/ un relato de Fernando Prado Eirin /
Aparté las sábanas y me incorporé, decidido a levantarme. Noté una sensación agradable cuando puse los pies en el suelo, que estaba frío pero no demasiado, a la temperatura perfecta como para apoyarlos con confianza. Me impulsé con un movimiento del torso y eché a andar hacia el lavabo. Una vez allí, abrí el grifo y dejé que el agua corriera durante unos segundos. Me lavé la cara y mientras me estaba secando con la áspera toalla me percaté de que la imagen que me devolvía el espejo era la de un hombre de mediana edad con los cabellos alborotados al que inexplicablemente le faltaba una oreja.
No entré en pánico. Por el contrario, me acerqué al espejo para escrutar mi rostro; me aparté el pelo y en el lugar en el que debería estar mi oreja izquierda no había nada, tan sólo una piel completamente lisa. Colgué la toalla, me di media vuelta y fui a la habitación. Aparté las almohadas, las sábanas, miré en el suelo y sobre la mesita de noche; era ridículo, la oreja no estaría allí porque no pudo caerse sin más, sin dejar cicatrices ni rastro de sangre. Pero ahí estaba yo, removiéndolo todo, poniendo el cuarto patas arriba, buscando mi oreja desaparecida. Unos minutos después me di por vencido; además, se hacía tarde y debía irme a trabajar.
Me vestí de prisa y me deslicé hacia la cocina por el estrecho pasillo. Encendí la cafetera, introduje una cápsula de color violeta y presioné el botón cuando este dejó de parpadear. Quería deshacerme de esa máquina y comprarme una cafetera italiana de las de toda la vida, cada mañana pensaba lo mismo. Apuré el café en dos sorbos, cogí las llaves, la cartera y el móvil guardando cada cosa en su bolsillo asignado, y salí de casa. Bajé corriendo las escaleras, abrí el portal del edificio y caminé calle arriba, en dirección a mi trabajo.
Me fijaba en las personas con las que me cruzaba y aparentemente todas conservaban sus dos orejas. Era una mañana normal, con el tráfico y el ajetreo de siempre, pero el ruido y los sonidos eran diferentes. Ahora solo escuchaba por mi oreja derecha y era como si todo lo percibiera a medias. Faltaba profundidad o algo así; a veces me costaba identificar algunos sonidos, otras veces me resultaba difícil determinar de dónde provenían. Estaba claro que mi sentido del oído había mermado y se había modificado.
Entonces comencé a preguntarme cómo les explicaría lo ocurrido a mis compañeros de trabajo si ni yo mismo sabía exactamente qué era lo que había pasado. Entré en la oficina después de intentar cubrir la ausencia con el cabello, pero fue inútil ya que no lo tenía lo suficientemente largo. Fui directo a mi mesa sin saludar y encendí el ordenador. Al cabo de unos segundos me asomé por encima del monitor para ver a mis compañeros, sentía que estaba siendo observado pero comprobé que cada uno iba a lo suyo, inmersos en sus tareas cotidianas, así que intenté concentrarme y trabajar.
Noté que se acercaba alguien. Natalia venía subida en unos tacones galácticos, los largos y vaporosos cabellos castaños flotando en el aire estancado de la oficina y el característico gesto altivo, el mentón prominente en un ángulo amenazador y la cabeza ligeramente inclinada hacia el hombro izquierdo. Cuando nuestras miradas se encontraron, ella me sonrió y yo no pude evitar sentirme abrumado. Me saludó con una sonrisa perfecta mientras yo intentaba colocarme de perfil para que no notara que me faltaba una oreja, pero su semblante cambió de inmediato, sus párpados se abrieron en extremo y parecía que sus ojos verdes saldrían despedidos en cualquier momento, rebotando sobre mi mesa llena de papeles. Quiso ser suave aunque, evidentemente, no pudo. Me preguntó, con una mezcla de asombro y asco dónde estaba mi oreja. Miré hacia todas las direcciones al tiempo que tapaba mis labios con un dedo, suplicándole que mantuviera el mayor silencio posible y, posteriormente, le hice una señal para que me acompañara a hacer un café.
Me levanté de la silla lentamente y me dirigí hacia el lugar donde estaba la cafetera, un cuartucho pequeño y sin ventanas en el que había una mesa con cuatro sillas, un microondas y una nevera diminuta. Una vez allí, ella me abordó casi con violencia exigiéndome una explicación. Comencé balbuceando de manera ininteligible varias palabras, tratando de construir una oración, una frase que lo explicará todo de forma magistral y minimalista. Ella me miraba con el ceño fruncido y la cabeza echada hacia adelante, parecía una jirafa que estira su cuello para llegar a las ramas más altas. En un ensayo de normalidad, metí una cápsula verde esmeralda en la cafetera y presioné el botón. Natalia se apresuró a coger la taza, arrebatándomela de las manos, se tomó el café solo y sin azúcar de un solo trago, y posteriormente me pidió que la esperara en el bar de siempre al salir de trabajar.
