Crónica

Hernán Cortés o el regreso de Quetzalcóatl

Rebeca Garrido escribe sobre la identificación que los mexicas hicieron de los conquistadores españoles con los dioses y presagios de su religión.

/ por Rebeca Garrido /

Toda religión alcanza un punto en el que invención y realidad se entrelazan y dan origen a una creencia. Ocurrió con las grandes religiones abrahámicas (cristianismo, judaísmo e islam) o con la base de nuestra cultura grecolatina. Por ejemplo, el mito de Perséfone debió de coincidir con una época de hambruna, mientras que el diluvio universal aparece en prácticamente todas las culturas de Oriente Medio.

Pero no solo las religiones que han perdurado hasta nuestros días siguieron este camino. Los aztecas, al igual que los romanos siglos atrás, adoptaban las divinidades de los territorios conquistados y las amoldaban a su construcción mental. Desde Huitzilopochtli o Colibrí Zurdo, el único de origen azteca, pasando por Tláloc o Dios de la lluvia, hasta llegar a Tezcatlipoca, Señor de la Aurora, los dioses aztecas son incontables y de diversa naturaleza. Entre ellos, Quetzalcóatl o la Serpiente emplumada no era de los más adorados. Sin embargo, y siguiendo la misma senda que habían recorrido otras sociedades, hubo un momento en el que su nombre se vinculó a un personaje real, Topiltzín, el rey y fundador de Tula. Este, continuando con la tradición que guiaba el pensamiento de los autóctonos, añadió el nombre de un dios al suyo propio, dando origen de este modo a una confusión que continuaría siglos después. Topiltzín, entre otras cosas, estaba en contra de los sacrificios humanos y, tras un enfrentamiento religioso entre los partidarios de Tezcatlipoca y Quetzalcóatl, abandonó la ciudad que había erigido y marchó al sur. La fantasía tiñe los relatos de su huida y posterior muerte aunque, según la mayoría, antes de partir definitivamente envió a cuatro hombres a Cholula con una promesa: la de regresar por el lugar por donde se ponía en sol y recuperar su imperio.

Busto de Quetzalcóatl en Teotihuacán

El mito y su poder

En La conquista de América: el problema del otro escribe Todorov: «La renuncia al lenguaje es la confesión de un fracaso». Los aztecas, con la llegada de los españoles, se quedaron mudos y espantados, renunciando de este modo a la palabra. Y esta incomunicación no solo tuvo efectos en su relación interna, pues también afectó a su vínculo con otros pueblos. 

Antes incluso de que los españoles escuchasen hablar por primera vez de Moctezuma en Cempoala, los aztecas ya habían observado desde la distancia a los intrusos, unos seres que no se parecían en nada a otras tribus con las que antes hubiesen peleado. Había comenzado un debate en Tenochtitlán que no terminaría hasta la Matanza del Templo Mayor en mayo de 1520. La gran pregunta que se propagaba y se hacían sacerdotes y nobleza tenía que ver con la supuesta divinidad de los recién llegados. Por un lado, los más jóvenes eran partidarios de su humanidad y, por ende, su mortalidad. En el lado contrario, Moctezuma, el tlatoani o Aquel que posee la palabra, prefería llevar a cabo una política de espera, una decisión que acabaría condenando a los aztecas a la destrucción y la renuncia. Pero ¿de dónde surgía la confusión y el miedo?

Fray Bernardino de Sahagún, en el Códice florentino, nos relata a través de sus informantes indígenas los presagios que habían comenzado años antes de la llegada de los españoles: lenguas de fuego en el cielo, incendios en el templo de Huitzilopochtli o la aparición de un cometa de tres colas, entre otros. De igual modo, los magos de Nezahualpilli habían anunciado la caída del Imperio en 1509. Por lo tanto, antes incluso de su encuentro, los aztecas más supersticiosos se encontraban en un estado de paranoia y angustia, pues todo parecía indicar su inminente destrucción.

A estos presagios se unió la aparente coincidencia entre los recién llegados y las representaciones pictóricas y orales de los dioses. Los conquistadores desembarcaron en el punto exacto en el que Quetzalcóatl-Topiltzín juró regresar. No bajaron de canoas sencillas ni de pequeñas embarcaciones, sino de grandes armatostes que los indios confundieron con montañas flotantes. Mientras que Tezcatlipoca había sido inmortalizado con tez oscura, Quetzalcóatl poseía la tez clara, al igual que Cortés, quien, además, lucía el mismo sombrero con el que era representado el dios. En Colhúa, un cacique local se había quedado petrificado ante la similitud del casco de un soldado español y el de Huitzilopochtli, dando de este modo por sentado que era un emisario del mismísimo dios.

Los totonacas, sin que los españoles lo supieran, habían enviado retratos de sus rostros y cuerpos, sus caballos y sus perros a Tenochtitlán. Mientras los conquistadores avanzaban sin saber todavía muy bien hacia dónde, Moctezuma se reunió durante días con sus sacerdotes y pintores, buscando alguna representación anterior que pudiese dar explicación a este suceso, porque, como señala Todorov, «a este mundo vuelto hacia el pasado, dominado por la tradición, llega la conquista: un acontecimiento absolutamente imprevisible».

El encuentro y la realidad

El Códice florentino retrata el pavor de Moctezuma de la siguiente manera: «Dad orden: que haya vigilancia por todas partes en la orilla del agua […] En donde ellos vienen a salir». Además de ser el máximo representante del Imperio, Moctezuma era también el sumo sacerdote. Todos los testimonios concuerdan al describir a Moctezuma como un hombre profundamente religioso y conocedor, por lo tanto, de la tradición de su pueblo. Los historiadores siguen debatiendo si Moctezuma y sus hombres confundieron a Cortés con Quetzalcóatl o no. Debido a la escasez de fuentes, es arriesgado tomar partido. Lo que sí parece confirmarse consultando las crónicas es la estupefacción en la que se encontraba parte de la sociedad azteca.

