/ por José Manuel Vilabella /
[DESTINO] Nunca llegó a sospechar que si el fatídico día 13 de diciembre, en lugar de coger el autobús de las 23:40 hubiese tomado el anterior, aquel que perdió en el último minuto, su vida habría sido totalmente distinta. Habría conocido a Margarita, se habría casado con ella y en lugar de un hijo que juega con la cocaína habría tenido una hija juez que lo detestaba y un hijo ingeniero que no lo quería, y en lugar de ser un marido feliz y un padre preocupado que tiene fe en el futuro, habría sido un triunfador aburrido que bosteza esperando el porvenir.
[LUCIFER] Todos conocían en el infierno la leyenda negra de Lucifer, su pasado de vivalavirgen, cuando había sido un cabeza loca, un adolescente bondadoso, estudioso y formal, el preferido del Creador, y cómo les gustaban murmurar y hablar pestes del prójimo, disfrutaban levantando falsos testimonios y aseguraban, poniendo la mano en el fuego eterno, que el Diablo todavía tenía momentos de flaqueza y que había momentos del día, sobre todo a la caída de la tarde, en que era más bueno que el pan.
[REGRESO] La aldea aquella se había quedado triste y medio vacía, las barcas varadas hacía décadas que eran solo un estorbo porque se habían podrido al sol, y los niños, los niños huérfanos, enflaquecidos y tristes, abobados y macilentos, preguntaban angustiados: «¿Dónde está papá?», en una cantinela monocorde. Las mujeres en lugar de asomarse al lago cercano y mirarse en sus aguas cristalinas, oteaban el paisaje desértico y se decían unas a otras las noticias, siempre malas, que traían los caminantes ocasionales. Unas lloraban con desconsuelo y otras pedían a los dioses que devolviesen de una vez los cuerpos sin vida de los náufragos. No sabían si eran viudas o mal casadas y si tenían derecho a esperar algo del futuro. Habían perdido la esperanza y la paciencia por aquella espera inútil y una a una fueron quitándose la vida, aunque cada una lo hizo a su manera: dos se ahorcaron al atardecer, en la hora ambigua de los que le devuelven la vida al creador con una mirada de odio que esconde la mayor de las blasfemias, tres se ahogaron en la orilla de aquel mar diminuto, cuatro se abrasaron en el desierto, se dejaron morir desnudas, en pelota y con las piernas abiertas, sabiendo que serían pasto de las alimañas nocturnas, Raquel se clavó un cuchillo en el corazón maldiciendo al alucinado caballero de palabra arrebatada y las dos restantes fueron infieles a los ausentes, se prostituyeron para que sus cuñadas pudiesen lapidarlas con saña antigua, con rencores viejos, porque ellas no tenían fuerzas para matarse por su propia mano. Treinta años más tarde, cuando el viejo predicador pasó por allí anunciando la buena nueva, el único superviviente que quedaba le contó la historia de la aldea, le habló de la ventolera traicionera de la fe, del naufragio, de la huida en masa de los pescadores, del abandono de los padres de familia. Y San Pedro comprendió, con horror, que al seguir a Jesús había aniquilado a su prole y que su semilla desaparecería de la faz de la tierra.
[DISEÑO] Días antes de diseñar al gato, que era lo que pretendía el Creador ante la alarmante fecundidad de los ratones, dibujó el leopardo, la jineta, la pantera y cuando llegó al tigre le pareció que aquello era una desmesura y, de un plumazo, lo redujo de tamaño aunque, eso sí, le dejó intactos la elegancia de los movimientos y la ferocidad de los gestos.
[SALUDOS] Sor Bernardina, que llevaba sesenta años saludando a las palomas blancas porque no quería desaprovechar la oportunidad de decirle adiós al Espíritu Santo, perdió el juicio y amplió el círculo de sus despedidas y hasta su muerte, a los ciento catorce años cumplidos, le estuvo diciendo hola a las mariposas, hasta luego a las avispas, vaya usted con Dios a los grillos y adiós, buenas tardes, a las moscas.
[ESPERA] Cuando el Supremo Hacedor le recibió, después de haberle hecho esperar 200 años en el limbo, don Jesús Díaz Gómez, gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, indignado por la descortesía se encaró con San Pedro, le dijo muy enfadado: «Usted no sabe con quién está hablando», pidió el libro de reclamaciones y se marchó del cielo aquel dando un portazo.
[AZNAR] Él sabía que los había engañado a casi todos y decidió, con su cínico sentido del humor, completar el círculo y perfeccionar la representación que había sido su vida hasta entonces. Sonrió a las cámaras de televisión, estrechó las manos de algunos periodistas de su cuerda y se encerró en la cabina con un mohín de complicidad y una sonrisa de oreja a oreja. Buscó la papeleta de sus adversarios, la dobló por la mitad y la metió en el sobre. Le temblaban las manos por la villanía que estaba a punto de cometer. Salió y las cámaras continuaban allí. Sonrió y soltó una carcajada breve, triunfal; se atusó el bigote, su símbolo más querido y emblemático y caminó decidido en busca de las urnas. Solo él sabía que al votar a la izquierda les había engañado a todos porque, al fin, se había engañado también a sí mismo. Y aquel año, y contradiciendo las encuestas más serias y los sondeos más fiables, ganó las elecciones y obtuvo la mayoría absoluta.
