/ un relato de Josemanuel Ferrández Verdú /
Fue durante el último día de vacaciones cerca de Badajoz. El equipaje se hallaba amontonado delante de la puerta, pero no sé qué problema había con el taxi y era necesario esperar. Fui a dar un último paseo alrededor de la casa y al volver no encontré a nadie y el equipaje no estaba. Seguramente ha surgido un imprevisto y se han tenido que ir precipitadamente —recuerdo que pensé.
Después de esperar un buen rato sin que nadie apareciera, me puse a pensar en la idea misma de vacaciones, período en que uno deja todo lo que está haciendo y se dedica a lo primero que se le ocurre. O, peor aún, a hacer lo que tenía previsto y disfrutar de la sorpresa. Sin embargo, la esclavitud de muchos trabajos las justifica como único momento de libertad provisional y aparente.
En aquel instante, no sabía si considerar acabadas o no las mías. Entré de nuevo en la casa, cuya puerta había quedado abierta, quizá debido a las prisas de la partida, y tomé asiento en espera de acontecimientos. Al cabo de un buen rato, apareció el cartero y me entregó una carta dirigida a mí. Era de una joven de Astorga a la que había conocido en la Universidad durante el curso anterior. En la carta, mi antigua compañera me informaba de que tenía previsto hacerme una visita próximamente, por lo que me alegré de no haberme marchado con todo el mundo.
La dueña de la casa llegó media hora después, para tomar nuevamente posesión de su propiedad. Tuve que explicarle que me había visto obligado por las circunstancias a prolongar mis vacaciones durante un período de tiempo cuya duración, en principio, no dependía de mí, cosa esta que no le hizo ninguna gracia, por supuesto.
—Es que necesito la vivienda, porque estoy alojada en casa de una prima mía, y ella ha recibido aviso de un amigo que viene a quedarse unos días con ella. Me ha pedido que me vaya por si se presenta de improviso.
—Yo también he recibido una carta — dije.
—Pero esta es mi casa, y el contrato que hice con tu familia acaba hoy. Y ya te he explicado que no tengo dónde quedarme.
Alquilé una casa no muy lejos de allí y le di las señas a la casera anterior por si se presentaba la autora de la carta, para que supiera dónde me alojaba. Al día siguiente, me puse a buscar trabajo y al poco tiempo lo encontré en una fábrica de artículos diversos. Me contrataron después de hablar con varios responsables. Mi labor consistía en trasladar algunas cajas que aparecían todas las mañanas, llenas de cachivaches, en los estantes de una dependencia llamada el cuarto de las cajas hasta los estantes de otra habitación que estaba situada en el otro extremo de la fábrica.
Llevaba una semana trabajando, y a ratos haciendo como que trabajaba, cuando apareció por la fábrica un hombre de mediana edad, calvo y con un espeso bigote:
—¿Eres Riquelme? —dijo el calvo.
—Sí.
—Vengo de parte de la prima de tu antigua casera.
—¡Ah! ¿Qué pasa?
—Que dice que le gustaría hablar contigo
—¿Y no te ha dicho de qué quiere hablar?
—No —dijo el calvo.
Al terminar la jornada, fui a ver a la casera y le expliqué la visita del calvo y que su prima quería verme. La casera era una mujer atractiva, un poco gorda y con el pelo oscuro. Se llamaba Úrsula.
—No deberías ir —dijo.
—¿Por qué? —se apoyó un poco en la pared.
—Aunque esté mal decirlo, mi prima… es un poco intrigante. Tiene intereses un tanto turbios en la fábrica donde trabajas.
—No comprendo —dije.
—Ella piensa que algunos negocios relacionados con esa fábrica le perjudican
No terminé de creer lo que Úrsula me dijo, y cuando fui a ver a su prima, mientras me recibía en el salón de su apartamento, llamaron a la puerta. Ella salió a abrir y vi entrar a mi padre, el cual, al verme allí de pie, me reprochó que no hubiera regresado de las vacaciones con el resto de la familia. Luego me confesó, a modo de explicación, que había decidido prolongar las suyas a título personal por un par de semanas más y por eso mismo había regresado hasta allí, teniendo previsto de paso ponerse en contacto conmigo.
—¿Y mi madre? —dije—. ¿Por qué no ha vuelto contigo?