El resto de la mañana transcurrió más o menos como de costumbre. Desempeñé mis labores con la mayor naturalidad posible hasta las dos de la tarde, momento en que todo el mundo comenzó a irse. A las 14:11, ya casi no quedaba nadie, así que me levanté y caminé rápidamente hasta salir de las oficinas. Bajé las cinco plantas por las escaleras y al llegar a la planta baja me coloqué el teléfono en el lugar en el que debería estar mi oreja izquierda, fingiendo que mantenía una conversación. Continué sin mirar atrás y enseguida llegué al bar.
Natalia estaba sentada en la barra tomándose una caña. Una luz especial la envolvía, en realidad era como si emanara de ella, haciendo que todo a su alrededor fuera insignificante. Me acerqué y me senté a su lado. Siempre había pensado que Natalia era uno de esos seres que roza la divinidad, sin embargo, por alguna extraña razón, la evitaba cuando sentía que la situación podría tornarse incontrolable, y eso, por suerte o por desgracia, ocurría bastante a menudo. Todo era fácil con ella, bastaba una mirada para saber cómo estábamos o qué pensábamos, y era obvio que la atracción era mutua; tal vez el hecho de ser compañeros de trabajo había impuesto entre nosotros una barrera invisible e infranqueable. Su presencia podía llegar a inquietarme.
Pedí una cerveza. El camarero la sirvió enseguida, la soltó con brusquedad sobre la barra de madera barnizada y parte de la espuma se derramó, dejando un charco alrededor del vaso. Emití algo parecido a un gruñido. Natalia soltó una carcajada sonora, sabía que no soportaba que me tiraran las cosas. Cuando el camarero se alejó hacia el otro lado de la barra, Natalia me urgió a que le explicara qué había pasado con mi oreja. Parecía impaciente; su brazo derecho estaba apoyado sobre la barra y los dedos repiqueteaban sobre la madera, sus ojos se movían inquietos, recorrían mi rostro y se detenían una y otra vez en el lugar de la ausencia. Comencé diciéndole que esa misma mañana, mientras me secaba después de lavarme la cara, me había dado cuenta de que mi oreja había desaparecido. Ella estaba pasmada, sus dedos ya no repiqueteaban en la barra, solo se percibía el movimiento de su pecho al respirar. Fijó su mirada en mis ojos y, tras unos segundos de un silencio insoportable, soltó una risita aguda que yo no supe cómo interpretar. Continué alegando que el suceso era, desde todo punto de vista, inexplicable. Las orejas no se desprenden sin más como puede hacerlo una verruga, y menos aún sin dejar rastro.
Me preguntó si podía tocarme y, sin esperar mi aprobación, acercó su mano a mi rostro y la pasó suavemente sobre la piel que cubría el lugar donde estaba mi oreja. Debo admitir que sentí cierto rubor. El contacto de sus dedos largos y delicados sobre mi piel aumentó mis pulsaciones. Increíble, exclamó. Asentí de inmediato al tiempo que estiraba el brazo para coger la cerveza de la barra mojada. Di varios tragos al burbujeante, espumoso y amarillo líquido. Ella me instó a que le contara qué iba a hacer. Francamente, no tenía ni la más mínima idea; me conformaba con recuperar mi oreja.
El rostro de Natalia se iluminó de pronto, aún más, si cabe, y una sonrisa macabra modificó su perfecta belleza simétrica. Me propuso crear un perfil de Instagram cuyo propósito fuera única y exclusivamente narrar con imágenes mi día a día después de la inexplicable desaparición de mi oreja. Eso para empezar. Además, debía escribir a los periódicos para que publicaran la sorprendente noticia de un hombre que perdió su pabellón auricular; y por supuesto, no podía pasar por alto los canales de televisión, a los que acudiría para contar cómo era vivir sin ese trozo de cartílago.
Ella estaba visiblemente excitada, tanto como para ofrecerse a ser, previo consentimiento por mi parte, mi manager. Nunca he tenido claro en qué consiste ese trabajo, además de embolsarse dinero a costa del talento de otros, y conociendo a Natalia, ser mi representante significaría llegar a un acuerdo que le proporcionara suculentos beneficios económicos. No estaba del todo en desacuerdo con esa hipotética parte del trato, pero francamente no me imaginaba tener una relación comercial con ella porque eso auguraba desavenencias, discrepancias y discusiones; por otro lado, resultaba tentador pensar en la posibilidad de ganar dinero gracias a la pérdida de mi oreja y a la estupidez de la especie humana, porque mi caso era muy probablemente único en el mundo y entiendo que en un principio suscitaría cierto interés en la opinión pública, pero no dejaba de ser algo meramente anecdótico. Así que consideraba poco factible que la gente mantuviera el interés de manera prolongada por la vida de alguien que había extraviado su oreja, y eso minimizaba las posibilidades de negocio rentable.
