De rerum natura
Por la boca muere el pez (alma de matón)
/por Pedro Luis Menéndez/
El matonismo en la escuela presenta diversidad de formas, motivos y —si se quiere— sinrazones, de modo que sería un error grave asociar el acoso escolar solamente con la violencia física. De hecho, la violencia física es la que menos se produce porque se trata de la más fácilmente observable y, en consecuencia, más evidente a la hora de ser detectada. Los matones con un mínimo de inteligencia no golpean con los puños, si exceptuamos ocasiones con pérdida de autocontrol en edades concretas. Las peleas tradicionales de los recreos —muy escasas en nuestros días— acostumbran a presentarse más como enfrentamientos entre iguales producidos por conflictos menores o como desahogos emocionales que no suelen ir mucho más allá.
Por eso, las crueldades infantiles del pellizco o de la zancadilla dan paso a conductas mucho más sofisticadas, más refinadas y, por lo tanto, mucho más crueles, en la adolescencia. Los docentes sabemos lo difícil que resulta detectarlas porque la ley del silencio, que impone una barrera férrea con el mundo adulto, produce las más de las veces que las sospechas o las intuiciones se queden en eso y no lleguen nunca a la categoría de indicio o de prueba. En el ecosistema escolar, las guerras tribales pueden producirse en el silencio más absoluto, porque el vocerío original que puebla las redes sociales se cuida muy mucho de cruzar la frontera que les separa de nosotros. Cualquier adolescente, hoy en día, sabe qué redes sociales debe utilizar (que no son las de los adultos) y cómo enviar mensajes o imágenes no permanentes, que se borran nada más ser leídas o visionadas.
Tal vez una de las mayores crueldades de la adolescencia más feroz sea la del bloqueo de un grupo a un individuo y el ostracismo generalizado que se produce en torno a esa persona, en ocasiones durante años, tantos como permanezca en el sistema escolar. Puede producirse de modo paradójico contra un antiguo matón de los años de la infancia que haya perdido su poder, pero las más de las veces guarda relación con la debilidad (la que sea) del individuo apartado. Esa debilidad puede ser real o forzada por el grupo y de común señalada por el líder, si este resulta hábil (y suele serlo) para encontrar el talón de Aquiles de la víctima. En realidad, ese o esos puntos débiles no tienen demasiada importancia porque sirven sólo de excusa para reafirmar al líder y cohesionar al grupo: se trata así de señalar al judío, al chivo expiatorio, al pelele, al hazmerreír, a la víctima propiciatoria.
Como señaló René Girard, «más allá de cierto umbral, el odio carece de causa […]. Ahí está la terrible paradoja de los deseos de los hombres. Jamás pueden llegar a ponerse de acuerdo para la preservación de su objeto pero siempre lo consiguen respecto a su destrucción; sólo llegan a entenderse a expensas de una víctima». Por esta razón, en edades en que el deseo (y la necesidad) de sentirse parte de los grupos de referencia es más fuerte que en cualquier otra, el excluido quedará (a veces de por vida) marcado por el estigma de esa exclusión, mientras que el grupo sentirá con más fuerza la cohesión que les ha proporcionado su víctima.
Resulta posible que en el fondo de nuestro cerebro reptiliano vengamos programados para desechar al débil, aquel que impedía el avance de la tribu y ponía en riesgo su supervivencia, o al extraño, al extranjero, al bárbaro, como nuestro propio sistema inmunológico intenta defendernos de infecciones, de aquello que detecta como bacterias o virus. Y así el alma de matón sería una copia más o menos burda del alma del protector, aquel que guiaba al grupo por el camino más seguro para todos. Desde esta perspectiva, se entiende con facilidad cómo se asientan socialmente las mafias más tradicionales, que no necesitan demasiados alardes coercitivos, sino que se mueven más bien a través de la figura del capo paternal, el protector de la familia, el cohesionador del sentimiento de pertenencia. Y también con la misma facilidad resulta comprensible la multitud de linchamientos mediáticos de todo tipo en nuestra era de redes sociales, en el marco de una sociedad infantilizada, linchamientos que se producen en la mayoría de las ocasiones más por estupidez que por maldad, la simple y llana estupidez a través de la que me siento reconfortado como miembro del grupo.
Un peligro aún mayor nos aguarda cuando unimos estupidez con prepotencia. Si algo aprende uno con los años es a detectar la prepotencia de quien se siente superior a otros, sea por lo que sea, quien, a través de sus palabras, sus gestos, sus acciones, se aleja cada vez más de la palabra mágica: compasión. Y desde esta ausencia de compasión, combinada en el cóctel de la prepotencia, la sensación de la superioridad por razones de pertenencia y cercanía al sentir del grupo puede conducir (y lo hace) a una perversión moral: fíjate si soy superior a ti que te respeto aunque podría no hacerlo, mientras que a ti no te queda más remedio que respetarme a mí porque no puedes no hacerlo.
Hace menos de dos meses hemos tenido ocasión de encontrarnos con un ejemplo de esta perversión moral a raíz de una polémica de poco desarrollo, generada por las declaraciones, más o menos afortunadas o más o menos manipuladas en su comprensión, del periodista Jordi Évole, quien, haciendo referencia al líder de la extrema derecha española, afirmaba en el contexto de un chascarrillo que a este le «vendría bien un hostión». La respuesta rápida de Santiago Abascal se produjo en el marco de un tuit: «Nosotros estamos hechos de otra pasta y además, de pequeños, nos enseñaron a no abusar de los tirillas».
Supongo que el propio Abascal, o quien redacte y publique sus tuits, es perfectamente consciente de que la frase referida es un claro ejemplo de lo que antes denominé alma de matón: nosotros somos distintos, no abusamos de los tirillas; y en la elección de esa palabra, tirillas, se resume de una manera muy hábil la perversión moral a la que aludí antes: soy tan superior a ti que hasta te respeto. Desprecio, prepotencia, estupidez, matonismo disfrazado de cortesía y educación.
Sí, por la boca muere el pez, pero lo triste es que los malotes (y las malotas) venden (quizás por reminiscencias de nuestra infancia), y aunque desde luego no todo el mundo les compre esa mercancía, sí lo hace un número suficiente de seguidores como para que resulten peligrosos. El alma de matón por desgracia aglutina multitudes, como ya lo hacía en el patio de la escuela, en los rincones de las aulas, en las duchas, en lo baños, casi siempre a cubierto. Sólo que ahora se muestran a cara descubierta, con orgullo, amparados en el ejercicio de los derechos que ellos mismos quieren derribar, en otros, en los tirillas, como hacían en el colegio.
Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016), la novela Más allá hay dragones (2016), y el libro de prosas cortas Postales desde el balcón (2018). Recientemente ha dado a la luz en Trea el libro de poemas La vida menguante (2019). Desde 2017 mantiene una sección semanal sobre poesía y cuentos en el programa La buena tarde de la Radio del Principado de Asturias.
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