[EDAD] La pareja de lúcidos centenarios decidió, de común acuerdo, llevar a sus diez hijos al asilo de ancianos, porque la demencia senil de su prole, sus gritos y caprichos de viejos, les impedía conciliar el sueño.
[TRISTEZA] Cuando llegaba el 31 de agosto y se terminaban las vacaciones, los veraneantes al marcharse dejaban las playas sucias de suspiros.
[ASESINO] Nunca pude sospechar que aquel hombrecillo bajito, calvo y con grandes gafas oscuras era un asesino múltiple. Lo conocí cuando fui a dar una conferencia en La Coruña el año en que me concedieron el Premio Nobel de Literatura. Resistió durante más de una hora la larga cola de admiradores y me pidió que le dedicase uno de mis libros; concretamente Relatos para inversionistas. Me llamó la atención por el aire estrafalario y su forma de vestir. Parecía que estaba disfrazado y después supe que, efectivamente, se ocultaba bajo un disfraz. No tenía ningún pudor: lloraba de forma ostentosa, insistió en abrazarme y dejó sobre la mesa un sobre muy bonito, dorado, que contenía una perla literaria, mientras se despedía gritando: «¡Maestro, maestro, cuánto le quiero don Bernardino! Por favor échele una ojeada a mi modesta obra; se la confío. Quiero conocer su docta opinión». Los guardias de seguridad le tuvieron que acompañar discretamente hasta la salida por escandaloso. Mi recuerdo es vago y cuando la Interpol me rogó que hiciese un retrato robot fui incapaz de componer su rostro. Le recordaba, sí, pero no podía describirlo. Cuando regresé a México cargado de recuerdos y después de una estancia en Reino Unido y España de más de dos meses envié por correo marítimo tres grandes cajas que contenían un variado y heterogéneo montón de objetos y papeles. Elvirita, mi secretaria, abrió los bultos y, para no agobiarme, me fue mostrando poco a poco su contenido y cada día me daba una sorpresa agradable antes de que cada objeto se fuera acomodando en su lugar definitivo. Las fotografías del acto y el almuerzo con el rey de Suecia se fueron al álbum de los ilustres y los libros dedicados a la biblioteca a dormir el sueño de los justos. Algunas cosillas terminaron en la basura. Cuando me mostró el breve cuento del asesino de las margaritas me dijo riendo: «Don Bernardino, mire este sobre; yo creo que es una joya». Y me mostró el sobre dorado del admirador ruidoso. Lo observé con curiosidad. No era un sobre dorado; era un sobre de oro. Lo abrí y dentro había una tarjeta de platino grabada con la inscripción: «Cuando la oreja se despertó se dio cuenta de que estaba sorda y exigió a gritos un sonotone». Me quedé estupefacto y pensé: «Qué horror, un imitador de mi amigo Tito». Siempre he estado un poco celoso de Monterroso y de la, a mi juicio, sobrevalorada greguería del dichoso dinosaurio. Metí el extraño envío en un cajón de la mesa de despacho y le dije riendo a mi secretaria: «¡Era un ser atrabiliario! ¡Un alborotador! ¡Tuvieron que echarlo!». Y pensé: «Sí, un loco, pero un loco que me regala una joya; qué extraño sujeto». Aquel fue el principio del calvario atroz que me esperaba. Al poco tiempo, unas semanas después, empezó a llegar correspondencia de un tal Jacinto Carballo Paradela. «Otro desequilibrado», pensé y le dije a mi colaboradora: «Elvirita, ¿por qué motivo atraigo tanto a los dementes?». Y ella, siempre amable, contestó, lo recuerdo: «El precio de la gloria, don Bernardino. No se puede ser mundialmente famoso». Al principio el tal Carballo enviaba cuentos, micro relatos que Elvirita me enseñaba con una sonrisa bailándole en los labios y siempre con la misma pregunta: «Don Bernardino, ¿qué hago con esta maravilla literaria». Yo le echaba una ojeada y ella los tiraba a la papelera. Carballo era un autor muy fecundo, muy trabajador y no dejaba de producir engendros. Recibíamos puntualmente una carta al día y a veces dos o incluso tres, casi todas con el matasellos de Madrid pero alguna desde París o Londres; venían sin remite. A los dos o tres meses me llamó por teléfono: «Don Bernardino, don Bernardino, soy Jacinto Carballo Paradela, ¿qué le parecen mis relatos?». Soy una persona educada y, como casi todos los mexicanos, obsequioso y de trato amable, pero como estaba harto de sus envíos le dije sin miramiento alguno: «Jacinto deje de dar la lata. Tengo mucho trabajo. Váyase a la mierda». Durante un mes no recibimos los cuentos de Jacinto. Mano de santo, oiga. Elvirita preguntaba guasona: «Jefe, ¿no echa usted en falta las noticias de su ferviente