/ por Francisco Abad Alegría /
En esos reportajes de viajes exóticos, tan llenos de colorido, gente y olor a mierda por todas partes (así es el exotismo orientalizante), vemos cómo, por ejemplo, en el Templo Dorado todos comen con las manos sucias el arroz y las salsudas hortalizas servidas descuidadamente sobre un trozo de hoja de platanero. Y es que lo de la mesa, el mantel y los cubiertos son inventos burgueses y afeminados del Occidente opresor y ordenado ad nauseam (vale, pues me quedo hundido en el remordimiento de no rechazar el hacinamiento, la guarrería y el caos —multicolor— como sistema de vida).
Pero ya desde tiempo inmemorial, más o menos cuando el humano descubrió que asar un vegetal sujetándolo con los dedos le dejaba un penetrante olor a carne quemada en la mano, o que le salían unas ampollas horrorosas en las manos cuando retiraba la carne que hacía sobre una piedra calentada al fuego, a alguien se le ocurrió emplear hojas vegetales para preparar los alimentos sin perder la integridad física (ni la honra). Y así, verosímilmente antes de fabricar los primeros recipientes cerámicos resistentes al calor —y de esto también hace un buen fajo de siglos—, la plancha vegetal de la hoja cumplía la misión de recipiente de cocción, que se mantenía útil porque además de ser resistente iba cargado de agua, de modo que tardaba en carbonizarse. Luego, con unos palitos, se retiraba el paquete de comida cocinada, se abría y se comía el interior, calentito y cocinado (seguramente sin mantel ni cubiertos, pero no se puede tener todo).
Intentaré comentar algo sobre el empleo de hojas vegetales en la confección de la comida sin recurrir al detalle abrumador (que para eso ya están los libros); simplemente sintetizando unos apuntes sobre lo más conocido, pero que se nos suele presentar en general de forma asistemática, desordenada, como si nos estuvieran refiriendo anécdotas de mercenarios viajeros que cuentan banalidades en reportajes televisivos sufragados por agencias de viajes. No creo que haya un solo detalle culinario y gastronómico que haya pervivido largo tiempo para halagar la absorta y escasamente atenta mirada del desocupado o ansioso de viajes que casi nunca realizará: hasta el mínimo rasgo de un modo culinario, cultural por tanto, tiene su razón de ser y a ello vamos, desde la modestia del diletante, no antropólogo.
Los principales modos
La elaboración de grandes cantidades de alimento, vegetal, animal o mixto, generalmente reservada para acontecimientos sociales, más o menos tribales, hecha en el suelo con brasas y piedras calientes y el alimento protegido del fuego directo por hojas, requiere un esfuerzo y espacio bastante grande, inviable en la comida familiar o personal, además de la presencia de grandes y resistentes hojas en que envolverlo, lo que ya limita su empleo a lugares y ocasiones determinados, en general extraños a nuestra cultura occidental.
Las otras elaboraciones envueltas en hojas tienen dos modalidades. La primera es la preparación de masas vegetales o proteicas, más o menos especiadas y acompañadas de vegetales, que cuecen cerca o sobre las brasas. La otra es una preparación similar, en la que el elemento por cocinar está parcialmente hecho y que se concluye en un caldo o al vapor. En los dos casos, es preciso que el tamaño total de la preparación sea discreto, de modo que el calor penetre profundamente pero respetando la integridad del envoltorio foliar.
