/ por Tomás Sánchez Santiago / fotografías de Encarna Mozas /

Albores de septiembre: te rozan frutas húmedas y una danza de relámpagos sobresalta las ventanas con chasquidos imprudentes. Siempre me conmueve la ganancia que este mes se trae entre las manos.
«No se pueden andar dos caminos». Oigo esa frase suelta en la calle. La dice una mujer que habla por teléfono. Sus palabras están llenas de convicción, de la rotundidad de las pedradas y de las sentencias inapelables, emitidas como disparos secos. No, no se pueden andar dos caminos; no se pueden vivir a la vez dos vidas. Lección y aviso. Pero el corazón no lo sabe, está en otro lugar y no escucha nunca esa advertencia sensata. Y embiste con su ímpetu, no entiende de pactos con la nieve. Él lo quiere todo; quiere guardarlo bajo la cáscara ardiente de los deseos, allá donde no caben las palabras que antes de hacerse hollín predican lo correcto.
Cruzamos el parque al anochecer. Las luces discretas de las farolas lo hacen todo un tanto espectral en esta primera penumbra y dan ganas de ir a tientas, con las manos por delante como para sobar la oscuridad. Pero lo insólito es eso otro: el piar ya enloquecido de los pájaros, invisibles y altos en los enramados de los árboles; una convocatoria que se mantendrá unos meses así, desafiando el progresivo deterioro de la luz como si ese escándalo numeroso quisiera sustituirla. Donde no llega el ojo llega el oído, parece significar este bullicio desconcertado a favor de la vida.
Siempre me ocurre igual: cuando voy a abrir un envase no sé por dónde y encuentro eso de «ABRE FÁCIL» para hacerlo, me echo a temblar. Es leerlo y ya inevitablemente sé que voy a hacer cirugía bruta. Entonces salgo en busca de unas tijeras para cortar por lo sano. A veces, lo logro.

Psicología culinaria: la zanahoria, tan dura ella, se reblandece al pasar por el agua hirviendo. En cambio, el huevo, tan frágil antes en su cascarón, sale endurecido; me recuerda el carácter de esas personas aparentemente vulnerables pero que atraviesan una experiencia dura y salen reforzadas e ilesas. Lo que nadie esperaba de ellos (como aquel maestro que interpretaba Charles Laughton en Esta tierra es mía). Personas-zanahoria y personas-huevo. Podría ser una manera más de distinguirnos unos de otros en este festival de tropezones que es la vida.
Para saber si iba a llover, antes se levantaba la cabeza al cielo; ahora se baja y se consulta el móvil. Antes se buscaban signos; ahora, estadísticas.

En la exposición de Tomás Salvador en Zamora está esta pieza: «El poema / Atrapar lo invisible / Y contarlo». Es uno de esos collages a base de titulares de prensa, esas audaces usurpaciones de Tomás. Tú te plantas ante ella un buen rato. Son solo unas cuantas palabras desmigadas, como un puñado de arena tirado entre los ojos. Pero ahí queda, resplandeciendo, esa propuesta casi ingrávida que responde a lo que tantas veces unos y otros nos hemos preguntado.
Se me hace saber la importancia de la ley física del rozamiento para colocar el rollo de papel higiénico correctamente en la pared del baño. Jamás había sospechado que hacerlo era una operación científica. Me pondré bata blanca la próxima vez.
De repente, un fuerte golpe de aire revuelve las hojas caídas de las acacias y las arrastra violentamente calle abajo. Van así, en extraña formación, moviéndose solas y con el siseo de un frotamiento, formando bajo la luz de las farolas un río amarillo y espectral de monedas nerviosas. La imagen tiene algo de García Márquez: un manto de oro avanzando vertiginosamente en la noche por las calles de una ciudad. Es la primera manifestación, imprevista y fantástica, de las llagas abiertas del otoño.
He perdido las llaves de casa por primera vez en mi vida. El chasco al llegar al portal y no poder abrir. La desazón de la memoria para saber exactamente dónde he estado. El escrupuloso recorrido deshaciendo el camino, escrutando cuidadosamente el suelo como un agrimensor concienzudo o un buscador de setas de asfalto. Las preguntas inútiles en las tiendas donde estuve. Incluso la visita, horas después, a dependencias policiales. Pero las llaves no han aparecido y me embarga una sensación híbrida, entre desprotegido y humillado. Quedarse sin llaves. Entregar las últimas armas. Dejar la casa abierta y a la vista de todos. Uno pierde entonces la condición de amo (amo de llaves, diría Ullán) y se pregunta, mientras maldice por lo bajo, dónde estarán ahora esos pequeños objetos de los que depende la frontera entre lo público y lo privado, entre el dominio y la vulnerabilidad. Como el bañista a quien a escondidas le roban la ropa y debe regresar desnudo a casa. Así me sentí.
Fábula del hipocondríaco: Cada vez que debía plantarse en casa ante un espejo se ponía la mascarilla. Tenía miedo a contagiarse de sí mismo.