admirador?». «Calla, calla. No tuve más remedio que ser un grosero. Ahora me arrepiento. Pobre hombre». Una mañana entró en mi estudio y, llorosa, me tendió una carta. La había recibido en su domicilio. Era una amenaza de Jacinto Carballo. Le decía sin miramientos que un amigo suyo le raparía el pelo si no lograba que yo fuese su asesor literario. En México hay que tener mucho cuidado con esas misivas sutiles; allí no se andan con chiquitas. Terminaba con el siguiente párrafo: «Quiero ser un buen escritor de cuentos y si es preciso la presionaré a usted todo lo necesario. Influya en su jefe o tendrá noticias mías». La tranquilicé como pude; la verdad es que no sabía qué decirle. Aquel malnacido se había enterado de su dirección y la pobre mujer temblaba como una hoja agitada por el viento. A los pocos días el asesino de las margaritas volvió a llamar. Tenía un marcado acento gallego y se mostró muy amable. Me dijo que era el más entusiasta de mis lectores y que había leído todos mis libros. Durante más de dos horas mostró una erudición y conocimiento de mis escritos que me llenó de estupor. Recitaba párrafos enteros de mis libros de relatos. Tenía una veneración por mi persona tan desmesurada, tan desproporcionada, que me dejé llevar por la vanidad y, por qué no decirlo, por la gratitud. Conocía mi obra mejor que los más conspicuos críticos literarios. Tengo que confesar que con aquel aluvión de alabanzas empezó a caerme bien el malvado asesino de las margaritas. Consentí —no sabía dónde me metía— en ser su maestro pero, eso sí, con condiciones. Él me enviaría un relato breve cada mes y yo le daría mi opinión. Aceptó alborozado. A los dos días Elvirita recibió una sortija con sus disculpas y yo una pluma de oro por mi futura tutoría. Y a la semana llegó el primer cuento. Era malejo y se lo dije. Le expliqué los motivos: tenía que huir del plagio; le dije que todos los creadores tenemos influencias de nuestros autores favoritos, pero que cada escritor tiene que somatizarlas, buscar su propio estilo y que eso se consigue con esfuerzo, rompiendo mucho y buscando, aunque no se consiga, la excelencia. Me escuchó con toda atención y prometió que seguiría trabajando. Y me dijo entonces algo que me llenó de estupor: «Don Bernardino, ¿le gustó el sobre de oro que le entregué en La Coruña?». Me quedé estupefacto. Carballo era el admirador estrafalario, el gritón, al que tuvieron que expulsar con algo de violencia el día de la conferencia. ¿Por qué mi instinto de conservación no me lanzó un mensaje? ¿Por qué no di por finalizada la relación con aquel sujeto? No lo sé. No puedo explicármelo. Yo guardaba sus envíos en una carpeta y notaba su mejoría. Nunca he tenido alumnos y empezaba a estar orgulloso del asesino de las margaritas. El primer relato que me interesó fue el siguiente: «El joven Zacarías Pulgar y Ventoso, de las mejores familias de Monforte de Lemos, se llevaba muy mal con su padre. Tenían los dos mal carácter, un genio endiablado. Jamás se veían; no sabían uno del otro desde hacía décadas. Le sorprendió encontrarlo en París en la revolución de mayo del 68. Al verlo le dijo: “Hola, papa, ¿cómo tú por aquí?”. Don Restituto se llevó un alegrón al encontrarse con su vástago: “¡Zacarías, majete, qué bien te veo!” y le abrazó y besó con todo cariño. Al señor Pulgar y Ventoso le sorprendió la agilidad de su progenitor y su ingenio para hacer pintadas. Corría con un bote de brea en la mano y una brocha gorda en la otra y escribía en las paredes: “¡Prohibido prohibir!” o “Debajo de los adoquines está el mar”. Era incansable; tiraba piedras a la policía, auxiliaba a los heridos y agredía a los guardias con certeros puntapiés en las partes pudendas. Zacarías no daba crédito a lo que estaba contemplando: primero porque su padre siempre había sido un fascista redomado, segundo porque tenía una edad provecta, estaba a punto de cumplir un siglo y, por último, porque se había muerto hacía doce años». Me gustó, me gustó mucho el cuento y así se lo dije a mi alumno cuando me llamó por teléfono. «Sobre todo, amigo Carballo, me pareció esplendido el final; pone usted un punto surrealista que engrandece el relato. Enhorabuena». Noté que mis elogios le habían emocionado hasta el llanto; lloraba de forma desconsolada y a través del teléfono pude oír sus gemidos. A los pocos minutos, ya repuesto de la emoción, bisbiseó un «gracias, gracias, querido maestro» y colgó el auricular. A los pocos días recibí por correo una primera