Hojas para cocinar
De sobra es conocido el fuego polinesio: un amplio hoyo excavado en la tierra, donde se hace una gran hoguera, que genera brasas y al tiempo calienta piedras volcánicas, de las que una parte se separan. Después se disponen encima hojas de palmeras, plátanos, etcétera, y encima, convenientemente envuelto en anchas hojas de plátano, carne, generalmente de cerdo y diversas hortalizas. El conjunto se protege con más hojas grandes y luego se cubre con las piedras calientes apartadas, para rematar la faena cubriendo todo con tierra. Luego, la gente se dedica a tocar el ukelele y a trasegar bebidas diversas, de modo que al cabo de unas horas, los productos sometidos a la cocción están hechos, tiernos, jugosos y listos para distribuir entre la concurrencia. Intento imaginar al SEPRONA actuando ante un genuino fuego polinesio en nuestras latitudes… En algunas zonas del África Negra también se practica un método de cocinado entre hojas de idéntica confección. Pero eso son usos restringidos a fiestas familiares multitudinarias y además extraordinarias. No son un modo habitual de cocinar en Oceanía ni en África, aunque quede muy simpático para los urbanitas que habitualmente van de tupper o de precocinados pseudochinos de pasta con carne y salsitas dulces con soja. Solo he encontrado un caso de preparación de una especie de tamales en la zona del Congo, empleando hojas anchas de hortalizas, rellenas de arroz semicocido y carne especiada y troceada, que tampoco son plato de consumo diario.[1] El resto de la cocina es de supervivencia (mucho arroz, mucho fu-fú, potajes y carne o pescado a la brasa) o pura importación de los colonizadores europeos, especialmente en el sur de África y la mayor parte de la amplia y dispersa Oceanía, con la excepción del norte de África, de cultura fuertemente dominada por el binomio persa-andalusí, con escasos restos bereberes, según nos deslizamos desde la Kabilía hacia las ardientes áreas saharianas. No merece la pena detenerse en usos que de hecho van a reiterarse en otros entornos que dominaron colonizadores ingleses, franceses, belgas, alemanes y portugueses. Para variar, el impacto español fue mucho más superficial, por esa vieja manía de respetar lo autóctono (recibiendo palos a cambio).
En otros entornos, el empleo de hojas de menor tamaño y fácil cultivo ha permitido obtener preparados domésticamente manejables e incorporados a las prácticas alimentarias cotidianas. Así toda la saga de los cocinados en hojas de col, de gran tradición medio-oriental y los territorios dominados por el despótico imperio turco, la enorme variedad de tamales hispanoamericanos, iniciada con el empleo de hojas de maíz y luego ampliada por el benéfico plátano que les llevó España (a la Nueva España, no a las colonias hispanoamericanas),[2] la gama de derivados de las dolmas de hoja de vid, de neto origen medio-oriental, laboriosos y exquisitos, y los preparados a partir de hojas de otro tipo, de origen hortícola y en general de ámbito puramente local.
Tamales iberoamericanos
En pleno siglo XVI, fray Bernardino de Sahagún recoge la existencia de 11 variedades de tamales, solo en Méjico, en su Historia general de las cosas de la Nueva España.[3] Las hojas empleadas son principalmente de maíz y aguacate y más tardíamente del importado plátano. El relleno que se cocina en el envoltorio foliar es habitualmente una masa de maíz cocido y molido toscamente, con o sin alubias añadidas, algunos aromas vegetales o pequeños vegetales troceados y casi sistemáticamente queso fresco recién cuajado y desuerado (la conservación de leche sin cuajar era prácticamente imposible por las condiciones climatológicas). Los paquetitos resultantes tenían la forma de sobre de correos o a menudo de rollo, como un gran caramelo, cerrándose en este caso introduciendo el extremo de la envuelta, retorcida, en una suerte de ombligo en cada terminal. Si el tamal era grandecito, no era raro que se mantuviese atado con tiras finas de piel del cactus nopal. La cocción se hacía sobre las brasas o a veces al vapor, en un recipiente de cestería colocado en la boca de una vasija cerámica en la que hervía agua. Salvo por la incorporación de algunos aromas exóticos o de carne picada de cerdo o alguna hortaliza de origen transatlántico, los tamales son una de las preparaciones de más éxito de la cocina iberoamericana, especialmente mesoamericana, y han mantenido, mejorándola, la composición básica que encontraron los descubridores a principios del siglo XVI.

La familia de las sarmas
En el otro extremo del mundo americano, hojas más tiernas y dúctiles permitían realizar paquetitos que se comían íntegramente. El envoltorio foliar no era un simple útil coquinario, sino parte fundamental de la preparación. La hoja más utilizada en este caso es la de la col (es un modo de hablar, porque hay muchos tipos de esta brasicácea).

Lahana sarma turcas, dolmas siro-libanesas o incluso sarmalutes rumanas no son más que variaciones de un mismo tema, con peculiaridades regionales. La conquista musulmana que englobó desde parte de India, la vieja Persia, toda Asia Menor y las zonas europeas limítrofes y se acabó materializando con el tiempo en el gran imperio turco difundió la práctica de las sarmas, dejando platos que algunos consideran, erróneamente, casi identitarios de su tierra. La verdad es que según miramos hacia atrás, cada vez se difuminan más muchos identitarismos, pero eso es harina de otro costal.
