Sábado, 18 de abril. Estaba en el balcón con mi taza de café en la mano. Solo, por una vez. Paula seguía durmiendo la siesta y era evidente que esa tarde no habría tertulia (el cuarto de hora que pasamos charlando junto a la ventana es nuestra forma de coger fuerzas antes de reengancharnos al día). Entonces los vi llegar. Una furgoneta con el logo de una empresa de mensajería de la que bajaron dos gitanos. Una pareja: él con pantalones de chándal y un chaleco reflectante color naranja. Ella, más tradicional, con una falda de tela gruesa y el pañuelo de costumbre en la cabeza. Se habían detenido junto a los dos contenedores de obra del edificio en construcción y empezaron a revolver su contenido: cascotes, listones y paneles de madera, cristales rotos, mallas metálicas… Ella, claramente, era la más diligente y afanosa de los dos: no paraba de moverse y dar instrucciones, tomaba o descartaba cada pieza con decisión, y muy pronto fue acumulando un pequeño tesoro a sus pies. En cierto momento llegó a meterse dentro de un contenedor (la falda lo aguantaba todo) para rebuscar con más detalle. Él, más flojo, se dedicaba a guardar el botín en la furgoneta. En esas andaban cuando a su lado pasó una patrulla de la policía nacional. Digo bien: pasó, miró al soslayo, fuese y no hubo nada. Mejor no entrar ahí, pensarían los agentes con buen criterio. Su desidia no me sorprendió. Tampoco me pareció mal: mejor dejar que los traperos hagan su labor. Y, en efecto, ahí siguieron un buen rato, aprovechando que la obra estaba cerrada y no había nadie cerca. Ni Aminadab parecía. Entonces se puso a llover —un aguacero denso, repentino— y se acabó la función. Recogieron sus cosas, cerraron la puerta lateral de la furgoneta (vi entonces que el logo estaba medio borrado) y marcharon calle abajo, hacia Paseo del Rey. Todo en menos de un minuto. La lluvia, ella sí, no hace distingos.
A mí, en cambio, la presencia constante de la policía me ha permitido desarrollar la visión y el sexto sentido de un apache. El miércoles pasado contabilicé hasta cuatro patrullas en el cuarto de hora que duró la salida de la perra. Los tenemos en todos los formatos: en coche, en moto, incluso a caballo (de lo cual nos enteramos, muchas veces, por las muestras nada discretas que dejan a su paso). Va uno sobre ascuas, oteando el horizonte como un vigía en su cofa. Con razón me parecía ver más pájaros que de costumbre. Si la evolución sigue su curso, me crecerán ojos en el cogote.
Paso la mañana poniéndome al día con la correspondencia: mensajes, acuses de recibo, encargos pendientes. El mundo sigue su curso por debajo del ruido erizado de las noticias. Hay libros por hacer, revistas que alimentar, y luego están los amigos más o menos cercanos que dan noticias, que las piden o que simplemente escriben para dejar constancia de su cercanía. Son intercambios relajados y algo teatrales, en los que fingimos una normalidad que no sentimos. ¿Y por qué no? De vez en cuando se cuela una expresión de inquietud, de alarma, pero nos corregimos al momento. Basta con ese apunte para que el otro se haga cargo. Mejor adjuntar esto o aquello, desearnos lo mejor y despedirnos hasta la próxima. Ahora mismo, es un alivio —un consuelo, dentro de lo que cabe— pensar que algunas de esas revistas saldrán en mayo, como está previsto.
Ha sido una semana extraña. Si miro atrás, percibo una sensación cada vez mayor de extrañamiento, no sé si porque no terminamos de acostumbrarnos al encierro o porque, en muchos aspectos, ya se ha convertido en rutina. Un poco de cada cosa, supongo. Las pautas del sueño han empezado a trastocarse y cuesta mucho dormirse a la hora habitual, ni siquiera bajando las dosis de cafeína o agotando el cuerpo con más ejercicio (un par de amigas me recomiendan melatonina, pero aún no he podido salir a la farmacia, y en todo caso no estoy seguro de la dosis). La otra noche, después de casi dos horas en la cama —una dando vueltas estérilmente y la otra releyendo con ojos picajosos las memorias inglesas de Canetti—, me levanté para ir al baño. Fui de puntillas, cuidando de abrir la puerta sin ruido, tanteando en la oscuridad, pero ni modo. Fue poner el pie en el pasillo y oír las voces convergentes de Marta y de Paula. ¿Todo bien? ¿Estás despierto? Eran las dos y diez de la madrugada y allí estábamos los tres, desvelados como lechuzas. Ellas se fueron al salón y terminaron viendo una película, creo. Yo opté por volver a la cama. Cuando logré dormirme, lo hice como un galeote: boca abajo, agarrado a la almohada y con todo el peso del cuerpo contra el colchón. Como si hubiera llegado al sueño a testarazos.