Natalia escuchó mi planteamiento de principio a fin sin interrumpir y sin apenas parpadear. Se quedó callada unos segundos, asintiendo con la cabeza, los ojos abiertos de par en par. Me dijo que me sorprendería saber la cantidad de basura a la que la gente se engancha, los millones que se gastan en prensa rosa, las horas que emplean viendo realities en la tele. No se lo discutí, por supuesto. En cierto modo era una invitación a hacer de mi vida un producto de consumo y eso significaba perder por completo mi intimidad.
Ella se levantó del taburete y le hizo una seña al camarero para que nos trajera la cuenta; sus gestos tenían tanto carácter que a veces rozaban el autoritarismo. Natalia era una de esas personas que a simple a vista o tras una primera impresión caían mal. Mientras buscaba en su bolso el monedero me dijo que me lo pensara bien, pues estaba convencida de que teníamos delante una buena oportunidad. Me molestó que hablara de nosotros. El camarero llegó con la cuenta, lanzó sobre la barra la bandejita con el tique, como era de esperar, y se giró al ver que Natalia le mostraba la tarjeta. Apuré la cerveza y me levanté para sacar la cartera del bolsillo trasero del pantalón. Me hizo un ademán que quería decir que la próxima vez pagaría yo. El camarero llegó enseguida con el datáfono. Ella acercó la tarjeta, la guardó inmediatamente en la billetera y se despidió cortésmente. Yo me ofrecí a llevarla a su casa, pero se negó porque tenía que hacer algunos recados primero. Nos despedimos en la acera con un beso protocolario.
Me quedé allí de pie viéndola desaparecer entre la muchedumbre agitada de un viernes a las tres de la tarde. Caminé en medio de la corriente hasta la siguiente boca del metro y me adentré en las tripas de la ciudad. Algunas personas, al percatarse de mi evidente anomalía, me miraban intentando disimular lo indisimulable. Era una sensación completamente nueva e incómoda para mí, pues yo estaba acostumbrado a pasar desapercibido. Siempre había sido una persona gris, de esas que se camuflan con facilidad entre los demás. Me subí al vagón abarrotado a empujones; hice el intento de sujetarme a una de las barras pero no pude alcanzarla, en cualquier caso, habría sido imposible que me moviera y mucho menos me cayera debido al gentío. Personas de todas las razas y orígenes hacían un considerable esfuerzo por evitar el contacto visual directo; algunos miraban las pantallas de sus móviles o escuchaban música, otros hojeaban un periódico arrugado o dormían con la cabeza recostada en el cristal de la ventana. Los olores se concentran dentro de estas cajas metálicas que se trasladan sobre raíles transportando alegrías y miserias de un punto a otro de la ciudad. Huele a humanidad, pero también a deshumanización. Se me ocurrió que el vagón estaba lleno de esclavos; al final eso es lo que somos, esclavos de nuestras carencias, de los sueños de prosperidad facilona que nos inoculan desde niños para asegurarse de que la máquina continúe funcionando a pleno rendimiento. Tal vez por eso de adultos no hacemos otra cosa que buscar la niñez. Toda la vida aquí contenida no es más que una masa productora que se consume a sí misma.
Escuché el nombre de mi parada por megafonía y me acerqué a empujones a la puerta. Cuando el tren se detuvo y abrió sus puertas los pasajeros salimos escupidos del vagón y nos dispersamos por el andén. La escalera mecánica nos expulsó a la superficie de la ciudad que rugía, vibraba y exhalaba toxicidad. Caminé las poco más de dos manzanas que separan el metro de mi casa bajo la mirada de algunos transeúntes que comprobaban sin disimulo que me faltaba la oreja izquierda. Para bien o para mal, todo aquello que se sale de los parámetros de normalidad siempre llama la atención.
