Creación

Bobito

Un relato de Francisco Abad Alegría.

/un relato de Francisco Abad Alegría/

Nunca supe su nombre ni su edad exacta. Así le llamaban todos en el pueblo, un pequeño lugar pesquero del Cantábrico. No rechazaba el mote, que conocía bien; y si alguien se lo decía en la cara, sonreía bobaliconamente. Es dudoso que concluyese la escuela primaria. Su madre era una sufrida viuda, madre única de un hijo único que le hizo un marido único, nadie entiende por qué, pasado de alcohol ya cuando se casó. Bobito no tenía hermanos, porque el tiempo que el padre dedicaba a pescar dejaba hueco únicamente para ir al bar y dormir la borrachera. Por fortuna, a los dos años de matrimonio, o lo que sea, el padre marchó para siempre a los eternos lagos de vino y coñá de garrafón, dejando a su mujer con un crío de poco más de un año, llorón, inquieto y aparentemente ajeno a un mundo exterior que se le hacía demasiado grande.

Lavando ropa y con menoreo de pescados del lugar, sobrevivieron madre e hijo hasta que el chaval echó a andar, casi con tres años cumplidos. Su llanto fácil y obsesionante de la primera infancia dio paso a una indiferencia y pasividad que eran evidentes para todos los vecinos, aunque la madre interpretaba el fenómeno como una forma de apaciguamiento y maduración del chico.

En la escuela era lo más parecido a un muñeco grandote y pasivo; comía mucho, era incapaz de concentrarse ni aprender casi nada y todos se reían de él, llamándole bobito. En esos tiempos no había diagnóstico certero para la aparente torpeza o evidente retraso del chico, que podría haber padecido un cuadro autista, un déficit sensorial o instrumental, una dislexia o simplemente un retraso intelectual masivo, aunque tan evidente como para clasificarlo en los ficheros de tonto perdido que se emplean popularmente.

Era tan patente su escasa dotación intelectual que un simple escrito del médico del pueblo y una somera revisión en el Ayuntamiento, le dieron como eximido del servicio militar con la excusa de hijo de viuda, aunque quien sustentaba la triste familia era exclusivamente la madre, porque el joven, cada vez más parecido a su padre en las aficiones alcohólicas, no trabajaba más que esporádicamente en tareas de pesca y pasaba el tiempo merodeando, hasta que algún pescador de verdad sentía pena de la madre y lo contrataba por algunos días.

Un día, el primo de uno de los habitantes del pueblo tuvo una luminosa idea. Había ido a pasar una semana al pueblo, por fiestas,  y conoció el panorama. Y propuso a Bobito que se enrolase de marinero raso en alguno de los mercantes que hacían escala en el puerto comercial de la ciudad vecina. De modo que tras los trámites reglamentarios y legales y con una carta de presentación del bienhechor, se presentó en un lugar de contratación. Un barco de bandera nacional lo contrató para un viaje de contenedores, como peón útil para tareas menores. Al punto escribió a la madre y le contó, en confusa y vacilante letra de parvulario, que ya tenía un trabajo «como marino mercante», lo que fue muy celebrado en el pueblo y muy reído en la taberna local.

La vida de Bobito transcurría así, arrosariando pequeños contratos en barcos de diferente bandera, carga y misión. A veces escribía a su madre, diciéndole que le iba a girar dinero («en dólares») para que viviese un poco mejor, pero los giros no llegaban jamás. De forma irregular, rara vez por Navidad, en verano y a veces coincidiendo con las fiestas del pueblo, volvía al hogar y traía a su madre algún obsequio exótico: un hueso de cerdo tailandés tallado a imitación de piezas eborarias, un gracioso abanico orlado de plumas pequeñitas teñidas de muchos colores y una vez hasta le obsequió con una bata de estar en casa que imitaba la hechura de un kimono, con flores rojas y amarillas, que a la pobre mujer le venía estrecha.

Solía quedarse en casa un par de semanas y a veces le daba unos cuantos billetes a su madre («no pase necesidad, madre»), y buena parte del día lo pasaba recordando los felices tiempos de su niñez en el pueblo, cambiando las burlas y malas artes de sus compañeros de escuela en alegres cosas de chiquillos. Luego, en el bar, contaba unas historias inverosímiles de viajes exóticos, poco acordes con las rutinarias tareas que hacía en barcos mercantes medio oxidados que llevaban mineral o grano y a veces hasta petróleo crudo, que los circunstantes reían y comentaban a menudo con feroz humor negro, recibido por el héroe como bromas de gente dura, muy hombres, pero amigos de la infancia. Lo bonito de la conversación llegaba cuando algún mal nacido hacía derivar el relato a la experiencia donjuanesca de Bobito en tierras exóticas. Nuestro héroe transformaba las pocas monedas que pagaba a algunas prostitutas de puerto de tercera categoría, en aventuras con morenas de tumultuosa pasión o adorables y dulces jovencitas de ojos rasgados. La sesión acababa al tiempo que la ronda pagada por Bobito, despedido con desmesuradas palmetadas en la espalda que los invitados a la función disfrutaron. Él marchaba con paso vacilante a casa de su madre y la mitad de las veces no tomaba nada para cenar, porque tenía mucho sueño. Las vecinas nunca se perdían la despedida del hijo a su madre: «Madre, sobre todo, que no le falte de nada», acogiendo con sofocadas risas el hecho de que eran escasísimas las ocasiones en que socorría a su madre-mártir con un giro de dinero. Pocos años pasaron hasta que en el bar se comentó que Bobito había muerto en una calle de El Cairo (¿o era de Túnez?), partiéndose el cuello al resbalar mientras caminaba nublado por los vapores alcohólicos. Su madre se enteró de la noticia en el lugar en que, al fin, descansaba para siempre en medio de una paz y alegría indescriptibles, donde cuando llegó, hace algún año, lo primero que hizo fue comentar: «Pero ¿qué he hecho yo para merecer esto?».

[EN PORTADA] Detalle de El marinero, de Pablo Picasso (1938).


Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).

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