/ por Antonio Gracia /
… nada volvió a ser igual. Cambió la sociedad porque cambiaba el hombre. Tal fue el poder de los virusaurios.
He aquí dos cartapacios —entre los muchos documentos que engrosaron el informe pericial— del mismo superviviente: complementarios, más que contrarios; cara y envés uno del otro, dando al cuerpo lo que es del cuerpo y al alma lo que es del alma. El primero es hijo de la indefensión ante la realidad de un final próximo; el segundo, una defensa contra el desengaño, que impuso el contravirus del carpe diem como única panacea para el escepticismo:
1
Última carta a la Amada (sitiado por la muerte)
Entre cuatro paredes albicantes
paso estos días, enclaustrado y triste,
abrazado al pretil de la esperanza.
Tal vez jamás un hombre vio tan cerca
la muerte metafísica a través
de su muerte corpórea.
La amenaza del tiempo fugitivo
ruge en nuestra conciencia y nos devora,
aunque también nos unge con la llama
del recuerdo feliz y la amistad
de aquellos cuyo adiós viene a otorgarnos
fe de que fuimos dignos de este mundo.
Y durante el beleño del instante
final, junto a la mano
pródiga en despedidas y en amor,
el tránsito se olvida de su viaje
y nuestra vida cumple su destino.
Sin embargo, yo vivo prisionero
en la cárcel del mundo y de mi cuerpo:
sufro
la condición mortal de la existencia:
nadie puede abrazarme, a nadie puedo
abrazar: este mundo de cadenas
me encadena a mí mismo, ata a los otros
a sí mismos y no existe el consuelo:
porque abrazar es contagiar la muerte.
Condenado a morir solo conmigo,
prisionero de la devastación
y asediado por este apocalipsis,
sueño sin sueños, veo
los fragmentos de identidad que fueron
tejiéndonos como únicas verdades,
los paisajes que un día fueron vida:
el bálsamo feliz de haberte hallado,
el amor y el dolor que compartimos:
aquel árbol, aquella frágil fuente
en medio de gorjeos y de rosas,
el fragor de la noche y sus estrellas,
aquel futuro que existió durante
el breve tiempo en el que lo soñamos,
aquella luz nacida de tus ojos
mientras en el crepúsculo las sombras
resplandecían viendo
nuestro abrazo total definitivo.
2
La panacea
«Abrí la puerta y ella se abalanzó ante mí. Mordió los pantalones hasta hacerlos caer sobre mis pies. Sentí el pálpito de la sangre en mi sexo, que despertó como una fiera sorprendida. Su boca se convirtió en una vagina todavía más cálida y el chorro de mi semen blanquecinó sus labios púrpuras y sus ojos morenos, y rodó en sus mejillas hasta hacerse afluentes de sus pechos. No sé cómo, enzarzados, nos arrastramos hasta el lecho. Las ropas desceñidas y sajadas cayeron en jirones. Mi piel frotaba, pedernal sin yesca, su piel de yesca ansiando pedernal. Yo mordí sus pezones y mi mano se adentró en la caverna del útero hasta hacerla gemir. Luego mi carne la penetró hasta chocar con su carne más íntima y oculta. Sentimos que la lava esparcía su fuego. Y, exhaustos, nos dormimos».
Al abrir los ojos maldijo el repetido sueño que cada noche le hacía eyacular sobre las sábanas. Otras veces soñaba con una boca inmensa que besaba y lamía sus nalgas y su pene, su ano y sus testículos, lo sorbía y tragaba hacia un placer inédito, como si un falo feroz y una vagina indómita consustanciados en una loba hermafrodita y lúbrica midiera con su lengua y atributos eróticos, gigánticos, su piel y sus entrañas hasta hacerlo eructar como un volcán airado desde la más insólita erección y la sensualidad más exaltada. Ya no lo pensó mucho. En un mundo de carne y soledad en el que ni los hombres se divierten con los hombres ni las mujeres con las otras mujeres porque la incomunicación es la única relación que queda viva, algo había que hacer para que no muriera el ser humano que aún perdura en el homínido del siglo veintiuno. Inmediatamente redactó el siguiente documento:
1) Los abajo firmantes explicitan su deseo de mantener relaciones sexuales lo más placenteras posibles, por lo cual no se descarta, sino que se incluye, la ternura, el afecto y otras sensualidades.
2) Los séxuges declaran bajo palabra ser recién conocidos, no odiarse ni amarse actualmente y no actuar bajo ninguna coacción, sino por mutua decisión y con el propósito de gozar de una sexualidad que les endulce la existencia o les haga olvidar los probables sinsabores de la misma. Por ello admiten respetar la intimidad del otro y no agobiar o entorpecer sus vidas cotidianas.