Precisamente por ello, el Emperador ordenó a sus espías que siguiesen a los españoles a lo largo de su recorrido. Sin embargo, el tlatoani quería saber y no saber, poseer la información para poder hacer uso de ella, pero no conocerla para no titubear. Castigaba a los mensajeros que transmitían noticias desfavorables —como la salida airosa del ejército español ante varias emboscadas— y encerraba a los sacerdotes que confirmaban sus peores presagios. Conocía todo acerca de los españoles antes incluso de que ellos escuchasen su nombre.

Pero el encuentro, tarde o temprano, tendría lugar. Fueron los totonacas los que primero informaron a Cortés sobre Moctezuma y Tenochtitlán. Y, a partir de ese momento, Cortés buscó, a diferencia de su homólogo, una comunicación directa. Por ello, una de sus primeras decisiones fue la de encontrar un intérprete —primero Jerónimo de Aguilar y más tarde la famosa Doña Marina o Malinche— porque este sabía que «la comunicación es poder» y que quien la poseyera, poseería el control del Imperio.

En Cempoala, Cortés jugó su primera carta. Tras apresar a unos recaudadores enviados por Moctezuma, los liberó en secreto y envió un mensaje a Moctezuma. A la mañana siguiente, cuando los totonacas comprobaron que los mensajeros se habían escapado e iban a informar a su tlatoani, buscaron la protección de Cortés y le juraron lealtad. Por lo tanto, a la incomprensión inicial se unió la incomprensión motivada por el comportamiento de los españoles. ¿Qué eran estos, aliados o enemigos?

A este interrogante se añadía otro más profundo. Si eran dioses, ¿por qué no se comportaban como tales? Según la mitología azteca, los dioses se alimentaban de corazones humanos y, sin embargo, cuando se los ofrecieron a los españoles, les causaron un terrible rechazo. Según confesaría a Carlos V por carta el propio Cortés, cuando los totonacas se sinceraron con los españoles y relataron su enemistad con los aztecas, él habría de recordar aquella cita del Evangelio que enuncia: Omne regnum in se ipsum divisum desolivatur, o lo que es lo mismo: «Todo reino dividido contra sí mismo será destruido».

Recreación de la batalla de Otumba, por Augusto Ferrer-Dalmau

Cortés y el manejo de la comunicación

Una vez conocida la tradición azteca, Cortés aprovechó lo que era una debilidad, pues él, a diferencia de sus rivales, no se hallaba estupefacto por los acontecimientos. En la batalla de Cintla los cañones fueron disparados y los caballos (centauros, según Díaz) portaban cascabeles. Cuando los mensajeros iban a negociar, las yeguas en celo eran colocadas en puntos estratégicos para no ser vistas y los caballos enloquecían. En líneas generales, se trataba de monopolizar la información, de controlar la percepción del otro, de mantener la farsa todo lo posible. Así, cuando a Moctezuma sus espías le describían los sucesos y le informaban de que los extranjeros estaban deseando conocerle, Sahagúnasegura que «se le encogió el corazón y se llenó de miedo».

Al manejo de la información se unión la suerte o la casualidad. En Cholula, los españoles se libraron de ser asesinados gracias a una mujer que le confió el secreto de una emboscada a la Malinche. De camino a Tenochtitlán, Gómara cuenta que Diego de Ordaz subió a lo alto del volcán de Popocatépetl para vislumbrar la ciudad. Cuando bajaban, comenzó una erupción volcánica y, al unirse al resto del grupo, «los indios les rodearon en masa y los miraban de hito en hito, besando sus ropas como si fueran seres milagrosos, o dioses».

De este modo, mientras Moctezuma estaba absorto, encerrado con sus sacerdotes, debatiendo el origen de aquellos hombres que bien podían ser enviados de los dioses, Cortés llevaba a cabo toda una red de espionaje por los pueblos que serían sus grandes aliados y lo ayudarían a derrotar a los aztecas, especialmente los tlaxcaltecas. Porque al ser incapaz de afrontar la novedad de los hechos, la irrupción de un orden diferente al ya establecido, la civilización azteca sentenció su condena. Y cuando los jóvenes Cuitláhuac y Cuauhtémoc, que siempre habían defendido el peligro que suponían los españoles, tomaron el control de Tenochtitlán, ya era tarde. La chispa que encendería la rebelión de otros pueblos contra los mexicas había surgido y nada ni nadie habría podido impedir la devastación que se aproximaba. La suerte había sido echada.


Fuentes bibliográficas

Díaz del Castillo, B. (2014): Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, vol. 1, Barcelona: Linkgua.

Todorov, T. (2010): La conquista de América: el problema del otro, Madrid: Siglo XXI.

Manchip White, J. (1974): Hernán Cortés. Barcelona: Grijalbo.


Rebeca Garrido (Orgaz, 1993) es graduada en periodismo por la Universidad Complutense y estudiante de filología hispánica por la Universidad Nacional de Educación a Distancia. En el año 2017 se trasladó a Venecia para cursar un año en la Università Ca’Foscari con una beca Erasmus. A caballo entre Madrid y Orgaz, reside en su pueblo toledano. Ha colaborado con diversos medios (ABC, Pinneal Magazine, El ático de los gatos), así como en la antología De viva voz: Antología del Grupo Poético los Bardos. Tiene una página web y un canal de Youtube dedicado a la difusión cultural e histórica.

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