/por Pedro Lecanda Jiménez-Alfaro/
El mismo cielo luce para unos y para otros,
y las aves la eternidad cantan todos los días
de una primavera que no osamos imaginar.
Ilia Galán.
De haber escrito este texto en tiempos de normalidad, esa era ya mitificada y sustantivada de duración imprecisa, me hubiese limitado a analizar algunos enfoques filosóficos sobre la proposición de ley de la eutanasia aprobada este año en el Congreso de los Diputados. Sin embargo, la excepcionalidad de la crisis del coronavirus me obliga a recorrer otros derroteros. Ya habrá tiempo después. Disculpen, de antemano, lo errático de estas líneas: creo que no podría ser de otra manera.
Eutanasia, cuerpo y sufrimiento: una interpretación spinozista
Al inicio de su célebre obra Tras la virtud, el escocés Alasdair MacIntyre, filósofo católico, comunitarista, crítico del liberalismo y defensor de posturas conservadoras en lo que a la bioética concierne, analiza los caracteres específicos de los debates morales de nuestros días. Para el filósofo, «el rasgo más chocante del lenguaje moral contemporáneo es que gran parte de él se usa para expresar desacuerdos; y el rasgo más sorprendente de los debates es que esos desacuerdos se expresan en su carácter interminable». El autor apunta varios rasgos específicos que lo explican.
El primero de ellos, que trae del campo de la filosofía de la ciencia, es «la inconmensurabilidad conceptual de las argumentaciones rivales»: según el autor, los desacuerdos morales contemporáneos se caracterizan por partir de premisas desde las cuales se encadenan razonamientos morales coherentes basándose en conceptos normativos (o estimativos, en suma, de valores) totalmente diferentes, lo que resulta en pretensiones asimismo distintas: sin embargo, si bien desde dichas pretensiones podemos retrotraernos a las premisas, no podemos conmensurar las premisas entre ellas, por lo que el debate moral se disuelve en un intercambio de afirmaciones y contra-afirmaciones. Pongamos un sencillo ejemplo con el aborto: un sujeto podría argumentar que toda persona tiene derechos inalienables sobre su cuerpo (premisa), por lo que durante un plazo la gestante debiera ser libre para decidir si aborta o no al margen de coacciones (pretensión); otro sujeto, ante el mismo problema, podría considerar que «matar es malo salvo en ciertos casos» y que no estaría justificado acabar con vidas inocentes. Entonces, afirmaría que el embrión es un ser humano identificable (premisa) por lo que es moralmente malo abortar y debiera estar prohibido salvo en ciertos casos (pretensión). Como vemos, los valores de los que se parten son irreductibles entre sí, en especial en ciertos debates, los bioéticos, donde la dimensión valorativa juega en papel esencial.
Ante la acusación de que este carácter fuese esencial a todos los debates morales, el filósofo apunta que la falta de regla moral en estos casos se debería a que los conceptos que informan nuestro lenguaje moral proceden de «tradiciones que los integraban en totalidades de teoría y práctica más amplias, donde tenían un papel y una función suministrados por contextos de los que ahora han sido privados», lo que, sin duda, afecta a su propio significado, que se nos presenta desnaturalizado o mutado. Más interesante es su crítica al emotivismo, que desarrolla al tiempo de la crítica al utilitarismo y en estrecha vinculación: para el autor, el emotivismo es la doctrina para la cual «los juicios de valor no son nada más que expresiones de preferencias, actitudes o sentimientos, en la medida en que éstos posean un carácter moral o valorativo». El contenido sociológico de esta teoría moral se expresaría en un yo típicamente moderno que no encuentra límites sobre los que establecer juicio, evadiéndose de toda identificación con un estado de hechos contingente: se trataría de un sujeto que pretende establecer juicios morales desde un punto de vista puramente universal, abstracto, más allá de toda particularidad social o identidad necesaria; un sujeto que puede asumir cualquier social, precisamente, porque en sí y por sí mismo no es nada.