3) Queda prohibido terminantemente enamorarse, salvo que el tiempo dictaminare lo contrario y el consentimiento fuese mutuo. Si el amor surgiese o, nacido en ambos, desapareciese por parte de uno solo, se establece que ambos evitarán todo tipo de sufrimiento consentido, incluso si ello supusiera la ruptura.
4) Cada «juego amoroso» no podrá durar nunca menos de diez minutos ni más de doce horas, a fin de evitar el tedio o la muerte por desfallecimiento.
5) En principio, se establece el encuentro erótico en una vez a la semana, precisándose el día y el momento a conveniencia de ambos séxuges.
6) Ninguno de los contrayentes sexuales adquiere el compromiso de realizar algún acto que le disguste o le repugne, por mucho que al otro le satisfaga o lo desee. Se considera imprescindible para ello, conforme avance la relación —la libidinosidad—, el intercambio coloquial sobre las zonas erógenas, preferencias eróticas y cuanto ayude a mejorar el intercambio del placer.
7) Ambos afirman poseer todas las partes de su organismo en buen estado, con lo que se obligan a indemnizarse con un millón de besos, coitos o sexaplejias (o algún otro tesoro) si algún miembro (oreja, pezón, pene…) sufriese amputación por mordisco, succión o similares avatares pasionales.
8) Ninguno de los sexuantes tendrá la osadía de sentir más de seis orgasmos por sesión, obligándose el que sobrepasase tal número a devolvérselo con creces al cumplidor de lo pactado.
9) En caso de incumplimiento del contrato antes del tiempo establecido, el incumplidor deberá proveer, en el plazo de tres días, un sustituto con iguales o mejores facultades amoroso-lujuriosas.
10) Este contrato mantendrá su vigencia durante tres meses y podrá ser renovado de mutuo acuerdo.
Aquí y ahora, con lúcido albedrío:
Firmados
X Y
Inmediatamente consideró que bastarían diez copias, por lo pronto, y se lanzó a la calle cuando la noche empezaba su feria. Entró en un lugar céntrico como otras tantas veces: mesas llenas de desconocidos que fingían conocerse, la sonrisa en la boca, el cigarro en los labios, la ginebra en la mano, la soledad fulgente. Se aproximó a la barra y oteó el horizonte. Rostros demasiado vecinos de otros días, miradas consteladas de las mismas pasiones escondidas, la escasa luz como antifaz, el ruido del silencio murmulloso para evitar que se oyese la mudez del espíritu. Y cambió de lugar.
Entró en un modesto síndol confortable, iluminado a medias, la música agradable, cada cual repartiendo su soledad consigo mismo, sin disfraces de falsas compañías. Unos ojos levantaron su inmensa llamarada desde una mesa próxima y sintió que allá voy. Se sentó, ¿no te importa?, yo también estoy solo, en cuanto te incomode me lo dices y me voy. Hablaron y fumaron y en seguida intimaron en el tema que allí les empujaba, y se confidenciaron: la soledad no es mala si la compañía de los otros es peor, por eso estoy aquí. Él le contó su sueño repetido, y ella dijo que al levantarse recordaba cómo un hombre agresivo y amoroso la acosaba de noche como una violación que ella buscaba, que le mordía los senos, que empujaba su glande hasta su intimidad, que bañaba su cuerpo con su sangre sexual. Que luego despertaba del todo y maldecía del mundo porque la libertad impedía hacer libre ese reducto que todo ser posee y es incomunicable. Tienes razón, le dijo, todos nos quieren poseer y ni siquiera saben poseerse, que significa tomar de los demás lo que pretendan darte y darles cuanto seas capaz y te lo admitan. A los pocos minutos de empatía sacó una copia del contrato y lo leyó con voz suave para que no sonara abrupto. Ella lo tomó y lo leyó despacio, musitando los labios como sorbiendo un falo. Una mirada unió los ojos separados por la mesa. Desenvainó una estilográfica y la puso en su mano. Y luego firmó ella.
(Salieron y se sintió poseso de algo muy parecido a la felicidad. De repente giró y miró hacia atrás: ¿Tal vez aquellos rostros yacían allí tras haber intentado una esperanza semejante a la suya y se vería a sí mismo muy pronto desahuciado, como un horizonte que otea otro horizonte interminablemente inacabable?).

Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de Homero, La condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obra, Ensayos literarios, Apuntes sobre el amor, Miguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo y La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.
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