Escenario

Folk horror: lo ancestral en el cine fantástico

Luciano Hevia Noriega reseña un libro colectivo coordinado por Jesús Palacios. «Cuando los viejos dioses despiertan y el solsticio pide sangre. Cuando las brujas cantan sus hechizos y las lenguas muertas resucitan. Cuando desfila el carnaval de las bestias y los coros y danzas del infierno celebran su aquelarre... es la hora del folk horror».

/ una reseña de Luciano Hevia Noriega /

Encomiable la labor de divulgación de algunos de los géneros cinematográficos más recios y esquinados que está llevando a cabo la editorial Hermenaute, en la que se enmarca este reciente volumen colectivo que, como su título indica, aborda el denominado folk horror, tan en boga los últimos años. La cuidada edición a cargo de Jesús Palacios goza del apoyo de la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián y el subtítulo de Lo ancestral en el cine fantástico es lo suficientemente clarificador de lo que los lectores vamos a encontrar, aunque cabe señalar que los nueve ensayos que contiene no se limitan al cine, sino que también tratan aspectos literarios, musicales o antropológicos.

Como en la mayoría de libros colectivos, el resultado es desigual, lo que no impide que el balance global sea altamente satisfactorio. Los ocho capítulos mencionados, excluyendo la muy prolija e interesante introducción de Palacios, se dividen en un bloque temático (folk horror, brujería, Edad Media y cuentos de hadas y afines) y un bloque geográfico (Gran Bretaña, Australia y Nueva Zelanda, escenarios polares y España), perfectamente imbricados y que dotan al conjunto de una homogeneidad que facilita su comprensión y nos permite llegar a conclusiones.

En su introducción, Palacios se encarga de dotarnos de una amplia visión de conjunto que actualiza el estado de la cuestión en aspectos tales como el origen del término folk horror, acuñado por el actor y escritor Mark Gatiss, o la que sería la santísima trinidad fundacional del subgénero: Cuando las brujas arden (Michael Reeves, 1968), La garra de Satán (Piers Haggard, 1971) y la ya convertida en cult movie El hombre de mimbre (Robin Hardy, 1973). A partir de estas básicas premisas, el autor señala una serie de elementos temáticos y estilísticos inherentes al género y que, grosso modo, son los siguientes: sesgo eminentemente británico, predominio de los escenarios rurales aislados con especial querencia por la campiña inglesa, acervo folclórico de raigambre pagana con profusión de sacrificios y ritos sexuales o idílica atmósfera inicial que rápidamente torna hacia lo siniestro o amenazador. El marco cronológico fílmico, con las muchas excepciones que luego veremos, se situaría en los años sesenta y setenta del pasado siglo, los de mayor vigor de la contracultura hippie. Además, Palacios abandona el plano estrictamente cinematográfico para vincular el actual revival neofolk con movimientos musicales como el black metal o ideologías extremas, sobre todo en países del norte de Europa, advirtiendo, eso sí, de la inconveniencia de caer en la etiqueta fácil. Finalmente, se repasa la incidencia del folk horror en las distintas cinematografías nacionales saliendo a colación títulos tan exitosos como la reciente Midsommar (Ari Aster, 2019), los vínculos con el llamado gótico americano o el gran impacto crítico en la Australia de los años setenta y ochenta de directores como Nicolas Roeg, Ted Kotcheff o Peter Weir.