—Ella es partidaria de aguardar tu llegada en su propia casa.
—¿Dónde te vas a quedar? —pregunté.
—Aquí mismo.
La prima de Úrsula, llamada Puri, no quiso hablar del asunto de las cajas, que era el único motivo de haberme citado en su casa, en presencia de mi padre, por lo que me insinuó cortésmente que me marchara y volviera en otra ocasión.
En la fábrica habían comenzado los problemas. Algunas de las cajas que tenía que trasladar hasta la otra habitación aparecían de nuevo al día siguiente en los mismos estantes de donde yo las tomaba. Pregunté al encargado, el cual afirmó ignorar el asunto. Solicité permiso para hablar directamente con el gerente, el cual me recibió en su despacho del piso superior.
—Hay un problema —dije.
—Siéntese, por favor —yo tomé asiento en una butaca.
—¿Cuál es el problema?
—Algunas cajas tengo que llevarlas varias veces seguidas.
El gerente me miró con desconfianza. Luego se levantó y extrajo una carpeta de un armario.
—No se preocupe —dijo—. Tengo una lista completa de todos los que intervienen en el traslado y manipulación de las cajas —y me enseñó un papel donde, aparte del mío, aparecían cuatro o cinco nombres mecanografiados formando una columna.
Todos los años se organizaba una función de teatro en la fábrica. Algunos empleados estudiaban sus papeles a conciencia, por lo que el éxito estaba asegurado. El argumento de la función era que uno de los obreros que manipulaban las cajas recibía la carta de una misteriosa mujer, la cual le ofrecía su amor a cambio de que hiciera determinadas maniobras con algunas cajas escogidas previamente.
El protagonista se ve envuelto en una confusa trama relacionada con la muerte de una desconocida cuyo cuerpo aparece sin vida en una de las dependencias de la fábrica junto con tres de las cajas que trasladaba el receptor de la carta. En dichas cajas, junto con otros objetos, la policía descubre un diario manuscrito en una libreta de color amarillo. Al ser leído, la policía descubre que su autor es un ciudadano muy comprometido con ciertas actividades políticas y artísticas. Parece que se trata de un espía que también es poeta. Luego la trama se complica cuando un anónimo atribuye al espía, llamado Joaquín, la responsabilidad de ser el destinatario de una carta en la que se le acusa de no haber asistido a cierta reunión clandestina. La policía investiga en las cajas y encuentra varias fotos de Joaquín en las que muestra una expresión sonriente y estúpida. Esto provoca la risa de los espectadores y cae el telón.
Una semana después, recibí una llamada telefónica de alguien que decía llamarse Joaquín, igual que el espía poeta de la función. «A veces la realidad imita al arte», recordé, y fui a reunirme con el tal Joaquín en un bar del centro.
—Quiero que sepas una cosa —me dijo en tono confidencial después de sentarnos a una mesa con un par de cervezas—. Yo conozco a tu padre —el hombre tendría unos sesenta años—, y por eso he querido hablar contigo.
—No veo que una cosa tenga que llevar necesariamente a la otra —dije.
—Esa no es la cuestión, sino el hecho de que tu padre me haya estado espiando durante casi dos años.
—Eso me parece un tanto raro, ya que sólo venimos de vacaciones.
—Lo cual no impide que venga a espiarme cuando lo considere oportuno. No vivís muy lejos.
—¿Y qué tengo yo que ver con eso?
—Piénsalo tú mismo.
—Nunca he contratado a nadie para pensar.
Joaquín sonrió un poco
—Tu padre es un mal poeta.
—Eso no es delito.
—Para él es un problema. Me hizo creer que estaba interesado en mi mujer, pero en realidad se dedica a espiar mi obra poética, y con la excusa de ponerme los cuernos, fisgonea entre mis papeles para tomar nota de mis versos, de los que me ha robado un buen número.
—¿Y su mujer?
—Bien, gracias.
—¿Y me ha hecho venir para decirme que mi padre es un mal poeta y en cambio usted es estupendo?
—Quería que supieras una cosa.
Sonó un disparo y Joaquín cayó muerto al suelo. Alguien con una máscara y un arma en la mano salió corriendo del bar en medio del susto y la perplejidad de los clientes. Fui sometido a un interrogatorio por un detective, y tuve que contarle qué estaba haciendo allí con el finado.