edición de El Buscón de Quevedo con una dedicatoria manuscrita del autor al Duque de Osuna. El libro es una joya bibliográfica de incalculable valor. En una subasta alcanzaría un precio inimaginable. Me quedé fascinado. Con el mayor cuidado lo examiné, lo acaricié, lo leí. Yo no podía aceptar aquel regalo desmesurado. Elvirita recibió en su casa un reloj, un Cartier de oro. Le encantó y olvidó las amenazas; no dejaba de elogiar al amigo Carballo. «Es un caballero de los pies a la cabeza», decía la cuitada mientras miraba embobada el reloj de lujo. Mi alumno llamó a los pocos días para saber si me había gustado su obsequio. Me quedé aturdido y fui, lo reconozco, contradictorio. Le daba las gracias y le reprochaba el precio excesivo de su obsequio. Al otro lado del teléfono el asesino de las margaritas se carcajeaba por mi desconcierto. «Amigo mío, no lo puedo aceptar. Se lo gradezco pero tendré que devolvérselo». «Usted se merece todo, preclaro maestro» dijo el asesino de las margaritas. «Se lo devolveré sin falta mañana». No lo hice, entre otros motivos porque no conocía su dirección y sí, me quedé con el libro. Los escritores empezamos siendo lectores voraces, después nos convertimos en bibliófilos y por último en bibliómanos. ¿Por qué lo hice si yo vivo con holgura y nunca me ha importado el dinero? Por purita pasión por la letra impresa, por vicio de coleccionista. La conciencia me lo reprochaba. Me decía: «¡Caramba, Bernardino, devuelve el obsequio!», pero yo no le hacía caso; ¡me hice el sordo, carajo! Carballo fue enviando cuentos y regalos. A Elvirita collares y perlas y a mí libros. Libros curiosos, raros. Y también documentos: cartas de Pancho Villa, discursos manuscritos de Simón Bolívar, Andrés de Santa Cruz, José de San Martín. Sus envíos llegaban puntualmente el día 5 de cada mes. El día 1 ya estaba nervioso. «¿Qué me mandará esta vez?», me preguntaba. Y siempre me sorprendía. Sus obsequios eran cada vez más caros y originales. Una carta de Cristóbal Colón a los reyes católicos fue, entre otros, uno de sus envíos. «Bernardino, Bernardino, reflexiona hombre de Dios» me susurraba mi conciencia pesadota e insistente. Y yo le respondía: «¡Calla, hija de Satanás!». Ya ni le daba las gracias y cuando me llamaba le decía: «Pero hombre…», y en los puntos suspensivos se escondía de forma vergonzante mi aceptación implícita. Como escritor mi alumno mejoraba. Tenía, incluso, un estilo propio. «Antes de que el oficial ordenase al pelotón de fusilamiento con la solemnidad de los actos militares y las palabras rituales de: “atención, apunten, fuego”, el sacerdote pidió permiso para hablar con el reo. El oficial accedió y el cura se acercó al paredón y mantuvo una breve conversación con aquel hombre que temblaba de pavor y que unos minutos después estaría muerto. Don Senén le dijo al oído: “Lo siento, papá, no te doy la absolución porque has sido un mal padre”. El desdichado, aterrado, le miró con desconcierto y bisbiseó un “Pero qué dices, hijo mío, dime, dime ¿en qué te he fallado?”. Y el cura le dijo: “Querías mucho más a mi hermano Manolito que a mí”. Y después, cruel, vengativo, perverso, le miró con odio y le lanzó un salivazo al rostro». Este cuentecillo es al mismo tiempo cómico y trágico, cruel y sorprendente. Es muy parecido al anterior y colegí que el asesino de las margaritas tenía una relación oscura con su progenitor. No obstante le felicité con exageración hiperbólica. Creo que le dije: «¡Bravo, amigo mío, bravo!». Carballo, que ante el elogio tendía al sentimentalismo y era de lágrima fácil, colgó el teléfono emocionado. En estos años de reclusión he tratado con diversos agentes del FBI; algunos son bondadosos pero otros me desprecian y no lo ocultan. «Don Bernardino, ¿nunca sospechó usted que Jacinto Carballo era un maleante y que sus desmesurados regalos podían tener una procedencia ilícita?». Yo, impertérrito, respondía: «Pues no; soy despistado, ingenuo, algo cándido». Y eran como bofetadas las sonrisas irónicas de los policías. Uno de ellos; Lázaro creo que se llamaba, inquirió: «¿Cuándo Jacinto Carballo cambió de actitud, en qué momento se volvió violento?». Carraspeé, medité unos segundos y al responder mi voz me sonó átona y distante, como perteneciente a otra persona. «Pues, ¿sabe usted?, cuando le confesé que uno de sus escritos no me había gustado. En ese preciso instante se desencadenó el temporal, comenzó la tragedia». Tengo que reconocer que, en parte, la culpa fue mía. Había