/ un relato de Fernando Riquelme /
En pocos meses, Arturo Ferragut había logrado afianzarse en su primer destino como funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores. Y disfrutaba. Las rutinas del trabajo no eran tediosas; al contrario, todas las mañanas se enfrentaba al ingente cúmulo de los informes telegráficos procedentes de las embajadas entre los que seleccionaba los dirigidos a su centro directivo y aquellos otros que tratasen, aunque fuese tangencialmente, de cuestiones relacionadas con la actividad de este. Debía concentrarse sin concederse la más mínima distracción ya que actuaba a contrarreloj. Su superior, el subdirector general, esperaba ser informado detalladamente antes de despachar con el director las novedades del día. Posteriormente, Arturo y sus colegas recibirían instrucciones para las actuaciones oportunas: redacción de informes, comunicaciones a otros departamentos, preparación de instrucciones a los embajadores, notas para el archivo u otras acciones administrativas.
Se sentía importante. Formar parte de una dirección general, en la que junto a unos pocos colegas contribuía intelectualmente a gestionar un aspecto de la política exterior del país, lo llenaba de gran satisfacción. Nunca hubiera imaginado que iba a entrar tan pronto en el meollo de decisiones que luego reflejarían las páginas de los periódicos y los informativos radiofónicos y televisivos. En sus momentos de reflexión autocomplaciente, recordaba reiteradamente aquella ocasión en la que, por primera vez, escuchó en el telediario la referencia a un asunto del que se había ocupado personalmente por encargo de sus superiores. En aquel momento estaba con su novia, y su entusiasmo desbordado lo llevó a querer celebrar sin demora el acontecimiento practicando sexo. Virginia calculaba que fue el día en el que se quedó preñada.
Arturo era estudioso y concienzudo. Aún arrastraba la obsesión por el dominio de los temas que se exigía a sí mismo al preparar el ingreso en la carrera diplomática. Así, sus informes, salvo algún desliz generosamente perdonado, eran del agrado del subdirector general que apreciaba la diligencia, el rigor y el estilo de su prosa comedida aunque elegante. Se ganó un plus de aprecio por parte de sus superiores cuando puso al descubierto errores en la información enviada por el embajador en Andorra, conocido por su afición a los deportes de invierno y su desafección al escritorio, a pesar de que este último, de estilo Luis XVI, era una verdadera pieza de museo; o quizás por eso mismo.
La estabilidad proporcionada por su condición de funcionario lo animó a contraer matrimonio antes de que a Virginia se le notase la pérdida de cintura. Y la suma del orden impuesto por la vida matrimonial y la satisfacción profesional pronto pusieron algunos kilos de más en su ya redonda anatomía. Cometió el error de comentar con colegas de su categoría un banal episodio, del que fue testigo involuntario, que le había molestado sobremanera: Sucedió que había salido de su despacho y se encontraba con otro compañero en el pasillo, cerca del puesto de un ordenanza, cuando alguien preguntó por él a este último, que parecía no conocerlo por su nombre. El visitante señaló su despacho vacío y el ordenanza exclamó: «Ah, sí. El gordo secretario. Lo he visto salir hace poco». La denominación agradó al colectivo de secretarios de embajada tanto como desagradó a Arturo, pero desgraciadamente para él esta cuajó ganándose las mayúsculas y obligando al ya consagrado Gordo Secretario a aceptar el hecho consumado. Fue como cuando el desagrado por las primeras lluvias de otoño se torna en obligado conformismo y uno se acostumbra a usar la gabardina. Era gordo y le llamaban el Gordo Secretario, pues bien ¿y qué? Decidió que esta circunstancia no merecía la pena de la más mínima inquietud. El mote se instaló naturalmente en su vida y su preocupación por este desapareció.