—Hablábamos —le dije al detective.
—¿Era amigo suyo?
—Nunca lo había visto hasta hoy.
—Qué casualidad.
Le dije que el hombre que le disparó llevaba una máscara. Me preguntó las razones de nuestra entrevista y le expliqué que él me había llamado por teléfono para hablar, pero no le dije lo que Joaquín me había contado de mi padre.
—¿Y de qué quería hablar?
—De poesía.
—¿Y no le parece extraño que un desconocido lo llame por teléfono para hablar de poesía, así por las buenas?
—No creo que llamar por teléfono sea nada raro.
El policía me miró con sorna
—No me refiero al teléfono, sino a lo demás. ¿Le interesa a usted la poesía hasta ese extremo?
—No me interesa en absoluto.
—¿Entonces por qué acudió?
—¿Y por qué no?
El detective me miró con clara desconfianza, pero no dijo nada. Luego continuó:
—No se vaya muy lejos por si tuviera que volver a hablar con usted —era un hombre bajo y robusto que usaba gafas de intelectual.
—Estaré por aquí.
No llevaba ni un mes en la fábrica cuando corrió el rumor de que las cosas iban mal. Al parecer, habían descendido los pedidos de cajas. Alguien insinuó que era debido a la mala calidad de las cosas que contenían. Lo cierto es que yo sí había notado cierto alivio en el peso de aquéllas. Se habló de una reunión clandestina a la que fui convocado con algunos compañeros y que tendría lugar en la casa de Úrsula. Al llegar a la reunión, vi con sorpresa que una de las asistentes era la amiga que me había escrito anunciándome su llegada bastantes días atrás. La saludé y le dije que desde que había recibido su carta la esperaba ansioso. Pero ella afirmó no haberme escrito ninguna carta. Esto me sorprendió más aún que su presencia allí.
—Pero eso es imposible —dije—: yo tengo tu carta.
Ella se mostró muy enfadada ante mi insistencia en algo que ella consideraba absurdo.
Nunca te he escrito ninguna carta, porque si lo hubiera hecho lo sabría, y menos aún para decirte que quería verte. Además, ni siquiera sabía que estuvieras aquí.
Aparte de este incidente, el resto de la reunión clandestina transcurrió favorablemente respecto a los intereses de los asistentes. Se analizaron las causas del descenso del interés que suscitaban las cajas entre la gente y el público en general. Alguien apuntó al tamaño, tal vez excesivo, de unas cajas de cartón corriente a las que achacaban una carencia, tal vez excesiva también, de elementos que llamaran la atención de los compradores. ¿Quién se iba a interesar en comprar una caja sin ninguna pegatina y llena de cosas a veces irreconocibles? Al final, algunos acordaron asumir personalmente un proyecto informativo para poner en conocimiento de la gerencia algunas sugerencias interesantes. Al salir acompañé a Irma, porque ya era de noche.
—¿Qué hacías tú en la reunión?
—Alguien me comunicó que acudiera.
—Pero tú no estás en la plantilla de la fábrica.
—Eso ya lo sé, pero me dijeron que me interesaría. Como he asistido a un curso sobre reuniones y ese tipo de cosas, quizá fuera por eso.
—¿Y quién te invitó a asistir a esta reunión?
—Era una carta anónima, pero me pareció convincente.
No pude creer la historia, pero la acepté para no enfrentarme con ella.
—¿Dónde te alojas? —pregunté.
—Todavía no tengo dónde quedarme. He venido directamente a la reunión y ahora tengo que buscar una pensión. ¿Conoces alguna?
—No te preocupes, puedes venir a mi casa.
—No me gustaría ser una molestia.
—Te prometo que no lo vas a ser.
Esa noche cenamos en mi apartamento, yo preparé unas ensaladas y destapé vino.
—¿Cómo se te ocurrió decirme que yo te había escrito? —dijo después de cenar.
Yo le mostré la carta que había recibido, en la que aparecían los nombres de ambos.
Al otro día, Irma se fue en el tren de regreso a Astorga. Yo le escribí una carta dándole cuenta de mis sentimientos. Esta carta dio lugar a una correspondencia que duró veinte años. Pero ya nunca volvimos a vernos.
[EN PORTADA: La carta, de Romer Kitching (detalle)]
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