tenido una pésima jornada, estaba fatigado y fui incluso descortés y le juzgué con excesiva severidad. Su trabajo no era mejor ni peor que los demás y no esperaba una opinión adversa. Creo que le molestó mi actitud despectiva. Mi falta de afecto al dirigirme a él. No lo sabía pero los psicólogos han deducido que yo era algo así como un padre para él. Un padre literario que tenía que ser coherente, afectuoso y protector. Él reaccionó como lo hacen los niños, con violencia. Le dije que tenía que cambiar de procedimiento para enfrentarse con el folio en blanco, que sus relatos tenían siempre el mismo mecanismo, similar arquitectura. «El héroe francés de la gran guerra, la estrella de Marne, el invicto mariscal Adolphe Baudin Bélanger, hace una confesión desconcertante sobre su experiencia en las trincheras: “La gran guerra fue una contienda cruel, espantosa. La angustiosa espera, los ataques al amanecer, la lucha cuerpo a cuerpo. Lanzaba a mis hombres a combatir con el enemigo y solo regresaban algunos; eran como fantasmas heridos y mutilados. Jóvenes héroes que nunca volverían a ser los mismos. Recuerdo sus ojos extraviados, los desgarros de la metralla. Todo lo observaba a través de los prismáticos mientras notaba en el cogote los resoplidos de mi amante, podía escuchar los jadeos del bondadoso capellán, el padre Simón Allard y Babineaux, vizconde de Rocamadour, que con el paso de los años llegó a ser primero Obispo de Lyon, más tarde cardenal y, según los rumores, estuvo a punto de ocupar la silla de Pedro, de San Pedro”». Jacinto Carballo Paradela, al escuchar mi crítica, adversa se mostró desconcertado. Esperaba un elogio y recibió una bofetada. Su maestro se había caído del pedestal. Escuché atónito que rompía a llorar con desconsuelo; después chilló, berreó como un niño; estaba roto por el dolor. Quise disculparme pero ya era tarde. Antes de colgar me dijo: «¡Ingrato, es usted un ingrato!». No supe nada de él hasta el día del horror. Me remordía la conciencia por el trato injusto que había tenido con aquel generoso desconocido. La policía mexicana me visitó a media tarde del día del asesinato y me enseñó las fotografías de la víctima. No pude reconocer a Elvirita. Su cabeza descansaba sobre una bandeja, al lado de un ramo de margaritas. Su cuerpo, troceado como el de una res, colgaba de un perchero. No pude resistir las náuseas y vomité sobre la alfombra persa. Tuve un ataque de pánico y me dicen que grité como una bestia herida. Tuve por primera vez noticias del asesino de las margaritas; la multinacional del crimen más eficaz de la historia de la delincuencia. Los asesinos implacables que ejecutan cada mes a una o dos de sus víctimas y que traen en jaque a los servicios secretos de todas las naciones. Todo se precipitó y mi vida cambió de forma repentina e implacable. Más de cien policías protegieron mi domicilio durante veinticuatro horas. El presidente de la República me visitó personalmente y cariacontecido me explicó que en México no estaba seguro y que tendría que emigrar a Estados Unidos para ser custodiado por el FBI. Al lado del cuerpo troceado de mi secretaria había aparecido una nota amenazante y concluyente: «Miserable maestro, tú serás el próximo en morir. Alargaré tu agonía y no tendré piedad. Dejarás este mundo de forma dolorosa y lenta. Mi venganza será terrible». Lo firmaba Jacinto Carballo Paradela. Llevo tres años de peregrinaje. He cambiado cuatro veces de domicilio. El asesino de las margaritas, el jefe supremo de un sindicato de sicarios, localiza mi paradero y envía escritos amenazantes. El último lo recibí hace una semana. Inmediatamente cambiamos de domicilio, huimos despavoridos. Todos me dicen que mi vida no corre peligro, que el mundo civilizado no consentirá que un Premio Nobel de Literatura sea asesinado por un sindicato de malhechores. Pero yo lo dudo. Qué saben ellos. Intuyo que mi final se acerca. El verdugo que me ejecute lo hará de forma cruel, moriré lentamente. El sicario hará un trabajo espléndido. Tal vez alguien grabe mis últimos momentos y los aterrados espectadores de televisión puedan asistir en el futuro a la ejecución sumarísima de un escritor corrupto. La muerte vendrá de la mano de cualquiera, del menos sospechoso: el agente del FBI, la cocinera que prepara los comistrajos de este pequeño ejército de guardaespaldas, un jardinero de apariencia inofensiva. Cualquiera puede ser el enviado, el asesino; cualquiera puede ser Jacinto Carballo Paradela.
