Los cuadernos pálidos (9)
/por Tomás Sánchez Santiago/
El gesto con que te miran los transeúntes del otro lado del semáforo cuando, tan campante, te pones a cruzar en rojo es el mismo gesto de todas las recriminaciones. Ellos no se atreven —no saben el juego de frecuencias que rige el semáforo— y siguen ahí, confinados en un detenimiento general mientras tú atraviesas con la solvencia de los despreocupados. Y te miran, te van mirando con una acusación silenciosa en los ojos y con la miel oscura de una envidia secreta. Al fin y al cabo, estás cometiendo el peor de los pecados laicos: el de la humillación pública. Ahí os quedáis, pazguatos, pareciera que les dices. Ni te atreves a sostenerles mucho la mirada.
En pleno campo, lejos de todo, aparece una construcción. Un apilamiento de maderas para hacer leña. Cuidadosamente amontonados, los troncos se resguardan bajo un manto de hule negro a fin de que la lluvia no los eche a perder. Tiene algo de megalito, de monumento funerario inquietante erigido en favor de un dios innominado. Su aislamiento y su minucioso ensimismamiento arquitectónico bajo el algodón sucio del cielo de media tarde invitan a un fervor inconcreto mientras se está ahí delante, frente a la mudez amodorrada de la madera cruda.
En estos días, con el sol poco batido del mediodía, vuelven a llegar las cigüeñas aquí enfrente. No las veía así desde hacía mucho tiempo, escarbando pensativas y paseándose con su altivez sonámbula por este lugar de pasto ralo. La caída cansina de su vuelo y su presencia extraña, tan cerca de la rabia de los motores en la autovía inmediata, me alegran por unos momentos la mirada. Se nos siguen acercando las criaturas. Y eso basta.
Poco a poco, se ha puesto a llover en esta ciudad del Norte. Las púas diminutas van esmaltando el asfalto de las calzadas. La vida entera se moja pero aquí nadie apresura los andares. Acostumbrada a negociar con la humedad, la gente del Norte no se sobresalta con la visita de la lluvia; la desean, la reciben con ganas y hasta les cuesta despedirse de ella. Aman la lluvia. Seguro que le dicen adiós a regañadientes (de pronto me viene a la cabeza aquel verso de Francisco Pino: «Nunca se dice adiós mientras se ama»). Bilbao.
El niño se pasea por la casa con un unicornio encerrado en una pequeña jaula de mano. Es como transportar la infancia de un lugar a otro para que nadie se la robe. Así lleva él a esa criatura con su cuerno imposible y sus dos ojos abotonados como para que los sueños no escapen por ningún lado. Los niños defienden la infancia para que los mayores no se la destruyamos. Practican la desobediencia porque no se fían de nada de lo que es nuestro. Ni siquiera nos dejan tocar al unicornio. Pero tú, pequeño Álex, seguirás sin probar las espinas negras de la niñez. Nunca serás un niño interrumpido.
La mujer del tren se pasa buena parte del viaje hablando por el teléfono. Todos los viajeros nos vamos enterando involuntariamente de su conversación desaforada. De pronto, en una estación sube al vagón un revuelo de adolescentes. Son escolares que regresan a casa tras la jornada matinal. Su bulla es fresca y sus ademanes tienen la maravillosa insolencia de las primeras exageraciones de la juventud. Ante la algarabía, la mujer detiene su larga conversación, tapa con la mano el teléfono y se encara con los muchachos: «Por favor, ¿hacéis el favor de callar, que no oigo lo que me dicen? Madre mía, qué modales os enseñan». Quien se apropia para sí de un espacio público lo hace como quien se sienta en una silla vacía: lo convierte en un dominio personal para hacer lo que le viene en gana. Ay, pero entonces que no lleguen otros a hacer lo mismo: «Yo sí puedo porque llegué primero». Eso debe de creer la señora del tren.
