Narrativa

‘Una obra maestra’, de Charles Willeford

Ramón García reseña 'Una obra maestra', de Charles Willeford, un libro indispensable en la historia de la novela negra, recién reeditado por RBA.

/ por Ramón García /

Cuando en 1971 Charles Willeford publicó Una obra maestra, el siglo XX entraba en fase de contemplar, desde una cierta distancia, los desgarros que habían marcado la primera mitad del siglo. Habían sido años convulsos, y habían arrastrado febriles evoluciones en el arte y la literatura. Iniciado el último tercio de la centuria, se abría espacio para indagar en el sentido de esas variaciones. El siglo XX había revolucionado el concepto mismo de representación en el arte, divorciándolo de una representación mimética de la realidad. La novela se había abierto a nuevos géneros. Desde que en 1929 Dashiell Hammett publicase Cosecha roja, la novela negra planteaba otro tipo de aproximación a la realidad. En la convergencia de caminos que se bifurcaban tanto en el arte como en la narrativa se sitúa esta novela de Willeford.

Basta escuchar en los párrafos iniciales la presentación del narrador protagonista, un ambicioso crítico de arte, para que su apellido, James Figueras, devuelva un eco de Dalí y abra un primer círculo concéntrico de correlaciones, en busca del profuso barroquismo de Florida, con sus temperaturas casi tropicales, la incitación a los sentidos, una policromía de pavo real. Figueras es portorriqueño, un hombre portentosamente erudito, dueño de una exquisitez personal que se filtra por todos los rincones del texto: marcas de tabaco, modos de preparar un cóctel, formas de mirar un cuadro, también modos de robarlo y de cometer un crimen. Delimita con trazos rápidos el contexto: el mundo de la crítica de arte se limita a apenas un centenar de personas; es un mundo de gozos que hay que saber comprender, analizar y expresar, pero también un mundo de sombras, intrigas y ambiciones que enmarcan el sentido y la psicología de sus actos. Desde su universo exquisito y con su prosa depurada nos presenta a los demás personajes, no menos atrayentes, captados con no menor exquisitez.

El primero es Deberieu: aún vivo y sin embargo casi olvidado, una leyenda de la pintura del siglo, ligado en su juventud a los momentos decisivos del arte en el París de las vanguardias, un surrealista anarquista. En algún momento abandonó la escena, se tornó un fantasma, alguien que vive en la historia de la pintura tanto como en la realidad del mundo presente. Por su ubicación en el tiempo y el espacio, engarza de algún modo a Marcel Duchamp con Georgia O’Keefe o con Mark Rothko. Vive exiliado en algún lugar de Florida, lejos del mundo. Hace mucho tiempo que no exhibe, y la parte desconocida de su obra es casi tan legendaria como la conocida. Pocos le conocen mejor que James Figueras, pocos desean conocerle un poco mejor y obtener partido de ese conocimiento, mediante un ensayo, por ejemplo, o una ponencia única sobre el último Deberieu; nadie está mejor cualificado para ejecutar el encargo de un rico coleccionista: incorporar una obra de Deberieu a su colección, aun robándola si es preciso. No falta en la novela una rubia despampanante, descrita con minuciosa, delicada pero también torrencial sensualidad por Figueras: es su novia, y pronto será también algo más.

