Poéticas

Sin tiempo

Álvaro Valverde reseña el poemario 'El reloj de Mallory', de David Hernández Sevillano.

/ una reseña de Álvaro Valverde /

Cuesta trabajo creer que el jurado que concedió, con todo merecimiento, a El reloj de Mallory, de David Hernández Sevillano (Segovia, 1977), el premio Emilio Alarcos estuviera presidido por el mismo poeta (al que, por otra parte, tengo en alta estima) que ese otro (compuesto por un poeta y medio) que regaló hace poco a Rafael Cabaliere el premio Espasa de Poesía (más conocido como Premio de Poesía Escasa). También que al primero le dieran 5200 euros por un puñado de poemas que de veras lo son y al segundo 20.000 por una serie de ocurrencias (a la vista de lo adelantado). Sí: como le dijo Clinton a Bush, «Es la economía, ¡imbécil!». Yendo a lo que importa, tiempo al tiempo, reconozco que, una vez más, Hernández Sevillano vuelve a sorprenderme. Es lo bueno de la poesía, que si lo es de verdad, como hace al caso, te coloca de nuevo en la posición de salida, por libros que hayas leído y resabios que tengas. Me pasó la primera vez con El punto K y me vuelva a pasar ahora. De éste dice Ben Clark (prologuista de aquél) que «detiene el tiempo en la escalada hacia las cumbres de la cotidianidad». Y es que su título alude al poeta de las montañas, como denominaron a George Mallory, montañero británico, jefe de cordada de una expedición al Everest que, en 1924, acabó en tragedia. La última vez que lo vieron, acompañado de Irvine, estaban a 8500 metros, muy cerca, por tanto de la cumbre. ¿Llegaron a conquistarla veintinueve años antes que Hillary y Tenzing? Lo cierto es que en 1999 hallaron su cuerpo y, entre otros objetos, su reloj. Sin manecillas. «Sin tiempo». 

David Hernández Sevillano

En el primer poema, «El poeta», Hernández Sevillano nos dice que «Para escapar escribe./ Y a ratos por inercia/ y acaso porque  hay cosas/ que son inevitables/ y a ratos porque solo en el poema/ puede hablar a los dioses en su idioma/ —quiero decir que escribe/ como quien desenvuelve una oración—». Y que «Solamente hay un hombre a quien le cuesta/ sostener la mirada de otro hombre,/ que duda, que suplica». 

«Curriculum vitae», un poema central, se refiere a lo que ese hombre «no dice», «no cuenta», «se calla», «aún ignora»…

En «Monte Everest, 1924» leemos: «Todos hemos subido al Himalaya/ en las botas de cuero de George Mallory».

Supongo que a estas alturas de la reseña el lector ya habrá advertido que HS tiene un gran sentido del ritmo y que sus versos están poseídos por la claridad. No en vano escribe: «Somos luz y la luz a la luz tiende». Si leen el libro por completo, advertirán además un efecto sedante y una sensación de consuelo. Y una cercanía que se impone por el mero hecho de que quien escribe lo hace a pie de calle, digamos. Un hombre cualquiera en situaciones cotidianas, como atisbó Clark. Basta con leer «Agenda». 

Siempre hacia el cielo, hacia arriba (léase «Destinos»), «pero también/ ¡hacia adentro, hacia el fondo!», todo un homenaje a JR. 

En «Quienes no», «os que aún son capaces de soñar/ —escalar, besar, comer, volver a casa… —, /y los muertos». 

«Nuestros antepasados», en su aparente sencillez, es un hallazgo: «Hubo un tiempo, hace mucho, mucho tiempo/ en que aún nadie había/ subido al Everest». Ni se habían hecho otras muchas cosas más, como las que él relata. 

Con frecuencia, desde el primero, HS reflexiona en sus poemas acerca de la poesía; así, en «Relecturas» («Al urdir el poema, al avanzar/ como avanza al caminar la nieve», hermoso símil), en «Amanece» («por todo ello amanece,/ por ello la poesía»), en «El poeta de las montañas»… Poesía, cabe precisar, que es inseparable de la vida: «Así la vida./ Por ver mejor, lo oscuro», leemos en «Lluvia de estrellas».

En muchos poemas repite un esquema, lo que los dota de una gran efectividad. Repite, por ejemplo «si…», «por si…», «lo que el hombre…», «¿Qué…», «Promete…» (y «Prométeme…», en «Ruth», un poema dedicado a la viuda de Mallory, que fue madre de tres hijos), «Para…», etcétera.

La segunda parte del libro (la que sigue a «El poeta de las montañas»), titulada «Mapas antiguos», se abre con un logrado poema de amor de igual título. Le siguen otros conseguidos también, como «Ocupaciones» o «Mañana de mercado» (con un giro que le aporta sorpresa: «Allí están todos/ los hombres que no he sido»). Y unos cuantos de amor: «Instrucciones para hacerte sonreír», «Una palabra de más», «Del otro lado. La hora de la siesta» y «Confusión». 

En «Orígenes»: «yo vengo de la nieve». «Envidia» termina con «la vida» y «Frío» con «mi vida». 

En «Clases de inglés» están los hijos. HS acierta incluso cuando se atreve con las ocurrencias: en «Tíbet» o «Sin CTRL+Z». 

Se cierra el volumen con «Campamento base» y con estos versos: «Comprenderé, acaso, que la muerte/ no es lo que nos contaron de la muerte,/ como el amor tampoco/ es aquello que oímos del amor». Y es cierto. 


