Desde la antesala
Tauromakias (4): El viejo Cúchares que en paz descanse
/por José Manuel Vilabella/
El viejo Cúchares, como todos los taurinos saben o deberían saber, fue el primer matador de toros que convirtió al toreo en danza exquisita y terminó con la bárbara y carpetovetónica costumbre de sacrificar reses a tontas y a locas como se venía haciendo en España desde tiempo inmemorial. Francisco de Goya, que fue torero, amigo de toreros y cronista gráfico de la tauromaquia de su época, en carta enviada a su amigo Martín Zapater, le dice textualmente: «Es bárbara y rechazable la costumbre del español de sacrificar toros después de martirizarlos con crueldad. Yo lo hice y me arrepiento porque, a mi pesar, soy español hasta la médula. Alguien tiene que venir en el futuro que le dé sentido a esta costumbre brutal, primitiva y perversa». Don Francisco, con su intuición, intuye la llegada de Cúchares como san Juan Bautista proclamó la venida de Jesús el nazareno. Hay cosas, en la religión y en la tauromaquia, que la razón no entiende y que forman parte de los misterios del corazón, de los intríngulis del alma. Cosa religiosa es para nosotros, sus alabanceros, el arte del toreo. Somos fanáticos como los primitivos cristianos y, como ellos, despilfarramos el patrimonio de nuestros mayores, abandonamos esposa e hijos y, con las amantes y querindongas de turno, vamos de plaza en plaza siguiendo la temporada de nuestro matador preferido. Qué sé yo los millones de euros que me habré gastado en esa loca aventura y hoy, arruinado y desde la más triste miseria moral y económica, cuento mis sinsabores en estas crónicas descarnadas y patéticas. Escribo, por lo tanto, desde el dolor y la desesperanza y pontifico lo que sea menester para que mis confesiones sean bálsamo que mitigue el dolor y den un sentido a las escasas décadas que me quedan de vida y, si es posible, sirvan de ejemplo a otros descarriados que se envilecen con conductas inapropiadas. En fin…
A investigar la azarosa vida, las andanzas, aventuras y desventuras de Francisco Arjona Herrera, Cúchares para la historia, este humilde taurómako y ratón de biblioteca ha dedicado tiempo y dinero. Si apasionante es seguir a un torero vivo aún lo es más, si cabe, seguir a un difunto. He buceado en archivos y hemerotecas, hablado con unos y con otros y viajado hasta las Américas para poder escribir lo que hoy pongo ante los ojos de mis lectores.
Francisco Arjona Herrera, Cúchares, fue único por diversos motivos. Parece milagroso y posiblemente lo sea, pero nuestro hombre, a pesar de haber toreado cientos de corridas de toros, jamás recibió una cornada. Se fue al más allá con el pellejo impecable, sin un costurón, nuevecito. Cuando sus colegas en tabernas y colmados enseñaban sus cicatrices y decían los nombres de los astados que se los habían causado, él, prudentemente, miraba para otro lado y cambiaba de conversación. Incluso dicen que silbaba un pasodoble para despistar. Por qué la gente le llamaba Cúchares a don Francisco, en lugar de Niño de los Madriles o Cucharito sevillano, es un misterio que ni siquiera mi colega José María Cossío pudo desentrañar en sus sesudos estudios. Don Curro, aunque nacido en Madrid, se fue de niño a vivir a Sevilla y en esa ciudad aprendió los secretos del toreo de la mano de Pablo Romero. Si el caballero estudiado hubiese venido al mundo en Asturias, diríamos que su apodo era de origen agrícola porque le gustaba cuchar sus propiedades; o sea abonarlas, llenarlas de cucho, estiércol, vulgo mierda. Pero el Principado, triste es reconocerlo, ha aportado pocos nombres gloriosos a la fiesta nacional. El último novillero asturiano fue Pepín Rosales, que fue —qué casualidad— vecino mío y tengo coincidido con en él en el ascensor. Don Pepín conservó hasta su muerte una figura estilizada y un perfil taurino y uno le tiene dicho al despedirse: «¡Pase usted un buen día, maestro!», atención que agradecía con una sonrisa melancólica.
Otra singularidad de Curro Cúchares es que fue el primer torero que se hizo ganadero. Subió de categoría cuando se cortó la coleta y cambió la montera por el sombrero y trocó los trastos de matar por el bastón o el confortable paraguas y vio, como los señoritos de toda la vida, los toros desde la barrera. Pasó, de un día para otro, a llamarse don Francisco y se hizo, como es natural, fumador de puros. Pero ni su habilidad para conservarse entero ni su conversión en un burgués adinerado son los méritos por los que dejó su nombre en los anales y transformó lo que hasta entonces habían sido ejercicios gimnásticos y brutales locuras en un arte reglado, convirtiendo así el toreo en el arte de Cúchares, como se le conoce actualmente. Hasta entonces toda la fiesta se realizaba con la capa y la muleta se utilizaba para fijar la mirada del astado antes de entrar a matar. Él cambió la costumbre e hizo de la muleta un instrumento prodigioso. El público —parece que lo estoy viendo— se quedó pasmado, atónito, hechizado. Sus colegas, sorprendidos, exclamaron: «¡Pero qué haces, chalao!». El respetable lo siguió y las costumbres cambiaron. Se le dijo adiós al salto de la garrocha y al impávido don Tancredo. Había nacido, al fin, el toreo moderno.
¿Que cómo murió don Curro? El hombre falleció en La Habana el 4 de diciembre de 1868 de fiebre amarilla (vómito negro). Solo tenía cincuenta años. Este artículo va por usted, maestro. Y miro con devoción hacia arriba, al cielo de los toreros difuntos, donde don Curro descansa con Frascuelo, Lagartijo, Paquiro, Pablo Romero…
José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.
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