La crítica de este sujeto desarraigado fundamenta el posterior cuestionamiento del filósofo de los derechos humanos, que solapa con algunas visiones tradicionales (entre ellas, la de Burke, y en cierta medida la de Marx) y más recientes, como la de Boaventura de Sousa Santos: la lógica de los derechos humanos, su abstracción, escondería la pretensión de universalizar concepciones que tienen sentido en un contexto cultural determinado, sirviendo como refuerzo ideológico de las democracias homologadas contra los totalitarismos del siglo XX en un contexto en que la diferencias izquierda-derecha han mudado su sentido con la caída del bloque socialista (conforme a las tesis de Bobbio) y que tendría como reflejo real una justificación ideológica del modelo individualista de democracia de mercado occidental y su expansión imperialista o colonial. Interesa aquí subrayar la crítica política del emotivismo, que fundamentaría, según algunos autores, una suerte de capitalismo de la seducción (Michel Clouscard) o capitalismo afectivo (Alberto Santamaría).
En su génesis, el emotivismo del siglo XX y XXI sería el resultado del utilitarismo decimonónico. Dicho utilitarismo, así como el proyecto kantiano, resultarían para MacIntyre del fracaso del proyecto ilustrado y la disolución de las jerarquías y teleologías de las doctrinas morales anteriores y la necesidad de hallar un telos sustitutorio. Así, para Bentham, la finalidad de la ética sería la búsqueda del placer (y evitación del dolor) para el máximo de sujetos, logrando de este modo la mayor felicidad. Dicho utilitarismo (si se quiere, primario) comienza a derrumbarse desde dentro a partir de la obra de Stuart Mill y los matices que introduce en la propia noción benthamiana de felicidad (que relaciona con la capacidad creadora humana, lo que luego será importante). El proyecto kantiano de fundamentación (esta vez racional, y no en los polimorfos conceptos de placer o felicidad) tiene un interesante hito en la obra Reason and morality (1978) de Alan Gewirth, en la que defiende que libertad y bienestar son bienes necesarios para el ejercicio de la propia actividad racional, de tal suerte que sientan de por sí una legítima pretensión de derechos, en lo que parece una suerte de remedo contemporáneo del iusnaturalismo racionalista.
Ahora bien, ese automatismo que identifica pretensiones morales legítimas con derechos es ampliamente cuestionable, en la medida en que el derecho tiene un carácter local, apegado a prácticas e instituciones concretas (cultura): no es preciso aquí negar que, en nuestras Constituciones, encontramos principios junto a reglas, ni retornar a ninguna suerte de positivismo; basta apreciar la diferencia entre un principio (libertad, dignidad, igualdad, etcétera) y un derecho (en el entendido de que, de un principio, pueden derivar derechos distintos). Desde una perspectiva realista, la existencia de un derecho depende de los medios que un ordenamiento jurídico arbitre para su ejercicio o defensa frente a otros. Sirva lo anterior para detectar la llamativa pervivencia hoy en día de aquellos derechos del hombre del siglo XVIII en la filosofía de los derechos humanos. No es de extrañar que Ronald Dworkin, en su célebre Taking rights seriously (1976), afirmara que es cierto que la existencia de esos derechos no puede ser demostrada, lo que no implica su falsedad.
A efectos de conocer el origen de la filosofía que impregna hoy los debates sobre bioética, y en particular el de la eutanasia, es importante abordar la obra Sobre la libertad de John Stuart Mill. En su capítulo «De la individualidad como uno de los elementos del bienestar» aparecen algunas tesis que gozan hoy de muy buena salud expresadas con términos que nos son del todo familiares (comenzando por el de bienestar): en él, leemos que «si tenemos presente que el libre desarrollo de la individualidad es uno de los principios esenciales de la felicidad […] no existiría ningún peligro de que la libertad no fuese considerada en su justo valor y no habría que vencer grandes dificultades en trazar la línea de demarcación entre ella y el control social». Poco después, y en coherencia con el análisis del utilitarismo que antes sintetizamos, encontramos que «afirmar que los sentimientos y los deseos de una persona son más fuertes y más diversos que los de otra, no supone más que pregonar que aquella posee mayor dosis de materia prima de naturaleza humana y que, en consecuencia, será capaz quizá de mayor cantidad de perversidad y también de mayor cantidad de bondad»: dicho en otros términos, la dimensión moral no es sino una capacidad, una potencia que descansa en las facultades de sentir y desear, lo que sin duda plantea hoy en día arduos debates entre ciertos sectores del animalismo (muy próximo al utilitarismo en autores como Peter Singer) y la lógica que mueve a la crítica al capacitismo.