Domingo, 19 de abril. Es un lienzo de tamaño mediano, 40 x 50 cm, sin enmarcar. Su autor es Haritz Guisasola —con quien colaboré hace ocho años en la edición de Monósticos, que fue el origen, a su vez, de la imagen de cubierta de Libro de los otros— y tiene un leve aire a Van Gogh, ese gusto suyo por la pincelada gruesa y los objetos corrientes, de uso cotidiano. En él aparece únicamente un par de zapatos negros con cordones sobre un soporte —¿una caja, una mesita?— color crema. Detrás, un fondo granate o vino tinto con zonas donde el trazo se empasta, entre gris y negro. Los zapatos están claramente gastados, pero la luz que incide en ellos les da un brillo de charol, como de otra época. Tengo el lienzo en mi estudio, a mi izquierda, y me ha acompañado desde hace al menos dos años, cuando aproveché un cobro inesperado para comprarlo en la galería de Luis Burgos. Debo decir que también su título me intrigó: Where are they now? (¿Dónde están ahora?). Un título digno de un poema, o capaz al menos de ampararlo. Miro de nuevo esos zapatos —zapatones, más bien— y pienso que son un emblema perfecto de estas notas, de este tiempo inmóvil que hace desfilar las palabras en círculos. Son palabras descalzas, o como mucho en zapatillas. Los zapatos esperan a la entrada, con los cordones puestos, listos para salir a escena, pero la escena está acá, de este lado del telón, y no hay sitio adonde ir. Y eso es justo lo que se preguntan estos zapatos: ¿Dónde están ahora? ¿Qué fue de nuestros dueños? ¿Por qué nos tienen aquí arrumbados como trastos viejos? Uno de ellos tiene un cordón larguísimo, que crece y se levanta hacia el espectador como llamando su atención. Parece una ganzúa, de hecho, pero es incapaz de abrir ninguna puerta. Ninguna, al menos, de las que nos gustaría.
El poeta Juan Andrés García Román escribe dando noticias y casi al final, en posdata, me agradece la mención de hace unos días a Thomas McGrath. «Por cierto —añade—, yo descubrí a McGrath cuando estuve en la residency en Estados Unidos y no puedo olvidar aquella frase de “Again, traveler, you have come a long way lead by that star,/ But the kingdom of the wish is at the other end of the night…”». O, como diríamos en casa: «Una vez más, viajero, has llegado muy lejos guiado por esa estrella,/ pero el reino de tu deseo se encuentra al otro lado de la noche…». Dos versos memorables, sí —y que deben bastante a Auden, parece—, aunque el «deseo» español no distingue entre el «desire» inglés, más sensual y anhelante, y el «wish a star» del poema, que es nuestro «pedir un deseo». Da igual. No los conocía, pero me han dado ganas de caligrafiarlos sobre la puerta del estudio como una suerte de lema o aviso a navegantes. Lo hago aquí (prefiero ceder al fetichismo en compañía), tal vez porque volvemos a tener una estimación oficial de cuánta noche nos queda, al menos de momento: tres semanas.
Once días sin ir al supermercado, pero ayer no quedó más remedio… Y confieso que para alguien que se pasa la vida haciendo cábalas indiscretas sobre la gente (su oficio y beneficio, su personalidad, incluso su estado civil), este imperio de mascarillas es un motivo constante de frustración. No hay forma de leer sus rostros, sus muecas, más allá de unos ojos fruncidos o la urgencia más o menos sombría en la frente. No son meros tapabocas, como dicen en México. Esconden lo más importante: el armónico de labios y ojos, el gozne que une perfil y frontal, la tirita del bigote, el acento decisivo de la nariz… Hasta agradecí, prudencias aparte, que un par de clientes hubieran decidido salir a cara descubierta. Uno de ellos, anciano parsimonioso, contribuía a la alarma general moviéndose con titubeos, haciendo y deshaciendo varias veces el mismo trayecto y arrastrando su carrito verde a la buena de dios (¡y sin guantes!). No parecía tener prisa por volver a casa. Luego pensé que debía de ser un habitual, pues la cajera lo trató con ternura casi inesperada. Ninguna impaciencia, ningún gesto fuera de lugar. Yo iba después y el pedido me llevó lo menos cinco minutos de trajín, pero al salir de la tienda aún estaba ahí, en la acera, fumándose un pitillo mientras miraba el paso del autobús de línea por Ferraz.