¿Por qué a veces me parece que los maniquíes de los escaparates me sonríen cuando paso ante ellos? No debo extrañarme demasiado. Si pudieran hablar, yo sé a quién llamarían de tú. Almacenes LIZKE.
Los quintos de hace años celebran en su pueblo un reencuentro festivo. Asistidos por una charanga, ellos y ellas bailan por las calles una conga que va serpenteando guiada por un corifeo de voz ya resbaladiza por el alcohol. De repente, el corifeo manda callar y entona, arrastrándolo mucho, aquel estribillo lamentable de «Maricón el que no baile» seguido de «Maricón el que no beba». Ellos y ellas lo secundan. En esta tierra la bruticie sigue apostando por esos signos bárbaros que ponen en efervescencia la testosterona. Bajo los soportales, hay espectadores que sonríen con complacencia barata.
De este lado del puente a todo llega una luz sin escombros. Más allá la ciudad absorta, la pequeñez de su cuerpo quieto, enroscado contra sí mismo. Atosigada por los siglos, menospreciada por el aullido de la actualidad ella se conforma con hacer crujir las piedras de sus fachadas, con dejar oír en la humedad de sus jardines el estallido del agua absorbida por la tierra. Formas de quejarse en el encogimiento. Pero hay demasiado ruido en el exterior y no hay quien repare en esos sollozos. Zamora.
Un implante en el dentista:
—Que sepa usted que la prótesis que le he injertado es de hueso de vaca suiza.
—Pero no me saldrá un diente de leche, ¿verdad?
Esa carta con letra de mujer ha llegado ardiendo a casa, como si las palabras brotasen de algún lugar minado por lo torrencial («Estoy pasando unos días muy duros, pues hemos estado tantos años juntos y felices…»). Está escrita con la excelsa naturalidad de la pena, en el tirón de los esparadrapos sobre la piel («…según pase el tiempo se irán poniendo las cosas en su sitio, pero ahora me encuentro en un remolino y esto es muy duro…»). Sube de la caligrafía un desvalimiento hacia los ojos de quien lee: es el desmadejamiento del dolor («…no me reconozco…»). Ella me pide ayuda como yo se la pedí la noche en que quería venir mi hijo al mundo. Nevaba copiosamente. En la casa alquilada, las manos ávidas de una comadrona hurgaban a toda prisa en la oscuridad de un maletín en busca de un socorro de metales.
Viaje en la mañana del sábado. Son dos amigos. La atención muy endurecida sobre la carretera. Las llagas de la niebla envuelven el asfalto en cortinajes extraños y lo ponen todo lejos, como ocurre con la áspera piel de esos sueños que no se dejan tocar después de haber sucedido. Una luz de manteca gorda lo ocupa todo. Al fin, Simancas. L’atelier del artista. Gozo y barullo. Manolo Sierra.
Desgarramiento nupcial. La ceremonia del consentimiento paterno. Usos y costumbres residuales que hablaban todavía entonces de un sentido patriarcal de la vida. Entregar a la hijas. Renunciar a servirse de ellas. El exceso de autoridad en nuestros antepasados. Años sesenta del pasado siglo.
Leo de refilón el periódico de un viajero en el transporte público. Toda la página es un anuncio de rótulo deslumbrante: «Limpieza facial con masaje kobido y mesoterapia virtual». No puedo imaginar bien qué pasará con la cara que se deje restregar con esas operaciones que parecen llamar a la desfiguración.
La vivacidad de los pequeños comerciantes. Con escobazos cortos, barren muy temprano las aceras de las inmediaciones de sus tiendas y enseguida se cuelan en el interior a espabilar el material dormido. Luego reaparecen. Sopesan el orden de los escaparates mientras colocan las muestras exteriores, los reclamos que avisan de que ahí adentro hay una fiesta esperando. La fiesta de las cosas.
Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
0 comments on “Los cuadernos pálidos (9)”