Hojas de col amplias, denervadas para evitar que se quiebren en la manipulación, derramando el contenido, se escaldan brevemente en agua, con lo que se hacen dúctiles y no quebradizas. Luego se prepara un relleno que puede ser muy variado, pero prácticamente siempre incluye arroz, previamente remojado en agua templada o incluso ligeramente cocido, frutos secos diversos, pasas o dátiles troceados y carne picada (dependiendo de las proscripciones religioso-sociales, de ovino o porcino o incluso aviar). La mezcla, bien trabada a veces con la ayuda de un poco de salsa de tomate y convenientemente especiada, se encierra en paquetitos dentro de las hojas ya dóciles al pliegue, que se ordenan en el fondo de un recipiente, de modo que la presión de los rollos entre sí impida que se abran al cocer. Luego se vierte encima un caldo de variable composición, con picada de almendras, o pistachos, sustanciado con la cocción de las partes menos aprovechables del animal que se emplee y tomate en salsa y se lleva hervor suave durante aproximadamente media hora, de modo que al henchirse el arroz acaba de dar forma y consistencia a los rollitos, que según la propia costumbre, fineza social y tamaño de los mismos puede tomarse delicadamente con cubiertos o con el auxilio de la pinza anatómica de los tres primeros dedos de la mano —derecha, naturalmente—.[4] Una variante turca acepta una preparación similar elaborada con hojas de acelga, que salsean antes de servir con un poco de yogur aligerado con caldo de cocer las hojas de la hortaliza.[5]

Paquetitos de hojas de vid
El paradigma son los dolmates sirios, que también se hacen en otras zonas del Oriente Medio. Imaginemos por un momento que la vid se emplea fundamentalmente en países musulmanes donde ya estaba previamente implantada antes de la dominación, para dos únicos usos: la producción de uvas frescas y sobre todo pasas y la elaboración, por un cortocircuito bioquímico, de vinagre, de amplísimo uso en cocinas orientales. ¿Por qué no utilizar también las hojas amplias y tiernas de algunas variedades para hacer paquetitos comestibles —con las manos, por supuesto—? Pues esa fue una de las aportaciones que los dominadores turcos hicieron a los pueblos dominados. Las hojas de vid amplias y tiernas, recién expandidas en la primavera, se libran de su peciolo, que es leñoso, y se hierven un ratito hasta hacerlas flexibles y tiernas, dejándolas después secar y enfriar sobre una superficie plana. Luego se hace un relleno similar al de las dolmas de col, aunque generalmente sin añadido cárnico de ningún tipo, pero muy al gusto de la zona, repletito de pasas y poco especiado. Después se preparan paquetitos doblando hábilmente las hojas, atrapando en el borde los extremos, para que el relleno, que tiene el arroz únicamente remojado y sin precocer, no se desparrame.[6] Los paquetitos se disponen apretadamente en el fondo de una cazuela amplia; y se añade caldo de pollo y hortalizas especiado y se deja cocer a fuego lento, cubiertos con un plato de loza para que no sobrenaden ni se separen, durante algo más de media hora, como si estuviéramos preparando una morcilla. Una vez cocidos, se toman, con hoja y todo, que da un leve amargor al preparado, tras rociarlas con abundante zumo de limón, como me aconsejó mi colega y amigo Rajab al-Ghanem, sirio de pura cepa.[7]

Otros rellenos de hojas ya incluidos en nuestras tradiciones
Los respigos o grelos, que son los brotes foliares de los nabos tempranos, según el terreno en que asienten pueden dar algunas hojas cuyo extremo es suficiente para hacer pequeños paquetes rellenos, pero ya con predominio de productos cárnicos. El proceso es similar a lo descrito. Las hojas seleccionadas se escaldan ligeramente y extienden hasta enfriar. Hay una versión relativamente moderna de relleno de carne de corzo estofado y desmechado, que se envuelve en las hojas haciendo paquetitos, que se disponen en bandeja, salseando muy ligeramente con jugo de la cocción y rematando unos minutos en horno.[8] Una versión similar, aunque más elaborada, es el emberzao asturiano de Allande, que originariamente se hace con hojas, más pequeñas que las de las coles convencionales, de berza norteña (presente en territorios costeros de Galicia, Asturias y Santander, reliquia de primitivas coles autóctonas) y también con grelos (respigos) en temporada. El relleno de estas hojas, de dimensiones modestas, se hace con carne y jamón aderezados con pimiento, cebolla y ajo, cocidos, escurridos y bien picados y unidos con un poco de harina y caldo y algo de pimentón; la masa se empaqueta en las hojas, que quedan como bolitas, que se rebozan en harina y huevo, friéndolas, para servir después tras calentar un rato en el caldo de cocción reducido.[9]