El equipo diplomático de la dirección general abordó, como hacía anualmente, la participación del titular del departamento en una de las citas políticas de las Naciones Unidas en Ginebra. La cuestión sustantiva de la reunión ministerial competía al centro directivo del Gordo Secretario y, como premio por su demostrado buen hacer profesional, este fue encargado de redactar el borrador del discurso del señor ministro. Se establecieron los puntos estructurales del mensaje, el esqueleto alrededor del cual Arturo debería construir la pieza oratoria, y se señaló fecha para su entrega al subdirector general.
Un entusiasmo desbordante invadió el ánimo del joven diplomático. Las ideas se agolpaban desordenadamente en su cerebro en una confusión euforizante. Una pretendida genialidad sucedía inmediatamente a otra que iba a ser, en su opinión, de un efecto impresionante. El ministro quedaría asombrado de la contundencia de su mensaje envuelto en un celofán de la más impactante oratoria que, con toda seguridad, arrancaría aplausos y alabanzas generalizadas. Pero la pantalla del ordenador no reflejaba más que la luz de la lámpara. Ni rastro de las geniales ideas que se deshacían como pompas de jabón antes de tomar cuerpo en el texto. Los intentos se sucedían sin éxito. Las frases grandilocuentes sonaban a rancia verborrea y eran borradas inmediatamente con rabia aporreando la tecla del retroceso. No tuvo más remedio que acudir a los métodos tradicionales de recuperar los textos de los últimos discursos y solicitar del embajador en Ginebra elementos para el mensaje del ministro en la programada reunión. Aunque comprendió alguna de las claves de los discursos ministeriales, no encontró sin embargo la adecuada línea argumental a seguir ni el lenguaje apropiado para alejarse del tono administrativo que pretendía evitar a toda costa. Su frustración lo llevó a consumar frecuentes asaltos a la nevera en irrefrenables ataques de gula que aumentaron su tejido adiposo. Y Virginia se vio inusualmente solicitada a satisfacer los desaforados apetitos sexuales de su cónyuge.
Afortunadamente la inspiración le llegó a tiempo, a pesar de hacerlo en circunstancias poco ortodoxas, mientras se encontraba realizando una plácida y gratificante función fisiológica. Corrió al ordenador. El teclado respondía fielmente a sus pensamientos y en la pantalla se perfilaba una brillante secuencia de argumentos arropados por los más acertados adjetivos. Con el papel del discurso en la mano, después de leerlo una y otra vez, en silencio, en voz alta, con voz impostada y teatralizando, se plantó ante el espejo y, ya de memoria, escrutó su émula actuación ministerial modulando la voz al compás de un moderado lenguaje corporal. Se dijo que había triunfado y se sintió satisfecho.
Del borrador, entregó una copia al subdirector general y envió otra al embajador en Ginebra para su valoración. El embajador dio su visto bueno pero el subdirector no fue de la misma opinión: Le devolvió el texto con tantas correcciones y comentarios al margen que Ferragut se sintió pequeño, insignificante, hundido. Y más después de comentar con su superior los detalles. Este le aconsejó olvidarse de veleidades literarias que, en su opinión, casaban mal con la naturaleza de los asuntos sustantivos del discurso. Había que cambiar el tono, neutralizarlo, hacerlo más plano, más administrativo. España no era un país líder en los temas a tratar en la reunión y convenía que el ministro hiciese una honesta faena de aliño, pero no que pretendiese salir a hombros corriendo el riesgo de un sonado ridículo. El Gordo Secretario no tuvo valor para defender nada de lo que había escrito ni contraargumentar los comentarios negativos que inundaban los márgenes de los folios. Con dos palmaditas de ánimo en la espalda y la recomendación de darse prisa, salió del despacho de su jefe sumido en un sombrío desencanto. Al llegar a casa, pidió a Virginia huevos fritos (cuatro) y repetidas pruebas de amor en el lecho conyugal.