Observemos que el principio de desarrollo de la personalidad (anudado a los de libertad o felicidad en Mill) aparece en el artículo 10.1 de la Constitución española de este modo: «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social», a lo que el 10.2 añade que «las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos»: queda así probada la conexión entre utilitarismo y derechos humanos, entre la idea dignidad y la de libre desarrollo de la personalidad, y su destacada operatividad para explicar nuestros debates.
De este modo, creemos que se podría trazar un retrato general de las distintas posturas que existen en nuestra sociedad respecto de la eutanasia. En primer lugar, tendríamos toda una corriente dominante de raíz utilitarista en cuyo léxico destacan términos como dignidad (y su campo semántico: indignación, derecho a una vida digna, etcétera) o bienestar (Estado de bienestar, malestar social, etcétera), en ocasiones deudora de posturas iusnaturalistas (o que, al menos, consideran preferible mantener la ficción de los derechos inalienables como garantía de la autonomía individual) que conciben la eutanasia como una decisión que debe ser libre como salvaguarda de dicha dignidad y, más allá, como muestra del libre desarrollo de la personalidad. Las posturas que se enfrentan a esta, tras el desvanecimiento de posturas tradicionales, jerárquicas y teleológicas (por ejemplo, la concepción cristiana según la cual la vida no pertenece enteramente al sujeto, sino a Dios, y en la que la salvación es un destino universal que rebasa el campo de la autonomía del sujeto) suelen acudir a posturas asimismo fundamentadas en una visión humanista de la dignidad (si se permite la eutanasia, se devalúa el valor/dignidad de la vida, podría dar lugar a una mentalidad eugenésica, etcétera) o pretendidamente pragmáticas (por ejemplo, si se permite la eutanasia no sabremos dónde detener la permisividad, o podría incentivar turbias estrategias de herederos).
En todo caso, esta es la disyuntiva que funciona en nuestro presente: así, más que partir de posturas totalmente inconciliables (como sugería MacIntyre), las posturas enfrentadas sobre la eutanasia discuten desde distintas concepciones de una tradición común griega, luego cristiana y por fin liberal, según el propio Mill, de tal modo que pareciera que la idea de dignidad cristiana (basada en la igual valía intrínseca de los almas frente a Dios) se reformula en una operación teológico-política (todos los ciudadanos son iguales ante la ley, todos ellos, además son iguales en dignidad). Además, no parece justo aseverar que el concepto emotivista o utilitarista de dignidad (sin duda disruptivo respecto del teológico) carezca de fundamento, sino que el fundamento de la dignidad se reconstruye desde los parámetros de la capacidad de sentir (aisthesis), de la capacidad en suma de padecer: se trata, en todo, caso, de una reformulación emocional o emotiva de la noción tradicional de dignidad.
La tradición que acabamos de describir tiene un importante hito en la Ética de Spinoza, que añade un elemento corporeísta, elaborado contra el espiritualismo y contra el dualismo cartesiano. En efecto, la cuestión del cuerpo es prácticamente transversal a la obra, central, y a ella se refiere en numerosísimas ocasiones. Así, la parte segunda («De la naturaleza y origen del alma») arranca con una definición de cuerpo en general (modo que expresa de cierta y determinada manera la esencia de Dios) para, en los «Postulados», subrayar la necesidad de muchos otros cuerpos (postulado IV) y considerar, como característica intrínseca del cuerpo, la capacidad de mover y disponer cuerpos exteriores (postulado VI). Para Spinoza, la comprensión del alma humana y de aquello que es específico a los hombres exige primero estudiar el cuerpo, sobre todo a la vista de que en la proposición XIV se nos dice que el alma será apta para percibir más cosas en la medida en que el cuerpo pueda ser dispuesto de más maneras: la idea del cuerpo es el ser formal del alma o, dicho más claro, cuerpo y alma son inseparables, una misma cosa, de tal manera que, a lo largo de esta obra, nos dirá que el orden de las acciones y pasiones de nuestro cuerpo coincide en naturaleza con las del alma, que si el cuerpo está inerte el alma es inepta para pensar o que «según estén ordenados y concatenados en el alma los pensamientos y las ideas de las cosas, así están ordenadas y concatenadas, correlativamente, las afecciones o imágenes de las cosas en el cuerpo» (proposición primera de la parte quinta).

