Wabi sabi: el «arte de la impermanencia» japonés, de Andrew Juniper.
Leído el libro, le escribo este correo:
Querido:
He disfrutado con tu regalo, porque expresa con claridad principios básicos del zen y de las filosofías orientales en general.
Hay que abolir el deseo de posesión y permanencia, hay que aceptar la impermanencia y convertirla en un placer melancólico. Hace años que sé lo que debo hacer, tantos como no logro hacerlo. Esto he aprendido, tras leer muchos libros y seguir triste mi carne: todas estas doctrinas son muy hermosas, pero nosotros somos muy feos. La solución ni era ni es ni será fácil.
Leyendo tu libro, me he acordado de otro. Supongo que lo conocerás. Se titula Happycracia: cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas, by Edgar Cabanas y Eva Illouz. Es un ensayo de éxito relativo contra la industria de la felicidad. Un éxito que tan paradójica como lógicamente lo incorpora a la industria de la felicidad que critica. Hay un camino muy transitado para entrar con éxito en el sistema. Se llama criticar el sistema. Lo recorren muchos. Se dan codazos para expulsar a los otros de la competición… Pero bueno, lo que más me ha interesado de este diminuto fenómeno editorial ha sido una cosa que considero importantísima. Crear un neologismo: happycondríaco.
Como no podía ser menos, el neologismo incorpora un anglicismo, porque, si no sabemos inglés, no lograremos ser felices. Insisto en este mensaje, que se repite en Occidente a todas horas: si no sabes inglés, nunca serás feliz. Al margen de esta observación, base de la felicidad, el feliz neologismo da en el clavo al señalar que algunos occidentales sufren el curioso miedo a no ser felices, el miedo a no llegar al cielo, el pánico a no ser como (a)parece que es la mayoría, si uno contempla los anuncios publicitarios, los mítines de los partidos políticos con sus líderes levantando el brazo sonrientes, o participa en un grupo de amigos de WhatsApp, o mira alzar a Rafa Nadal su duodécima copa del Roland Garros o tumbarse en la arena de la pista como si fueran a traer cuatro caballos para descuartizarlo. Si debemos ser felices y no lo somos, estamos condenados por esta ideología a la infelicidad.
Hace un montón de años leí un ensayo que debería leer todo jefe de Estado, incluido el Papa, presidente de gobierno o comunidad autónoma, alcalde, presidente de comunidad de vecinos y, desde luego, cualquiera que aspire al éxito con un manual de autoayuda. Título: Crítica de las ideologías: el peligro de los ideales. Autor: Rafael del Águila, quien por cierto murió al año siguiente de publicarlo.
Me acuerdo del libro porque todas las ideologías que me vienen a la cabeza en esta tarde de la bella y entrañable Nochebuena, todas, tienen como horizonte más o menos difuso la promesa de la felicidad. Antes habrá que sufrir, tal vez, o seguro, pero alcanzaremos el cielo. O habrá valido la pena. Como nos explicó Labordeta en su Canto a la libertad:
También será posible
que esa hermosa mañana
ni tú, ni yo, ni el otro
la lleguemos a ver;
pero habrá que forzarla
para que pueda ser.
Sí, tal vez habrá que sufrir separando la basura en nueve cubos en una cocina de cinco metros, pero el planeta agradecido nos acariciará con ternura. Tal vez habrá que pasarlas canutas montados en bicicletas repartiendo comidas aún a los setenta años, con la edad de jubilación retrasada a los ochenta y cinco años y once meses, pero la libertad de mercado terminará asegurándonos la felicidad, aunque no nos asegure el paro ni el alquiler del cubículo ni la operación de hernia discal. Sufriremos enfrentándonos a perros policías defensores del capitalismo —o, sorprendentemente, del comunismo, al que también defienden perros policías—, nos saltarán un ojo o un cojón o un ovario, o los dos, pero el comunismo, el anarquismo o tal vez el capitalismo neoliberal nos acogerán en sus brazos celestiales tarde o temprano, tras pasar por el hospital, los calabozos y la duda. Nunca dudemos: la patria prometida de cualquier ideología es la felicidad. Religiosa o laica. Tal vez sufriremos cárcel, como el cristiano Oriol Junqueras, pero un tribunal justo europeo y un pueblo que nos ama nos liberarán y nos conducirán a la gloria y a comer en casa.
Ninguna ideología de las que me vienen ahora a la mente se planta ante mí para explicarnos: «Tías y tíos, lo más probable es que lo paséis putas. Todo es una mierda, o casi todo. Vosotros también sois una mierda. Haréis cosas y no os servirán de nada. Jugaréis y no os tocará la lotería. Sufriréis, o con suerte os aburriréis de esperar, y no habrá victoria ni paraíso ni recompensa ni reparación de ninguna injusticia… Y, ahora que ya lo sabéis, hala, a seguir viviendo».
A modo de despedida, tres sentencias:
«Una persona sin doctrina se parece más a una persona». Gao Xingjian
«La falta de ideología es también una ideología, o, lo que es peor, un intento de ocultar tu ideología». Pepito Grillo
«No hay nada más navideño que odiar la Navidad». Sentido Común
Te mando un abrazo bien fuerte.
Sergio Gaspar nació en 1954 en Checa, provincia de Guadalajara. Se licenció en filosofía y letras en la Universidad de Barcelona. Ha publicado los libros de poesía Revisión de mi naturaleza (1988), Aben Razin (1991), El caballo en su muro (2004) y Estancia (2009), reeditado en formato digital por Uno y Cero Ediciones (2013). Es asimismo autor de la novela Viento de tramontana (2014). Fundó en 1996, junto a Maria Fortuny, la editorial DVD Ediciones, aventura que dirigió hasta su cierre en otoño de 2011, tras haber publicado más de doscientos títulos de poesía, narrativa y ensayo. En la actualidad, es un jubilado y pasea.
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