En Galicia existían (dudo que aún se recuerden) los corazones de col rellenos o bertóns, que no eran más que corazones pequeños y prietos de berza norteña cocidos enteros y ya fríos, rellenos de carne picada con jamón hecha en manteca, cerrados de nuevo y sujetos con bramante de algodón, para acabar de hacer el preparado en caldo de la cocción con un poco de vino y cebolla picada dorada, sirviendo tras eliminar el hilo de sujeción.[10]
En Aragón tenemos noticia de las lechugas rellenas de nuestro Altamiras,[11] de 1745. Empleaba el buen fraile cocinero corazones pequeños y prietos de lechugas ya hechas, eliminando todas las hojas grandes para otros menesteres, y los cocía enteros, dejando enfriar y escurrir largo tiempo. Luego preparaba un picadillo de carne, cebolla, pasas y piñones que tras freír amasaba con un poco de pan rallado. Con este picadillo iba rellenando la parte baja de las hojas, ya domadas por el calor, cerrándolas sobre sí mismas, de modo que quedaba una especie de pelota vegetal-cárnica. Estas pelotas se acostaban juntas y prietas, con el pedúnculo hacia arriba, de modo que el peso del preparado aseguraba que no se desbarataría la envoltura al cocerla un rato con caldo y picada de avellanas.
Por fin, las hojas se han empleado en nuestras tierras como protectoras del horneado y al tiempo saborizadoras, sin llegar a la sofisticación de la papillote. La bica da folla gallega es una torta (que no he probado, pero que tiene que ser de una esplendorosa sencillez). Se hace disponiendo sobre una hoja de col cruda una plancha fina de masa de harina de maíz, que acoge encima algo de chorizo, se cubre con otra plancha de harina y luego se protege con otra hoja de col, horneándose todo. Se puede hacer lo propio con una loncha de jamón con buena cantidad de tocino. Las hojas de col han sido protectoras y aromatizantes del sencillo bocadillo.[12] ¡Vaya meriendilla!
[1] R. M. Menoy et al.: Les merveilles de la cuisine africaine, París: Éditions du Jaguar, 1996, p. 255.
[2] Confieso mi ignorancia cuando intenté hacer pequeños tamales con hojas de caña silvestre de las acequias y también de bambú: el resultado es incomestible, porque el envoltorio vegetal amarga la masa cocinada.
[3] G. Patiño: «El tamal», Semana, 21-12-2006 [en línea], <https://www.semana.com/on-line/articulo/el-tamal/82803-3>. [Consulta: 24-3-2020]. Hay una edición reciente (2018) de los 12 libros de Bernardino de Sahagún en español de Londres: Forgoten Books, 2 vols.
[4] F. Bellahsen, D. Rouche: La cocina mediterránea: Turquía, Postdam (Alemania): Tandem, 2011, p. 136; A. Doblado: Cocina rumana, Madrid: Susaeta, 2006, p. 62.
[5] Bellahsen, Rouche: o. cit., p. 36.
[6] Mi torpeza al preparar el relleno me ha obligado a hacer estas dolmates atándolas con un hilo de algodón de cocina, que luego hay que cortar, uno a uno. Alguno de mis amigos es mucho más hábil y no precisa tal artificio.
[7] Ballahsen, Rouche: o. cit., p. 32; S. Woodword: La cocina mediterránea clásica, Barcelona: Primera Plana, 1999, p. 72.
[8] P. Iglesias: «Grelos rellenos de corzo», Enciclopedia de Gastronomía S. A., 25-11-2015 [en línea], <https://www.enciclopediadegastronomia.es/recetas/carnes/caza/grelos-rellenos-de-corzo.html>. [Consulta: 24-3-2020].
[9] E. Méndez Riestra: Cocinar en Asturias, Gijón: Trea, 1998, p. 113.
[10] A. Cunqueiro, A. Filgueira-Iglesias: Cocina gallega (3.ª ed.), Madrid: Everest, 1984, p. 164.
[11] J. Altamiras: Nuevo arte de cocina, Huesca: La Val de Onsera, 1994, p. 55.
[12] Cunqueiro, Filgueira-Iglesias: o. cit., p. 185.

Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra(con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
0 comments on “Cuando la hoja es la olla”