Una pluma metida en el agua. Emblema de lo inoperante. Silencio total. Se han disuelto todos los abecedarios. Uno trata de escribir y no sale nada, como ocurre en esos sueños atascados que nunca avanzan. Sales de caza y vuelves de vacío. Escritura mojada. Ahora es así.
Nuestros objetos nos vigilan. Los teléfonos móviles conocen las noticias que nos interesan saber y se adelantan por su cuenta a las palabras que vamos a usar en el wassap, los relojes nos informan de la cantidad de pasos que hemos dado en el día y del número de latidos de nuestro corazón, los ordenadores saben de nuestros gustos y nuestras preferencias comerciales. Nuestra voluntad está prefabricada. Nuestra conducta es perseguida por presencias que nos sobrepasan y no conocemos. El algoritmo, manejado con hilos invisibles desde un exterior ignoto, ha sustituido con su lógica ciega al entramado sutil de nuestra zozobrante conciencia. Esos objetos son los dioses que nos modelan. Saben de nosotros más que nosotros mismos.
Estamos en la terraza de una cafetería. La joven camarera que nos sirve vuelca sin querer el café con leche en mis pantalones. De inmediato se azora mucho y trata de remediarlo con palabras nerviosas. «No se preocupe; yo se lo llevo al tinte y se lo pago». Le pregunto divertido si me está proponiendo que me lo quite y solo logro que aún se ponga más tensa. Creo que tiene miedo de que me enfade. Lo cierto es que me ha puesto perdido y dentro de dos horas yo debo intervenir en un acto público. Entonces la muchacha se va apresuradamente. Pero enseguida vuelve con una bayeta caliente y empieza a refregarme con dedicación extrema las manchas. «Eres María Magdalena asistiendo a Nuestro Señor Jesucristo», le digo mientras la veo afanando así agachada. Fernando y Jordi se ríen. Y creo que al final la muchacha también. Y yo.

Tentado por el crecimiento, el tomate no cabe en sí mismo y muestra sus nudillos crispados, a punto de elevarse como una imprecación para llegar a ser otra cosa. Gracia y exceso en esos muñones de carne apretada. Y luego, esas escaras verdosas como hematomas menudos. El tomate, su morfología atormentada como un polígono dibujado a ciegas por la mano traviesa de la naturaleza.
SITIOS DE SEPTIEMBRE DONDE CABE UN CORAZÓN
En las esquinas rotas de las uñas.
En las pequeñas dunas que hacen los pliegues
de las orejas.
En el filo de las monedas despreciadas en los mostradores.
En el ojo solar de los imperdibles
y en el último sorbo de mi copa de vino.
Entre las lágrimas de los desposeídos de Lesbos
y estirado sobre la lengua inapropiada de los niños.
Bajo las minas de lapiceros que no saben de números
y escondido en la piel de las frutas que aún brillan.
En todo cabe él. Ahí lo veo
con su voz de plata y la seda sin frío de su nombre.
Ni siquiera la nieve será tan menuda
cuando caiga con su sigilo blanco
sobre todas las cabezas del invierno.

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
Buena la observación de “Nuestros objetos nos vigilan” Prosa despojada de artificios, mirada clara. Gracias!