Volvió a la casilla de partida. Mente en blanco y desesperación. Apetitos desordenados. Esfuerzos inútiles. Y finalmente claudicación. Decidió adoptar la actitud del funcionario obediente, del amanuense disciplinado, y elaboró un nuevo texto incorporando una por una las órdenes, las sugerencias, eso sí de obligado cumplimiento, y los cambios exigidos por el subdirector general. Hizo algunas correcciones gramaticales y, algo asqueado, leyó el resultado que le recordaba el estilo administrativo de los discursos de años anteriores. Se consoló pensando que, a fin de cuentas, quedaba probada su pericia técnica y su buen hacer profesional.
El borrador pasó de manos del subdirector a las del director general, que lo devolvió con la sugerencia de limar las rebabas de corte administrativo y darle un aire más literario sin exagerar. Ejecutada la orden, el texto subió a las dependencias del secretario de Estado y del gabinete del ministro. Se eliminaron párrafos considerados innecesarios y se sustituyeron por mensajes que al Gordo Secretario le parecieron faltos si no de rigor al menos de consistencia. Misión cumplida. El discurso del señor ministro se imprimió de acuerdo con las normas de su gabinete: los puntos siempre puntos y aparte, para facilitar la entonación de las frases; los caracteres en Arial de 14 puntos, para mejor lectura; y el entrelineado de 1,5 líneas, para mayor claridad sin dar, no obstante, la sensación de mucho espacio en blanco.
El día marcado en la agenda, el ministro voló a Ginebra trasladándose directamente del aeropuerto al Palais des Nations y, casi de inmediato, le tocó el turno de orador representando a España en el segmento ministerial de la conferencia. Pidió a su entorno el texto del discurso y, después de algún titubeo y algún rostro desencajado, el embajador, atento, le pasó los folios de su intervención. A las palabras de saludo siguieron, leídas con creciente satisfacción, frases de mesurada extensión, de correcta factura estilística, con claridad en el mensaje, poder de convicción y con acertado encadenamiento argumental. La faz del embajador reflejaba satisfacción, la de los acompañantes del ministro asombro e incredulidad, con miradas cruzadas llenas de muda interrogación. Los delegados premiaron con un aplauso, algo más sonoro y largo de lo habitual, la intervención del ministro español y algunos colegas lo felicitaron al bajar del estrado calificándola como una excelente intervención. El ministro, por su parte, agradeció a su entorno el esfuerzo realizado y los felicitó por el buen discurso preparado, aunque subrayó que habían olvidado darle el formato adecuado para facilitarle la lectura.
A Ferragut nunca le dijeron en la dirección general que el ministro había pronunciado el discurso que el había redactado originariamente. No se consideró oportuno explicarle que, por una malhadada descoordinación en el seno del gabinete ministerial, el discurso no estuvo disponible en el momento de tener que pronunciarse y el embajador, desconocedor de los vaivenes del texto en las dependencias del ministerio, proporcionó el que en su día consideró adecuado cuando su autor, el Gordo Secretario, se lo enviara para valoración. Sin embargo, las noticias vuelan; sobre todo las que se refieren a clamorosos fallos del entorno del poder. Arturo se enteró de todo. Experimentó un extraordinario regocijo que quiso compartir inmediatamente con su media naranja. Virginia estaba segura de que fue aquel día cuando concibió a sus gemelas.
[EN PORTADA: El discurso, de Mandy Racine]

Fernando Riquelme Lidón (Orihuela, 1947) es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid. Ingresó en la Carrera Diplomática en 1974. Ha estado destinado en representaciones diplomáticas y consulares de España en Siria, Argentina, Francia e Italia y ha sido embajador de España en Polonia (1993-1998) y Suiza y Liechtenstein (2007-2010). Como escritor ha publicado Alhábega (2008), obra de ficción que evoca la vida provinciana de la España de mediados del siglo XX; Victoria, Eros y Eolo (2010), novela; La piel asada del bacalao (2010), libro de reflexiones y recuerdos gastronómicos; 28008 Madrid (2012), novela urbana sobre un barrio de Madrid; Delicatessen (2018), ensayo sobre los alimentos considerados exquisiteces; y Viaje a Nápoles (2018), original aproximación a la ciudad de Nápoles.
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