Cuaderno de espiral

Las madrugadas

Nueva página del 'Cuaderno de espiral' de Pablo Luque Pinilla. «Suponen las madrugadas para algunos ese fulcro sobre el que suena el despertador o la vejiga agita el sonajero apalancándoles fuera del catre».

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Suponen las madrugadas para algunos ese fulcro sobre el que suena el despertador o la vejiga agita el sonajero apalancándolos fuera del catre. Esa araña de luz en duermevela o ese fragor de gorriones en la calle, que invitan al cuerpo a la circulación de los humores. Ese momento, ya con los ojos abiertos, que permite distinguir al sol enroscado en su tribuna exclamativa, escarbando en los objetos un surco diferente. Así, al saberse gobernados por el quejido de claridad que brota en cada amanecer, despliegan la maquinaria de los sentidos expectantes por el nuevo día, con el deseo de disfrutarlo pleno de instantes promisorios. Es por esto por lo que para algunos, decíamos, madrugar se convierte en un resorte inevitable, en una invitación al gozo de empezar y en un surtidor de posibilidades desde por la mañana. ¿Por qué, si no, dice el refrán «a quien madruga, Dios le ayuda»? ¿Es debido solo a una cuestión prosaica relacionada con la prontitud para facilitarnos bienes materiales? ¿O las madrugadas nos aportan también riquezas menos mundanas?

Pero, a este viejo panegírico del hábito de levantarse temprano, no le faltan detractores. De hecho, para muchos, se trata de una costumbre innecesaria que arruina el descanso y desmantela las naturales desconexiones, desperezando una fiera que preferiría permanecer hibernada durante más tiempo. Una práctica fastidiosa que, en definitiva, transforma el matinal arranque en una digestión pesada. O casi imposible, porque a los que forman parte de este grupo, por lo general, no les suele sentar bien el desayuno.

Sin embargo, ¿qué habría llevado a cabo yo si no perteneciera al conjunto de los primeros, para los que la tarea de despertar pronto se convierte en un ajetreo fértil? ¿Cómo podría haber escrito un verso siquiera? Porque sin este trasiego, sin la savia de la renovación que hace mover, hubiera sido impensable. Hasta tal punto que recuerdo esa etapa laboral de años entrando a trabajar a las siete y media de la mañana como un largo periodo de ponerme en pie, qué remedio, a horas intempestivas para soñar en los poemas, siquiera por un rato, los sueños que le hurtaba al descanso. En la misma medida que reparo en mis fines de semana, donde, da igual cuándo me acueste, a menudo amanezco atraído por el imán del alba.

Porque, está claro que, para los que somos alondras, tiene que haber algo especial y mágico en el hecho de levantarnos tan pronto. No en vano, una vez comenté este asunto a Santiago, un buen amigo de la familia, que estaba cenando en casa con nosotros. Santiago hizo una observación al respecto bastante esclarecedora.  Me explicó que al pintor expresionista abstracto estadounidense William Congdon le gustaba el trabajo que se hacía temprano, porque en esa coyuntura experimentaba el alma recién estrenada, sin haber aún pecado. (Para los que no conozcan al gran pintor de Providence, este fue un exponente brillante de la Escuela de Nueva York, formado en sus canteras artísticas ―cuyos integrantes desarrollaron las formas expresivas que más tarde se englobarían en la Action painting―. Desde finales de los setenta y hasta su fallecimiento, en el año 1998, vivió en el monasterio benedictino de los Santos Pedro y Pablo, la Cascinazza, en las proximidades de Milán).

Aquella aseveración de Santiago me provocó hasta el extremo de suscitar en mí un estremecimiento casi pueril, que me llevó a hacer una observación, entre risas, tan sincera como pedestre:

―Vamos, que se levantaba más despejado.

A lo que Santiago contestó con una sonrisa amable y condescendiente que indultaba la simpleza de mi apreciación, admitiendo en cierto modo que, no por simplona, era menos pertinente.

En fin, la cena con Santiago y Andrés, otro amigo que también nos acompañaba, acabó tarde, muy tarde. Lo suficiente como para que, siendo además fin de semana, no me pusiera el despertador. Pero, qué duda cabe, al día siguiente amanecí temprano.


Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.

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