Selección de poemas

El poeta

Para cruzar enero
escribe ese poema
tan celebrado y limpio del amor
y del paso del tiempo y la distancia
que existe entre dos cuerpos
—este mío y el tuyo,
por ejemplo— que hablan, que se entienden
solamente en la lengua sagrada del silencio.

Para salvarse, apenas, de la noche.
Para escapar escribe.
Y a veces por inercia
y acaso porque hay cosas
que son inevitables
y a ratos porque sólo en el poema
puede hablarle a los dioses en su idioma
—quiero decir que escribe
como quien desenvuelve una oración—.

No busques más allá,
solamente hay un hombre viviendo como un hombre
y comprando manzanas y aceitunas
y papel de fumar.
Detrás de la escritura ya no hay magia,
si acaso desengaño o decepción.

Solamente hay un hombre a quien le cuesta
sostener la mirada de otro hombre,
que duda, que suplica.
Créeme,
no busques más allá.
Detrás de ese poema
no hay nada
que no hayas visto ya en algún espejo.

El poema está a salvo.
El poeta no existe.

Monte Everest. 1924

Siempre lo he sospechado, pero ahora
se hace más evidente
en los juegos
de mis hijos, que trepan al sofá;
que eligen, sin dudarlo, la litera de arriba;
que aspiran a mis brazos;
que sienten
su corazón eufórico en las ramas
de un fresno.

La Historia de los hombres
también nos lo confirma:
todos hemos subido al Himalaya
en las botas de cuero de George Mallory,
todos dimos un paso
—dudoso— sobre el polvo de la luna.
Algo que es nuestro viaja en los cohetes
espaciales, contempla las estrellas
con devoción,
juega con las siluetas de las nubes
a descifrar dragones
            y árboles
                        y hogares
en que habitar.

Nos concierne la altura.

Somos luz y la luz a la luz tiende,
aunque nos cueste el tiempo de una vida
entenderlo,
encontrar el camino y regresar a casa.

Nuestros antepasados

Hubo un tiempo, hace mucho, mucho tiempo
en que aún nadie había
subido al Everest,
nadie había pisado el Polo sur,
cruzado en avioneta
el Canal de la Mancha;
ni estaba escrito Hamlet,
ni las fugas de Bach,
ni los versos de Hölderlin.
Hubo un tiempo, hace mucho, mucho tiempo
en que el hombre aspiraba a la belleza,
creía en la belleza
y todas esas cosas y otras muchas
con los brazos abiertos lo aguardaban.

Vértigo

Sucederá, a menudo, que el poema
en nada se asemeje
a la intención del hombre que sostiene
las letras,
y diga, por ejemplo, terremoto,
mientras aquel hubiera dicho brisa.
Y diga herida o diga desamor
en vez de primavera o de quietud.
Y diga altura,
cuando el poeta, dócil, contradicho
hubiera preferido otras palabras
o el silencio tal vez
para no decir vértigo.

Paisaje desnudo

¿Qué me dice esta tierra
deshabitada y frágil, firme y dura?
¿Qué me dictan las copas de sus árboles
desnudas al aliento del invierno?
¿Qué voz les tiembla desde las raíces
hasta las yemas mismas de sus ramas?
¿Qué me imploran sus noches
sin luces y sin ruido, solo noches
de estrellas y de viento?

¿Qué me dice esta tierra?
¿Me está hablando de mí
o soy yo que al mirarla me comprendo?

Mapas antiguos

En los mapas antiguos
el hombre dibujaba criaturas
extrañas, monstruosas,
allá donde sus pies no habían llegado:
el Atlántico,
las aguas por debajo
del cabo Bojador,
la Antártida, la cima
de las cumbes más altas,
los fondos oceánicos, el cielo…

Para justificarse, por temor
a lo desconocido,
dibujaba confusas criaturas,
sus monstruos en un mapa.

Esta de hoy es una tarde fría
de mitad de diciembre
y una luz
escandalosa y terca
repiquetea el vidrio en mi ventana.
Tú tomas un café y yo, a tu lado,
persigo un adjetivo
de barro que me esquiva hace ya tiempo.

El silencio es un arma
de doble filo: a veces
te salva y otras veces…

Como aquellos cartógrafos antiguos,
también dibujé monstruos en las zonas
de ti y de mí que aún me dan pavor.

Ocupaciones

Mi padre me decía debo trabajar la tierra
y trabajaba la tierra
y mi madre decía debo tamizar la harina
y tamizaba la harina
y mi amante decía debo subir, amor mío,
     y enjalbegar la casa
          y alimentar el fuego
               y podar los zarcillos
                    y limpiar los pinceles
                         y desbrozar el huerto…

Y yo miraba afuera, mientras tanto,
          y nadie me abrazaba.

Instrucciones para hacerte sonreír

No es difícil hacerte sonreír:
te gustan las cerezas y los higos maduros,
pasear junto al mar en primavera,
el ruido que acompaña a los discos de vinilo,
subir a la montaña,
los baños de burbujas y los gatos.
Te gustan las sorpresas
sencillas, que te sople
en la nuca, hacer pan, las amapolas.

No es difícil hacerte sonreír,
sólo que algunas veces lo difícil
consiste en recordar este poema.


El reloj de Mallory
David Hernández Sevillano
Visor, 2020
68 páginas
12€

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.

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