[BREVIARIO] No hay peor oficio que el de bufón ni ocupación más desdichada que el de bufón de papas. J. de Candelucus, que naufragó seis veces y fue soldado de fortuna en las más sangrientas guerras civiles, que se ganó la vida como macho de toriles en la plaza de toros de Lima, que ejerció de macarra y vendedor de gomas en la Rambla de Barcelona e inventó el timo del violín, aseguraba, con toda solemnidad y poniéndose la mano en el pecho, que hacer reír a la gente de cogulla y contar historias a los cardenales de Venecia era tarea poco menos que imposible, pues las sutilezas del latín y los matices que aporta al lenguaje cotidiano el griego clásico secaban la fuente de la risa, que tan caudalosa es entre los simples, pues parece que la alegría se da con más facilidad entre los tontos de capirote que entre los sabios teólogos, ya que los alma de cántaros son más fáciles de conformar que los que hablan las lenguas muertas del otrora, pues a estos últimos el alma se les seca con la filosofía, se les anquilosan los músculos faciales y toda su figura —y aun el aura— se les vuelve triste y patética por las reflexiones matinales y las crueles dietas de la cuaresma. Entre los cardenales de la curia hay algunos que creen en Dios —pocos, según mi leal saber y entender— y otros que conservan una fe rutinaria y algo bobalicona que tiende al panteísmo. En El Vaticano, y como dijo el Guerra, «hay gente pa’ to’».
Don J. de Candelucus dejó escrito, y largamente explicado, lo mucho que tuvo que padecer para que Benedicto XVI esbozase al fin una sonrisa y las fatigas y trabajos a los que se vio sometido para que la curia celebrase sus ocurrencias y fuese aceptado como bufón de palacio. El camino largo y difícil mereció la pena por el resultado. El éxito fue posible, al parecer, gracias a los sucedidos, historias, cuchufletas, versículos, consejos, pensamientos, reflexiones y cuentecitos que escondía en sus entrañas el códice y que él, astutamente, contaba como si fuesen de su cosecha y las hubiese ideado después de estrujarse el magín como el que estruja un limón para obtener hasta la última gota de zumo. Fue un bufón al que salvó la bibliografía. El suyo, en cierto modo, fue un robo por amor a la literatura, fue un plagio absoluto que le situó en la vida y cimentó, con el paso de los años, la fama de su ingenio. Todavía hoy, cuando se sienta en el sillón de Pedro un argentino que ama el futbol y el tango, la curia le recuerda que de todos los bufones que tuvieron sus eminencias para su honesto divertimento, ninguno tuvo el ingenio y el donaire de J. de Candelucus. A su favor jugaban los miles, acaso los millones, de poseedores del breviario y el ingenio universal puesto a su servicio y plasmado en el libro. Dijo el bufón que Su Santidad le miró con curiosidad y le escuchó con atención el día que le contó, con palabras entrecortadas y el ánimo titubeante, la vida de Jesús según los santos apócrifos. Algo muy concreto y escandaloso dijo don J. que surtió un efecto inmediato. Fue como mentar la soga en casa del ahorcado. La treintena de purpurados que estaba presente enmudeció de pronto y Benedicto, estupefacto, le preguntó con cierto retintín y una amable sonrisa: «¿De dónde sacaste ese versículo infame, mentecato de mierda? ¿A quién le has oído esa barbaridad teológica?». Y para subrayar debidamente sus preguntas le propinó un fuerte puntapié en el trasero que le desplazó varios metros y aun le hizo levantar el vuelo con brevedad pero con cierta elegancia aerodinámica. Don J. de Candelucus, feliz y exultante por haber conseguido despertar la curiosidad de Su Santidad, que hasta aquel momento no le había prestado la mínima atención, siguió relatando las historias robadas y plagiando a los antiguos con absoluta desfachatez y poco a poco se labró una reputación entre las élites vaticanas y adquirió con el tiempo fama de teólogo heterodoxo y descreído, pues no en vano recibió ayuda de los ingenios más despiertos de la literatura universal. Los bufones de palacio que eran enanos deformes vestidos de monaguillos, tontos de baba, mentecatos que se peían sin pudor delante de los príncipes de la Iglesia que se reían con sus desvergüenzas, fueron desplazados de los salones principales y llevados a las caballerizas para deleitar a la soldadesca suiza. Don J. de Candelucus no era muy alto, era más bien bajito, extremadamente bajito sin llegar al enanismo; mediría algo así como un metro y cuarenta centímetros, calvo y gordo y de cabeza poderosa, algo chato y carirredondo y según es sabido él inauguró la moda de los bufones blasfemos que ha llegado a nuestros días; seres patéticos que con sus gorros de cascabeles dicen en voz alta lo que muchos piensan y que son ese resquicio de realidad que se cuela en catolicismo barroco de obispos y cardenales. Los bufones permiten que se remedie ese mal endémico que sufren las más altas jerarquías de la Iglesia. Los bufones blasfemos son un muro de contención que al tratar temas mundanos, corrientes, de la calle, permiten que los ancianos purpurados, que han perdido el sentido de la realidad, se enteren de lo que ocurre en el mundo, en las afueras, aunque sea de forma abrupta y algo grosera. La Iglesia es la multinacional más antigua del mundo y cuenta con gente capaz, con brillantes mentes y estrategas, con cargos intermedios que claman por la modernización de sus métodos pero, por un extraño sortilegio que tiene algo de mágico, a medida que suben un escalón en el organigrama del poder se vuelven más precavidos, antiguos, conservadores, cínicos, descreídos. Si los obispos ya dan estas muestras extrañas de adocenamiento, se agrava de forma alarmante en los arzobispos y se convierte en endémica en los cardenales. Ellos son el muro de contención que permite que, de puertas hacia afuera puedan convivir los sacerdotes liberales, modernos, avanzados y de las más extremas ideologías con curitas tradicionales que siguen consolando, gratis et amore a la feligresía de edad avanzada que todavía se acerca a los confesionarios para hablar mal de las vecinas o criticar con ferocidad a su nuera. En la tropa del catolicismo caben todos y todos actúan con libertad. Pero volvamos al asunto que nos ocupa y sigamos comentando las andanzas del bufón J. de Candelucus. Benedicto y sus sucesores le llamaron con el tiempo «mi dilecto amigo» y «preclaro pensador que bordea la herejía con elegancia y no cae nunca en la fosa séptica del mal gusto» y llegó a publicarse un librillo editado a expensas de unos oscuros discípulos del bufón, bajo el título de El Evangelio según Candelucus. Se rumoreó que había sido premiado con los honores primero de beato y luego de santo y aunque esos extremos no pudieron confirmarse nunca, circularon por aquel entonces unas estampitas donde se veía a un San J. en arrobada y recogida actitud mirando a las alturas.
