/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana Mestre /
El 25 de octubre de 2020 hará 465 años de la escena que voy a intentar describir. Hay que situarse en Bruselas, a las cuatro de la tarde. Dicen que era un día gris en la capital y Carlos V, el Emperador, se dirigía a la sala del trono del palacio imperial. Entró en la estancia lentamente, apoyado en los jóvenes y fuertes brazos de Guillermo de Orange. El viejo emperador va vestido totalmente de negro y sólo el macizo collar áureo de la Orden del Toisón de Oro cuelga de su pecho. Tan sólo tiene 55 años, pero es viejo y está muy enfermo; la gota lo tiene paralizado casi por completo y cada paso que da representa para él un suplicio. El salón, no muy grande, está repleto de dignatarios imperiales, todos expectantes. El presidente del Consejo de Flandes abre la sesión para indicar el motivo: ¡el emperador va a abdicar! Sigue un silencio sepulcral: va a hablar el emperador que había librado cien batallas.
Hay que suponer que las emociones estaban contenidas en las gargantas y todo el mundo tenía miedo ante el futuro incierto que les aguardaba. El emperador se levantó del trono lentamente, apoyado de nuevo en Guillermo de Orange. Empezó el discurso haciendo una breve glosa de su vida desde que, nacido en el castillo Prinsenhof de Gante, había ceñido las coronas de España y el Imperio. Les habló en flamenco, una lengua que había aprendido con dificultad, dado que él había sido educado en francés. En su discurso, les recordó su vida casi nómada, las nueve veces que había atravesado los Estados alemanes, las seis estancias en España, las cuatro veces que se había visto obligado a ir por Francia en son de guerra o de paz. También recordó las dos veces que había saltado a África como cruzado, las dos veces que había tenido que viajar a Inglaterra, las ocho veces que navegó por el Mare Nostrum, las tres veces que había surcado el Atlántico y sus frecuentes visitas a Italia, siempre en guerras defensivas para mantener la cohesión del Imperio. También se emocionó al rememorar la lucha contra el Imperio turco para frenar su expansión, las dificultades para mantener bajo la órbita Imperial a Italia, la continua presión bélica ejercida por Francia, tanto por Francisco I como por Enrique II, y sus desvelos para mantener la unidad de la fe en el Concilio de Trento, que tantos disgustos le costara. El maltrecho emperador pidió perdón por sus errores, por sus fracasos, como el entonces reciente y fallido intento de recuperar Metz de las garras francesas; y tras toda aquella retahíla de recuerdos, pronunció las palabras mediante las cuales abdicaba de la corona imperial.
A continuación, tomó la palabra el príncipe heredero, Felipe, el futuro Felipe II. La asamblea estaba de nuevo expectante: ¿qué diría el nuevo soberano de los Países Bajos? Esperaban sin duda un discurso sobre el futuro gobierno, con la emoción a flor de piel; pero Felipe pidió excusas por no saber hablar en su lengua. Granvela hablaría por él. En aquel momento, los flamencos se dieron cuenta de que les iba a gobernar un extranjero. Y yo supongo que el viejo emperador Carlos recordó en aquel instante cómo a él mismo, cuando llegó a Castilla, en las Cortes castellano-leonesas le dijeron: «Otro sy, suplican a vuestra Alteza que nos haga merced de hablar castellano, porque haciéndolo asy, muy más presto lo sabrá, y vuestra Alteza podrá mejor entender a sus vasallos e servidores, y ellos a él». Efectivamente, Carlos llegó a hacer del castellano su propia lengua, de tal modo que la usó en Roma, ante el Papa, en el discurso de coronación, a pesar de hablar perfectamente francés. Y cuando estaba ya en Yuste, retirado, nos consta que dominaba tanto el español que era capar de gritar iracundo: «¡Oh, hideputa bermejo!». ¡Y había nacido flamenco! No hay que sorprenderse de que, años después, aquel joven Guillermo de Orange que ayudó al Emperador a levantarse del trono fuera la cabeza visible de la rebelión de los Países Bajos contra los tercios españoles. Felipe II nunca habló flamenco. ¿Por qué les cuento esta historia? ¿No lo adivinan?

Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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