El correo vuelve a llenarse de spam, pero ahora de otra especie: ofertas de crédito instantáneo, pastillas y métodos de adelgazamiento, kits de gimnasia casera. Hasta Idealista ha cambiado el tenor de sus anuncios y ahora nos aconseja sobre cómo alquilar o vender nuestras propiedades después del encierro. Es la ley del mercado. Nada como aprovechar los nuevos nichos que se abren al buen emprendedor. De hacer caso a estos heraldos, nos espera un futuro incoherente de bulímicos endeudados que se han pasado la cuarentena buscando piso y haciendo flexiones.
Lunes, 20 de abril. Toca madrugar. El día empieza bien cuando llegas a tiempo de asomarte a la calle y ver apagarse las farolas.
De un sueño exasperado en el que aparecía mi padre, me queda este reproche suyo que sigo sin (querer) entender muy bien: «¡Serás matafiebres!».
Podrían ser ocho semanas de cuarentena, finalmente. No es mal número. Un número par, cerrado sobre sí. Al fin y al cabo, el 8 es el infinito puesto en pie, un infinito con el que puedes bailar y que vuelve como un tentetieso si lo golpeas.
Desde el balcón, veo a una madre subir las escaleras del parque con dos niños de la mano. Sus hijos, supongo, a los que no puede dejar solos si debe hacer un recado. La estampa es melancólica (ella va encogida, los niños caminan muy juntos, sin decir palabra), pero a mí me han dado ganas de exclamar, como Calderón (o Raphael): «¡Escándalo del aire!». Como ver seres fabulosos, de otro tiempo. Y así es, claro. Así está siendo. Ese escamoteo.
Malos tiempos para las gitanas que piden a la puerta del Dia. Ya nadie o casi nadie lleva suelto. Hoy he visto pagar con tarjeta hasta en el quiosco.
En el escaparate de El Aleph, un libro titulado Filósofos de paseo. ¡Ya quisieras!
Me da que esconder la cara o mirar para otro lado cuando nos crucemos en la calle será pronto una evidencia de buenos modales.
Escribir estas notas no debería necesitar justificación, lo sé, pero no puedo impedir que a veces busque amparo en lo que dicen o piensan algunos de mis prójimos. Un guiño cómplice, vaya. Hace quince días fue un artículo de Antonio Muñoz Molina en el que celebraba el diario como el género más capaz de dibujar, de manera colectiva (cada cual en su madriguera) «el mapa inmenso y meticuloso del presente» (esa aliteración de la eme no podía dejar de seducirme). La semana pasada fue esta nota luminosa en Facebook de su tocayo Antonio Rivero Taravillo: «Un diario que se publica no está hecho para mostrar la vida privada de su autor, sino las intimidades del lector». Y ahí, con ese sutil desplazamiento que es mucho más que un golpe de ingenio, se cifra la condición paradójica de este cuaderno. Porque la intimidad es siempre, por lo menos, cosa de dos.
La vida de diario sucede en los patios traseros: un zumbido de fondo sobre el que resuenan voces irregulares, martillos, portones que se cierran, una radio lejana. Los martillazos son ahora ruidos como de ping-pong, un golpe de metal elástico que lleva consigo su propio eco y que filtra, más allá, el rumor de los coches. Pero los gatos siguen sin aparecer. Una vecina de un entresuelo se ha puesto el bañador y está en el tejado del garaje, tomando el sol sobre una esterilla de yoga.
La ventana entreabierta, para dejar entrar el fresco. El sol se hace fuerte en el patio y mueve los estores. Él sí puede ir y venir a su antojo, sin avisar. El runrún del aire. La mesa de trabajo es mi rompeolas.
[EN PORTADA: Lienzo de Haritz Guisasola al que e hace referencia en una de las notas]

Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Sus libros más recientes son La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana (Saltadera, 2019) y la antología En la rueda de las apariciones: poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2020). Coordina la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.
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