Pero, al margen de estas disquisiciones sobre el misterioso bufón de papas, ¿qué se sabe del códice y de sus autores? ¿Qué podemos colegir sobre el periplo viajero del librito durante veinte siglos? Alguien escribió que Candelucus encontró el breviario en un cofrecillo de piel de vaca que, curiosamente, no figuraba en los inventarios vaticanos y, por las anotaciones marginales, adivinó que había pertenecido a uno de sus predecesores en el cargo; concretamente a don Sirico, el bufón albino de los Borgia y también a don Nonato, el enano limosnero y trapecista episcopal e, incluso, al obispo Severino, el prelado lucense que huyó con la papisa doña Flor y al ser aprehendido en las nieblas perpetuas de Mondoñedo, fue esclavizado en Roma y obligado a servir de bufón de cocina y cantor de coro, pues prudentemente le fueron podados sin miramiento sus atributos varoniles y su voz, a partir de entonces, se tornó lírica cual abrileño trino de jilguero. Miembro y testículos fueron conservados en alcohol pues llamó la atención de los galenos el tamaño, calificado por la curia de «poco usual que roza lo monstruoso» de las partes pudendas.
Parece ser que, paralelo a los hechos históricos, políticos y religiosos, transcurren otros caminos alternativos desde donde se otea lo que ocurre desde ángulos inéditos: la resurrección del difunto según Lázaro, la ejecución de Ana Bolena vista por su verdugo, el descubrimiento de América desde el punto de vista de los descubiertos y los pequeños dramas de la vida según el Papa de Roma, el que manda en la cristiandad y los mismo hechos interpretados con los ojos y entendederas del bufón de su santidad, o sea, lo que ocurre según el último mono del Vaticano. Aseguraba don J. que el breviario era copia de otro más antiguo que a su vez se basaba en uno de épocas remotas que tenía como embrión las anotaciones del esclavo Ildefonso, que había sido bufón de San Pablo y el que le pasaba a limpio las cartas que con pésima letra el Apóstol escribía a los corintios. Lo de bufón de Papas tiene sus antecedentes en el cargo de alegrador de sobremesas que tan gratos les resultaban a los doce apóstoles e, incluso, al propio Jesús de Nazaret, que gustaba desplazarse con un séquito de músicos, enanos, gigantes, cabezudos, recitadores, comedores de fuego, malabaristas y cómicos de la legua, inventores de historias y contadores de insensateces. Los doce apóstoles tenían siempre a su alrededor a sus bufones y Crispianillo, el bufón de Jesús, fue uno de los que asistió, el día de la Ascensión, a la marcha de la virgen María a los cielos y como no le dejaron montar en el artilugio volador pues su presencia, desgarrada y patética no le resultó grata al Arcángel San Gabriel que era el conductor, se quedó el hombre en tierra algo enfurruñado y solo a última hora dijo adiós a la comitiva con un pañuelo de encaje y esa tristeza mustia de los que quieren viajar y no pueden por falta de bienes de fortuna o medios de locomoción.