Esta unidad entre alma y cuerpo tiene importantes efectos desde el punto de vista del famoso conatus, los afectos e incluso la noción de muerte y sufrimiento que luego veremos. El cuerpo sigue siendo central. Para Spinoza, el deseo es la esencia misma del hombre (proposición XVIII de la parte cuarta), que identifica como «el esfuerzo que el hombre realiza por perseverar en su ser». Esta expresión nos recuerda inmediatamente a la célebre proposición VI de la parte tercera, donde se recoge la idea de conatus: «cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser», lo que define la propia esencia de la cosa. Pues bien, según Spinoza, y en coherencia con lo ya dicho, todo cuanto afecta a la potencia de obrar (al conatus, por ende) del alma afecta a la del cuerpo y al revés. Esta es la razón por la que, en tercera definición de la parte tercera, encontramos que los afectos son «las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada la potencia de obrar de ese mismo cuerpo». La alegría y la tristeza son para Spinoza pasiones que aumentan o disminuyen la potencia de obrar de cada cuerpo y alma, y que puede ser reprimida o favorecida por causas exteriores (otro cuerpo o afecto): el cuerpo sigue siendo esencial a la hora de definir las pasiones y afectos. Por ejemplo, «un afecto es una idea con la que el alma afirma una fuerza de existir de su cuerpo mayor o menor que antes» (proposición VII de la parte cuarta) y que revela la constitución del cuerpo como objeto del alma.
Por eso, un afecto, como la melancolía, constituye una tristeza capaz de reprimir del todo la capacidad de perseverar en el ser.
El ideal, por tanto, debe ser el aumento de esa potencia de obrar del cuerpo, el aumento del ánimo. Si ya dijimos que Spinoza supone un cuerpo con capacidad de moverse y mover objetos, para el filósofo será más apta para entender distintamente aquella alma cuyo cuerpo requiera del menor número de otros cuerpos para colaborar con él en la acción: en suma, es útil y bueno lo que permite al cuerpo ser afectado y afectar a cuerpos exteriores de muchas maneras, porque en ese aumento de la capacidad del cuerpo reside la mayor capacidad de entendimiento del alma y la capacidad de perseverar en el ser, que es la virtud base de todas las demás.
Sólo así se entiende la definición de muerte que encontramos en la Ética. Dice Spinoza que «es bueno lo que provoca que la relación de movimiento y reposo que guardan entre sí las partes del cuerpo humano se conserve» (proposición XXXIX de la parte cuarta): la muerte sobreviene cuando sus partes se disponen de modo que rompen esa relación; por eso afirma que un cuerpo, pese a mantener su circulación sanguínea, puede mutar su naturaleza, de tal modo que se podría hablar de muertos antes de ser cadáveres.
Entonces, ¿qué ocurre cuando un sujeto ve reducida su potencia de obrar hasta anularse? ¿Y con esos muertos en vida? En principio, recopilando lo anterior, nada obsta a que un sujeto cuya potencia de obrar, por cualquier causa, se haya visto reducida hasta su casi total desaparición pueda llegar a ser sabio. El sabio, para Spinoza, y en conexión con la tradición estoica, es aquél cuyo ánimo apenas se perturba porque es consciente de Dios y de la necesidad eterna, por lo que mantiene siempre su ánimo. Ahora bien, un sujeto en tales circunstancias, precisamente por su dependencia, tendrá que realizar un esfuerzo mucho mayor para perseverar en su ser.
Y es que, para Spinoza, el sufrimiento es precisamente (según su definición en la proposición II de la parte cuarta) causado porque «somos una parte de la naturaleza que no puede concebirse por sí sola, sin las demás partes». Al padecimiento se añade la conmiseración, que es una tristeza (por tanto, negativa) que sentimos al esforzarnos por tratar de librar al otro de su miseria. Por último, tendríamos la indignación (obsérvese su pertenencia al campo semántico de la dignidad y su frecuente uso hoy en día. sobre todo desde el 15-M), de dimensión política (también negativa, como lo es todo lo que introduce la discordia en el Estado para Spinoza) y que alude por ende a la dimensión colectiva del padecimiento.