Eran las 15:57 cuando me dejé caer en el sofá. Me sentía ligeramente aturdido. La situación sobrepasaba la frontera de lo comprensible; semejante irracionalidad estaba a punto de hacerme caer. Siempre me había esforzado por encontrar una solución para cada problema y mi capacidad de análisis y mi pragmatismo me habían permitido resolver no sólo los asuntos cotidianos, sino también alguna que otra situación límite de manera exitosa. Pero esta vez era diferente. Me estiré boca arriba con la cabeza apoyada en uno de los reposabrazos. Se escuchaba el zumbido del tráfico, un sonido granulado, espeso. El techo blanco pesaba y me oprimía; mis ojos se fueron posando en todas las cosas que había en el salón: estanterías, libros, algún que otro recuerdo de mis viajes, el televisor, la mesa de comedor redonda y las tres sillas que la acompañaban, la butaca que me había comprado recientemente y en la que aún no me había sentado a leer.
Sobre la mesa de centro reposaban unos auriculares con el cable enmarañado. Me di cuenta de que algo tan simple como escuchar música a través de unos auriculares me resultaría, a partir de ahora, no solo incómodo sino que ese maravilloso invento del estéreo había perdido todo su sentido. Ya no podría disfrutar del trabajo de edición y producción musical que hacían los técnicos en el estudio, la concepción y organización de los sonidos en el espacio intangible del universo estéreo había quedado para siempre relegada a un mero recuerdo. Estaba condenado a perderme una parte de toda la música habida y por haber. Y además, la tecnología aplicada a la fabricación y el innovador diseño minimalista de mis auriculares de alta fidelidad parecía ahora irrelevante; habían dejado de ser un artículo de lujo para convertirse en una cosa sin apenas valor.
Me incorporé y fui a la cocina. Abrí la nevera, saqué una cerveza y la destapé. Bebí dos o tres grandes tragos. Dejé la botella en la encimera para coger el teléfono que vibraba en el bolsillo izquierdo de mi pantalón. Era Natalia. Tras unos segundos de duda en los que mi dedo pulgar se movió sobre la pantalla iluminada sin tocarla, decidí no contestar. No sabía qué querría pero seguramente tendría que ver con mi oreja; tal vez tenía una idea estupenda de cómo enfocar mi vida ahora que por lo visto estaba destinado a ser famoso. Puse el teléfono al lado de la cerveza, pues conociendo a Natalia sabía que volvería a llamar y acto seguido recibiría un bombardeo de whasaps. Regresé al sofá y me acosté en una posición casi idéntica a la de antes. Mirando al vacío en el techo blanco llegué a la conclusión de que lo mejor sería apagar el móvil y desaparecer para siempre. Lo primero era sencillo, pero lo de desaparecer requería de un minucioso plan. Yo no estaba para pensar en esos momentos, así que desistí.
Cuando abrí los ojos la estancia estaba casi en penumbra. Una débil luz amarillenta proveniente de la calle se colaba a través de las ventanas. Me había quedado dormido en la misma posición como si alguien me hubiera desenchufado y ahora me dolían el cuello y la espalda. Me levanté del sofá un poco desorientado y caminé hacia la cocina tropezándome con los muebles. Pasé la mano por la encimera hasta que mis dedos encontraron el teléfono. Desbloqueé la pantalla. Como era de esperar, Natalia me había escrito, pero no quise leer los mensajes. En ese momento sonó el timbre. Fui hacia la puerta con pereza pero intentando no hacer ruido, pues no estaba dispuesto a abrir, solo tenía curiosidad por comprobar que era ella quien estaba al otro lado esperando en el pasillo. Inmediatamente supe que era una estupidez, así que abrí la puerta y di media vuelta. Escuché los pasos ligeramente amortiguados de los tacones de Natalia en el parqué, la pisada fuerte y confiada de los que no tienen en cuenta los movimientos tectónicos que se producen a diario sin que podamos controlarlos.
Mientras me dirigía de vuelta al sofá le pregunté si quería una cerveza o cualquier cosa de beber, incluso le sugerí que podría hacer algo de cenar. Me pidió que le preparará un té con una de las voces más melosas que había escuchado jamás, de hecho me giré al instante porque por un segundo dudé de la identidad de la persona que estaba de pie en el salón de mi casa. Contemplé su figura difusa en la oscuridad de la estancia como si se tratara de una aparición, la manifestación de una presencia sobrenatural; tuve la impresión de que su larga cabellera ondeaba al viento, lo cual era imposible, y de que sus pies no tocaban el suelo a pesar de haber escuchado sus pasos hacía unos instantes. Me asusté porque era como estar asistiendo al avance imparable de la locura dentro de mí. Un té, dije con tono preocupado. Tendría que haberme ido a la cocina a calentar el agua y colocar el sobre de té dentro de la taza, pero no pude moverme. Natalia se acercó despacio, levantó su brazo izquierdo y tocó mi única oreja con su mano fría. Cerré los ojos. Me sentí a salvo.
Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela) pero afincado en Barcelona, es escritor, músico e ilustrador. Colabora con la web de ilustración Boreal y ha participado en varios experimentos musicales.
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