Sobre Mar Corrales recae el tema de la brujería en la gran pantalla, presente desde bien temprano como ejemplifica el cortometraje El pozo fantástico (Georges Méliès, 1903), aunque la autora toma como exponente señero la mítica Häxan (Benjamin Christensen, 1922), analizada pormenorizadamente. Pero no se queda Corrales solo en el clásico danés, sino que de su mano hacemos un gozoso recorrido por un puñado de títulos que se han beneficiado en menor o mayor medida de su influjo: La pasión de Juana de Arco (1928) y su bruja santa y Dies irae (1943), ambas de Dreyer; El séptimo sello (1957) y El manantial de la doncella (1960), ambas de Bergman; la delirantemente kitsch Los demonios (Ken Russell, 1971) o El aquelarre (Marco Bellocchio, 1988). Impagable la crítica del Sunday Times sobre el genial director sueco y sus películas: «Cada vez que el cine escandinavo tiene cinco minutos que rellenar, quema una bruja». Mención aparte merece el denominando cine de Inquisición, con presencia española a cargo de Naschy u Olea, y el abandono del sesgo anglocentrista, abriendo el espectro al cine australiano o la nueva ola checa, sin dejar de reivindicar obras seminales como La garra de satán y El hombre de mimbre para ponerlas en relación con títulos recientes como La bruja (Robert Eggers, 2015) o El bosque (M. Night Shyamalan, 2004), que abordan en clave metafórica el choque generacional o la paranoia colectiva. Aunque las brujas no han tenido tanta difusión en la cultura popular como zombis, psicópatas o monstruos clásicos del jaez de Drácula o Frankenstein, su condición de ser tangible bien merece la reivindicación que la autora les otorga para solaz de los lectores.

El milenio de medievo y el terror a él asociado es terreno bien abonado para lo que nos ocupa, con sus cruzadas, sus plagas, sus cantares de gesta o su violencia estructural y a ello se dedica con acierto Adolfo Reneo. Es inevitable que comiencen a solaparse títulos como Häxan, El séptimo sello y su Europa asolada por la peste negra o El manantial de la doncella, pero afloran otros como la deliciosamente camp La máscara de la muerte roja (Roger Corman, 1964) con su fascinante colorido y un memorable villano del porte de Vincent Price, las dedicadas a las sagas vikingas como las de Erik el Rojo o Beowulf, muy frecuentada esta última por el cine desde los años noventa hasta hoy o El guerrero número 13 (John McTiernan, 1999). Tratándose del periodo referido abundan, obviamente, bestiarios, grimorios, nigromantes e invocaciones varias, lo que da pie a rescatar clásicos ochenteros como Lady Halcón (Richard Donner, 1985) o personajes como el más famoso arquero del bosque de Sherwood y la ambigua doncella de Orleans encarnada por Milla Jovovich, en quien resulta difícil dirimir su condición de iluminada o de marioneta del poder. Hay espacio también para violentos subgéneros de inconfundible regusto a serie B muy ligados al periodo, como la fantasía épica o la espada y brujería.

La comunidad secreta formada por hadas, elfos y duendes de la que ya nos hablaba el reverendo Robert Kirk en el siglo XVII y las puertas inducidas que permiten su privilegiada visión son la materia en la que Iria Barro nos adentra, ampliando la horquilla de lo estrictamente feérico al conjunto de los cuentos falsamente denominados infantiles, una distinción de la que ya abominaba alguien tan poco sospechoso como Michael Ende. Para ello se apoya en autores como Propp, Bettelheim o Jung y en películas como Las zapatillas rojas (Powell y Pressburger, 1948), Picnic en Hanging Rock (Peter Weir, 1975), En compañía de lobos (Neil Jordan, 1984), Criaturas celestiales (Peter Jackson, 1994), La ciudad de los niños perdidos (Jeunet y Caro, 1995), Fotografiando hadas (Nick Willis, 1997), Las vírgenes suicidas (Sofia Coppola, 1999), Hard Candy (David Slade, 2005) o Cisne negro (Darren Aronofsky, 2010). Los cuentos de hadas y la literatura popular infantil de autores como Perrault, los hermanos Grimm o Andersen y personajes como Caperucita, Blancanieves, Hansel y Gretel, el flautista de Hamelín, la Bella Durmiente o la más famosa inquilina del País de las Maravillas han sido un granero al que el cine ha recurrido con frecuencia, con la factoría Disney a la cabeza, pero también muy susceptibles de reinterpretaciones y disertaciones intelectuales desde campos tan diversos como la sociología, la historia, la antropología, los estudios culturales y, por supuesto, el psicoanálisis, en ocasiones tan desnortadas y simplistas como aquellas que pretenden combatir.