Por tanto, vemos que para Spinoza siguen siendo centrales, como en Mill, la utilidad (que equivale a lo bueno) y la capacidad. No cabe duda de la conexión que estas ideas tienen con los debates contemporáneos sobre bioética y, en particular, la eutanasia, por cuanto en ella la contemplación del cuerpo cuya potencia ha sido disminuida o negada por cualquier causa (una enfermedad grave) es absolutamente esencial.
Ahora bien, salta a la vista que estas ideas bien pudieran ser usadas de modos que la mayoría de nosotros, en nuestro concreto entorno cultural, consideraríamos inaceptables, sobre todo en lo que tiene que ver con la dimensión política del sufrimiento: en particular, la noción de que todo se sigue necesariamente y debe por tanto ser aceptado como tal, o que la discordia en el Estado se debe considerar negativa. Por tanto, no se trata, como veremos, de seguir aquí a Spinoza, o de ubicarlo en una tradición moral dentro de la filosofía occidental, sino de analizar si pueden servir sus ideas, y en particular su reflexión de cuerpo y de sufrimiento, para dar contenido real a una tradición moral edificada sobre el concepto de dignidad que consideramos mayoritariamente positiva.
No se trata, por tanto, de limitarnos a criticar su dimensión de fraude, sus usos perversos, o la dificultad de fundamentarla, sino precisamente de contextualizarla, bajarla a tierra, dar remedios y defensas concretas, no solo éticas, sino jurídicas: de potenciarla vigilantes de sus usos torcidos.
De vuelta al periódico de hoy y a la cuestión de la eutanasia, este ejercicio de concreción se impone como una necesidad cuando comprobamos que, incluso en un continente tan pequeño como Europa, abanderado de los Derechos Humanos, existen quiebras tan importantes (incluso teológico-políticas, en parte debidas a las diferencias de concepción entre las tradiciones católicas y protestantes) que cuestionan los planteamientos abstractos que a veces acompañan a las declaraciones de derechos del hombre en general. Una misma postura, como la legalización de la eutanasia, puede tener su origen en una cierta idea de compasión o en un planteamiento economicista que desprecia la vida de los sujetos que no sean productivos, reducidos a puro recurso económico, como parece ocurrir en Holanda (o eso se empeñan en demostrar, lo que a su vez parece confirmar la necesidad de una filosofía del derecho para el mundo latino, defendida por Manuel Atienza).
Anestesia y realidad: ¿el retorno de lo reprimido?
Los análisis que se van publicando sobre las implicaciones políticas del coronavirus parecen apuntar a una reflexión sobre la idea de realidad.
Es realmente sorprendente la compatibilidad del análisis que hemos realizado de las nociones de cuerpo y sufrimiento en Spinoza con la que viene desarrollando Santiago Alba Rico en sus célebres artículos sobre esta cuestión. En la línea de su libro Ser o no ser (un cuerpo), el filósofo pone lo corporal (como acabamos de ver al tratar a Spinoza) en el centro. En su artículo «Apología del contagio» analiza el complotismo como una tendencia nacida de la necesidad de convertir un mal impersonal, casi abstracto, como un virus (que, por tanto, no entiende de jerarquías, como ocurre siempre con la muerte en el célebre poema de Manrique) en rostros humanos, comprensibles: es decir, de la tendencia a preferir el mal intencionado al azar. Esta inclinación, que también se expresa en la búsqueda, ante las desgracias, de chivos expiatorios, revelaría un miedo a la contingencia y a la naturaleza, que creíamos superada en nuestra sociedad. En cambio, su aparición disruptiva e incontrolada nos recuerda nuestra vulnerabilidad (ancestral, inscrita en nuestros propios cuerpos); la dependencia de todo sistema económico de los cuerpos, en un contexto en que todo lo demás (lo que no sea el virus) parece temporalmente abolido.