El breviario de falsedades que tan útil le fue en su trabajo a don J. de Candelucus fue de mano en mano durmiendo en arcones de gentes de letras, viajando en maletas de prelados ladrones y pasando temporadas con poetas y prosistas de distinta calaña y condición. Unos le añadían una historia y otros le robaron un soneto y el breviario engordaba o adelgazaba como si fuese de humana condición. Viajó el libro con don Cristóbal a bordo de la carabela Santa María y el italiano le añadió una historia de navegantes, donde el almirante de la mar océano mencionaba el estupor de los descubiertos y la codicia de los descubridores, que desembarcaron pidiendo a gritos agua y oro, mujeres y algo de comer pues la abstinencia sexual y las hambres prolongadas les habían dejado macilentos y algo modorros y hasta que no se recuperaron con orgias, banquetes y borracheras los navegantes no recuperaron su amable semblante y humor característico. Estuvo el librillo en Argel con mi señor don Miguel, que escribió un pensamiento amargo sobre la pérdida de la libertad y seis historias bellísimas y bien compuestas plasmó en sus páginas don Francisco de Quevedo un día que se encontraba de buen talante y el ánimo dispuesto. Aparece el libro en el retrato que Crespo hizo a don Lope de Vega y Carpio y figuró hasta su fallecimiento entre los libros de cabecera del glorioso autor teatral y lo lleva en la mano el personaje que abre la puerta del fondo en Las Meninas de Velázquez. El libro inició la vuelta al mundo con Magallanes y la culminó con el piloto vasco y después repitió la aventura hasta seis veces más, siempre por rutas distintas y con capitanes diferentes. Se sabe que fue de Lorca, que lo tuvo prestado Garcilaso, que Cela lo compró en una librería de lance y una asistenta infiel lo robó y malvendió en el rastro madrileño. Hay constancia escrita de que acompañó a Vargas Llosa y le dio buena suerte pues le hizo perder las elecciones y que, el día de su cumpleaños, García Márquez se lo prestó a Fidel, envuelto en papel de regalo, y el comandante lo traspapeló en el caos de su despacho cuartelero, en la revolución anárquica de su escritorio. ¿Dónde estará ahora el breviario de falsedades? ¿Quién acariciará sus páginas amarillentas? ¿Habrá engordado o habrá perdido historias y peso específico? Yo —lo confieso con toda humildad, santo padre— dediqué mi vida a la búsqueda y persecución del librito. Me hice viajero y navegante, bibliotecario y guía de caravanas, cazador blanco y tenedor de libros, regenté casas de lenocinio, profesé en el Cister, ejercí de poeta y fui criado de librea de la Casa de Alba para tener acceso a sus archivos y bibliotecas y más de un té con leche serví a doña Cayetana a las cinco en punto de la tarde. Quise recuperar el breviario para devolvérselo al Vaticano y ser —si la curia lo estimase conveniente— bufón de Su Santidad para haceros reír entre rezo y rezo, para vestir las calzas de colores brillantes y el gorrillo con cascabeles y aparecer, entre los purpurados de la ciudad eterna, como un vistoso monaguillo. Mil veces estuve a punto de conseguir el éxito y mil veces marré en el último momento. La suerte siempre estuvo a favor del libro y en mi contra. El breviario se me escurrió entre los dedos como un pez y solo, en contadas ocasiones, me dejaba en la piel algunas escamas como testimonio de su existencia. Conocí a libreros de ocasión que lo acababan de vender hacía apenas diez minutos y a gentes que recordaban haberlo poseído hacía más de cincuenta años. Anoté puntualmente las historias que vagamente recordaban sus lectores ocasionales y con paciencia y discreción recuperé los evangelios de los santos apócrifos, que tanto desasosiego causan a los integristas vaticanos. El breviario es códice al que hay que tratar con reverencia y exquisito respeto. Es libro que premia y castiga, que da buena fortuna o mala suerte. El poeta uruguayo Cristino Bermúdez no quiso aportar un soneto de su puño y letra y una alopecia pertinaz, repentina e irreversible le dejó la cabeza monda y lironda; don Camilo José Cela añadió un cuento al breviario y le fue concedido el Nobel de Literatura; Jacinto Carreño habló con poco respeto del códice —concretamente lo calificó de «superchería de mierda»— y perdió en el acto la fuerza sexual y Vuestra Santidad, sin ir más lejos, leyó el breviario con atención y buenas maneras y hoy se sienta, tan ricamente, en la silla gestatoria y se mueve por la Plaza de San Pedro con un vistoso papamóvil porque es, al fin, un Papa de Roma al que le gusta el futbol y los tangos del divino Discépolo. El breviario de falsedades es libro volandero que nunca deja de viajar. Sus propietarios pueden echar una ojeada al otro lado del misterio y jugar con los enigmas de la vida. Lo que allí se describe es posible que todo sea falsedad y mentira, desmesura y exceso de poeta ripioso, gracia de gañán, equilibrio circense, pirueta de trapecista, viento de pobre, aunque a veces Dios se espante de las verdades que gritan los bufones, los tontos de baba y los baldadiños que solo conocen el dolor y a Él, en esa soledad horrenda del más allá, se le pongan también los pelos de punta y en el cielo se haga un silencio como de media hora.
[EN PORTADA: Tristeza, de Annata (2018)]

José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.
Muy interesantes los relatos! En especial “REGRESO” y “ASESINO”.
Espero con muchas ganas su próximo número.
Muchas Gracias.