La pieza de Kim Newman se centra en el tratamiento del paisaje en el cine de terror británico, un artículo ya publicado por la revista Sight&Sound en julio de 2013 lo que, sin restarle pertinencia, si lo convierte en un poco más tangencial y completista. Por el texto desfilan bosques, acantilados, riscos, pantanos, ruinas y, por supuesto, una niebla que todo lo impregna. Y películas que han convertido estas características en elementos cruciales para el género: El perro de Baskerville (Terence Fisher, 1959), Estos son los condenados (Joseph Losey, 1963), La maldición de los zombies (John Gilling, 1966), Cuando las brujas arden, La garra de Satán, Eden Lake (James Watkins, 2008) o Turistas (2012) y A field in England (2013), ambas de Ben Wheatley, entre las más representativas de una larga panoplia de títulos entre los que abundan producciones de muy reciente hornada.

El incontestable boom del folk horror en los últimos años es diseccionado con cirujana precisión por Antonio José Navarro, que contextualiza sus orígenes y sistematiza temas y estilos, abundando y matizando parte de lo ya expuesto: cultos paganos de origen céltico, sacrificios humanos de carácter ritual, colisión entre la modernidad y el primitivismo o entre lo urbano y lo rural, obsesión por un paisaje característico, cierto corte nacionalista, debate entre racionalismo y creencias religiosas o pseudoespirituales… La producción fílmica generada por este revival es ingente en cantidad y desigual en calidad e incluye títulos ya mentados de Ben Wheatley o James Watkins junto a otros muy recientes: The hallow (Corin Hardy, 2015), El sacrificio (Peter Dowling, 2016), El ritual (David Bruckner, 2017), The convent (Paul Hyett, 2018) o Bosque maldito (Lee Cronin, 2019), entre las que no falta alguna incursión de entorno urbano como Los misteriosos asesinatos de Limehouse (Juan Carlos Medina, 2016). Navarro remata su intervención comparando esta eclosión con el cine de terror pergeñado al otro lado del charco, aceptando la existencia de no pocos vínculos temáticos y ambientales, pero también bastantes diferencias de enfoque estético y narrativo en cuanto a ritmo y tratamiento de los personajes por parte de directores como Robert Eggers o Rob Zombie.

Al igual que ocurría con el de Kim Newman, el ensayo de Madeleine Watts tampoco es inédito, ya que fue publicado en mayo del año pasado en la revista The Believer Magazine. Es, dentro del conjunto, un verso suelto y el de mayor carga literaria y autobiográfica ya que la autora, apoyándose en Picnic en Hanging Rock (tanto la novela de Joan Lindsay como la película homónima de Peter Weir), escarba en la hemeroteca y en su propia memoria para trazar un discurso netamente feminista en el que critica la sociedad patriarcal, las consecuencias de la colonización británica y el sometimiento de las culturas indígenas tomando como hilo conductor una página de sucesos en la que proliferan desapariciones infantiles no resueltas, feminicidios o asesinatos del más diverso pelaje y el efecto psicológico que este tipo de crímenes causan en la comunidad. Apenas hay pistas filmográficas, salvo alguna sesgada alusión a un supuesto gótico australiano impregnado de una extraña melancolía en el que el bush se erige como protagonista principal capaz de forjar una identidad nacional.

Los parajes polares son los inhóspitos territorios por los que transita Ana Díaz Eiriz para, aprovechando sus peculiares características, hacer exhaustivo recuento de su traslación a la pantalla, sea esta grande o pequeña. Nuevamente encontramos elementos paradigmáticos del género: aislamiento y desconexión, condiciones extremas, el extraño que llega para perturbar la paz del lugar, una psicogeografía proclive a la enfermedad y la locura… Los paisajes helados del círculo polar ártico y de la Antártida han sido escenario de un nada desdeñable número de películas con argumentarios recurrentes tales como las expediciones polares de Amundsen, Scott o Shackleton (o la fallida de Franklin, novelada por Dan Simmons y que ha servido de inspiración a la televisiva The Terror) o la presencia alienígena, mucho más cercana a nuestros intereses, y que se puede rastrear en títulos como El enigma de otro mundo (Christian Nyby, 1951), su secuela La cosa (John Carpenter, 1982), Alien Hunter (Ron Krauss, 2003), Miedo helado (John Carl Buechler, 2003) o Alien vs. Predator (Paul W. S. Anderson, 2004).