Lo real, en cambio —según nos dice Alba Rico en «¿Esto nos está pasando realmente?»— sería la independencia del mundo. La crisis del coronavirus tiene de real que nos ocurre a todos a la vez lo mismo. Sin embargo, rara vez vivimos en lo real, pues frente a ello hay inmanencias antropológicas e institucionales (estructuras e instituciones) en las que nos resguardamos (como ocurría, dice el autor, con la religión). Esa doble inmanencia se vería agravada por una sociedad, la más irreal nunca, en que la tecnología, el consumo y los avances médicos provocarían una ausencia de mundo para la que una disrupción de estas características es particularmente aterradora. A esta reflexión añade Esteban Hernández que el alejamiento de la realidad venía siendo un problema estructural de nuestras economías, que en su lógica arrastraba también a los Estados: esta crisis, en cambio, ha venido a recordárnosla.
Los paralelismos con lo que antes decíamos de Spinoza aparecen nítidamente: en primer término, el padecimiento como conciencia de ser, irremediablemente, parte de la naturaleza (la independencia del mundo, de la que no podemos escondernos, aunque pocas veces tengamos ocasión de recordarlo). En segundo término, la identificación de lo real como aquello que nos ocurre a todos (que nos recuerda, también, a Aristóteles) aparece la parte segunda de la Ética del modo que sigue: «aquello que es común a todas las cosas, y que está igualmente en la parte y en el todo, no puede ser concebido sino adecuadamente» (proposición XXXVIII), de tal modo que «de aquello que es común y propio del cuerpo humano y de ciertos cuerpos exteriores por los que el cuerpo humano suele ser afectado, y que se da igualmente en la parte y en el todo de cualquiera de ellos, habrá también en el alma una idea adecuada» (proposición XXXIX).
Ahora podemos hablar también de la importancia de la idea de anestesia: si en la parte anterior tratábamos de demostrar la relevancia (al menos, desde el siglo XIX y el auge del utilitarismo) de lo sensible, de los sentimientos y deseos para la ética y los debates morales en nuestro entorno cultural, es lógico que la anestesia (en tanto que eliminación del dolor injusto o del dolor absurdo o innecesario) adquiera ella misma carácter moral (pese a las críticas que cabría esperar de Iván Illich o de ciertas concepciones de la biopolítica), y que dicho carácter moral se revele con particular nitidez en el caso de la eutanasia. Por eso, entre las inmanencias que enumera Alba Rico (anestesia e inmanencia frente a lo real parecen tener cierta relación) destaca que subraye el avance de la medicina: evidentemente, la mejora en este ámbito no sólo contribuye a generar una cierta ilusión de inmunidad y orillar la muerte, sino que favorece la opción ética por la eutanasia, que se nos muestra más aséptica, indolora.
De modo similar (y con marcada influencia de Heidegger, para quien la vida auténtica exige la conciencia de nuestra finitud), el filósofo coreano Byung-Chul Han, en un artículo reciente sobre la crisis del coronavirus, parecía compartir la tesis de que, para una sociedad acostumbrada a vivir sin la negatividad del enemigo, que ha suprimido toda barrera en favor del libre flujo del capital, incluyendo las morales, que según el filósofo se verían anegadas por la permisividad, es lógico que la expansión de una pandemia de esta naturaleza suponga una absoluta conmoción. En nuestras sociedades, el problema sería exactamente el contrario: el exceso de positividad, de rendimiento, producción y comunicación ilimitada, conducentes a la autoexplotación y la depresión, pues uno mismo suplanta al enemigo.
Decía Freud que lo siniestro es lo reprimido que vuelve. Y cuando nada lo indicaba, vuelve la realidad, y la necesidad retórica de enfrentarnos a una guerra, a un enemigo, de humanizar el problema, como aquellos que, en un inverosímil giro hacia formas mágicas de pensamiento, se figuran que el hombre mismo es un virus en un organismo inteligente, la Naturaleza, que quisiera castigarle por sus excesos. También la oportunidad de repensar lo fundamental.
[EN PORTADA] Sketch of a dying friend, de Pia Ranslet.

Pedro Lecanda Jiménez-Alfaro (Madrid, 1996) es estudiante de derecho en la Universidad Carlos III de Madrid, y de filosofía en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Con varios artículos publicados, participación en la obra literaria titulada Relatos de El Trueno Dorado y autor del poemario De gravedad y gracia, sus intereses se centran en la estética y la filosofía política y del derecho.
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