El remate del volumen, un remate de altura, corresponde a Rubén Lardín, encargado de glosar el tenebroso retablo de maravillas patrias poblado de religión enfermiza, crueldad, danzas macabras y mortificaciones varias tan bien descrito y retratado por Zuloaga, Solana, Bécquer o Valle-Inclán. Su prolijo repaso cinematográfico se inicia en el terror setentero que alumbró personajes tan icónicos como el Waldemar Daninsky de Paul Naschy en La noche de Walpurgis (León Klimovsky, 1970), El espanto surge de la tumba (Carlos Aured, 1972) y El mariscal del infierno (León Klimovsky, 1974)  o los caballeros templarios de Amando de Ossorio en la tetralogía conformada por La noche del terror ciego (1971), El ataque de los muertos sin ojos (1973), El buque maldito (1974) y La noche de las gaviotas (1975), pasando por las leyendas de Bécquer, tan adaptado a la pequeña pantalla, en La cruz del diablo (John Gilling, 1975). Pero Lardín nos señala también antecedentes de maldiciones nacionales en nuestro cine, como la doble versión muda y sonora de La aldea maldita (Florián Rey, 1930-1942) o Sierra maldita (Antonio del Amo, 1954). O el habitual moralismo punitivo de las bajas pasiones, visto en Una vela para el diablo (Eugenio Martín, 1973), El huerto del francés (Paul Naschy, 1977) o La Sabina (José Luis Borau, 1979). O la arraigada licantropía ibérica, más allá de Naschy, con los lobisomes, hombres del saco y sacamantecas de El bosque del lobo (Pedro Olea, 1969), Romasanta (Carlos Plaza, 2004), El cebo (Ladislao Vajda, 1958) o Cuerda de presos (Pedro Lazaga, 1956). O los peligros, reales o metafóricos, del bosque en Morbo (Gonzalo Suárez, 1972), El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), La noche de los girasoles (Jorge Sánchez-Cabezudo, 2006), Bosque de sombras (Koldo Serra, 2006), El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006) o El bosque (Óscar Aibar, 2012), sin olvidarnos de ese realismo mágico a la española legado por Manuel Gutiérrez Aragón en títulos como Habla, mudita (1973), El corazón del bosque (1979) o Feroz (1984). O la crónica de sucesos que se puede adivinar en El extraño viaje (Fernando Fernán Gómez, 1964) y El séptimo día (Carlos Saura, 2004). O la presencia de lo telúrico y sobrenatural en el folclore norteño de Dagon (Stuart Gordon, 2001) y La dama del alba (Francisco Rovira Beleta, 1966). O el Valle-Inclán de Sonatas (Juan Antonio Bardem, 1959), Flor de santidad (Adolfo Marsillach, 1973), Beatriz (Gonzalo Suárez, 1976), Luces de bohemia (Miguel Ángel Díez, 1985), Divinas palabras (1987) y Tirano Banderas (1993), ambas de José Luis García Sánchez. O la brujería y las dudosas artes del Santo Oficio en ¡Bruja, más que bruja! (Fernando Fernán Gómez, 1976), Akelarre (Pedro Olea, 1984), La hora bruja (Jaime de Armiñán, 1985), 99.9 (Agustí Villaronga, 1997) o Las brujas de Zugarramurdi (Álex de la Iglesia, 2013). O… Nada deja en el tintero un Lardín poco amable con la condición española, pero enormemente preciso en su análisis.

Resumiendo, un libro de gran interés, a cargo de reputados especialistas en las materias abordadas, que viene a cubrir un vacío bibliográfico en materia de géneros cinematográficos y que aúna con sentido lo culto y lo popular, al que pejigueramente se le puede reprochar la ausencia de un índice onomástico y filmográfico.

[EN PORTADA: Fotograma de Häxan, de Benjamin Christensen (1922)]


Folk horror: lo ancestral en el cine fantástico
Jesús Palacios (coord.)
Hermenaute, 2019
241 páginas
18 €

Luciano Hevia Noriega (Les Arriondes [Asturias], 1975) es licenciado en historia y especialista en gestión cultural por la Universidad de Oviedo y trabaja como librero. Ha colaborado ocasional o habitualmente en periódicos y revistas como El Cien, El Impulso, El Fielato o La Ratonera.

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