Si fuera posible concebir una novela negra como una tela en la que se van sucediendo y concatenando diversas estéticas del siglo (el dadaísmo, el cubismo, el surrealismo…), podríamos hacernos una idea del desafío al que se enfrenta Charles Willeford: imbricarlas todas en un manual sobre la historia de la pintura contemporánea a través de las derivas a las que da lugar su planteamiento inicial. Sale airoso porque Una obra maestra es una lúcida reflexión sobre el arte, y también una excelente novela en los orígenes del neonoir; novela negra que reflexiona sobre sí misma y sobre las fronteras del género, tamizada por las aportaciones e influencias reconocibles de un Jim Thompson y, según Willeford, también la primera Patricia Highsmith. La adaptación fílmica de Un largo adiós, el clásico de Raymond Chandler, por Robert Altman, en el mismo año de publicación de la novela, es paradigmática de lo que suponía esa renovación del género. Situar al Marlowe de los años cincuenta en los años setenta era contemplar el abismo que mediaba entre dos décadas. Altman forzaba a Elliot Gould contra todas las fronteras y todos los clichés del género. Más allá de que fuera o no una película fallida, permitía entender hasta qué punto era necesario inventar nuevas formas. El título original (al que la traducción rinde escaso favor) The burnt-orange heresy («La herejía de naranja tostado») traduce mejor la vocación de originalidad: conferir un nuevo color para un género. Encontraron esas fórmulas, por otras vías, autores como James Crumley o Robert L. Burke. Pero Willeford es el más lapidario. Se acerca al Nathanael West de Miss Lonelyhearts, con cuyo El día de la langosta empareja otra de las novelas emblemáticas de Willeford: Cockfighter (publicada en Sajalín bajo el título Gallo de pelea), llevada al cine por Monte Hellman en 1974, con Warren Oates como protagonista. A partir de 1984, con la publicación de Miami Blues, la primera de una serie de novelas protagonizadas por Hank Moseley, Willeford se consolidaría como un clásico del género.

Pero en Una obra maestra, como en una tela cubista, es posible visualizar los diferentes elementos que se suceden desde el momento del robo: la huida nocturna a través de Georgia, la necesidad febril de Figueras de encontrar un hotel donde escribir un artículo único y consagratorio para una revista de arte de gran prestigio, la de pintar en mitad del camino un cuadro que reproduzca la obra de Deberieu y permita atender el encargo, la necesidad de eliminar a la persona que es testigo de todas las mentiras que Figueras va tejiendo. Hay un crimen atroz. Y una mente capaz de falsificar todos los hechos. En la descripción de todo este proceso, Willeford va de la mano y no desmerece de los mejores momentos de Nabokov.

La obra abre vetas nuevas. Se articula como metaliteratura de hondo calado. Y si en la novela negra es habitual cerrar con un orden reestablecido, Una obra maestra se cierra con una elegante invitación al desorden. Después de haber cometido un crimen casi perfecto, Figueras decide entregarse por razones que juegan tanto con la estética como con la moral, atrapado en el callejón sin salida de sus propias contradicciones, la lógica abstrusa pero implacable del pequeño universo de la crítica de arte y sus coordenadas. Es un hermoso y elegante final.

Uno de los últimos editores de Charles Willeford en Estados Unidos, Dennis McMillan, rescató a finales de los años noventa del pasado siglo los principales ensayos de Willeford: desde su tesis doctoral, El hombre inmovilizado en la ficción contemporánea, hasta La escritura y otros deportes sangrientos. También algunas de sus novelas, como el violento, existencial y metafísico western El hombre de Sonora. Para McMillan, que considera Una obra maestra la obra maestra de Willeford, se trata de una diatriba sin concesiones de todo cuanto rodea al mundo del arte, pero también un argumento para la necesidad del mismo. Charles Willeford es en cualquier caso uno de los autores más envolventes de todo un género. Nacido en 1919, tuvo la vida de un hijo de la Gran Depresión. Ejerció todo tipo de profesiones: desde boxeador hasta herrero. Pudo costearse sus estudios universitarios después de largas experiencias en el ejército. Acompañó al tercer ejército de Patton a través de Europa y obtuvo la medalla del mérito al valor por su participación en la batalla del Bulge. Hacia 1957 estudió y se consagró durante algún tiempo a la pintura. De esa experiencia nace tal vez esta novela, su obra señera. No conviene dejarla de lado. Junto a los clásicos ya conocidos de Chandler, es una de las secretas obras maestras e indispensables en la historia de la novela negra.

[EN PORTADA: Charles Willeford, fotografiado por David Poller]


Una obra maestra
Charles Willeford
RBA, 2020
208 páginas
19€

Ramón García es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Oviedo. Empezó a traducir muy joven a Camus, Poe o Dylan Thomas, entre otros y alternó una tesina sobre Carmen Laforet con la traducción de la primera novela de Lawrence Durrell. Entre 1989 y 1990 fungió como traductor de la Comisión Europea y seguidamente cursó un máster de guion cinematográfico bajo la dirección de José Luis Borau en la Universidad Autonóma en 1993, antes de unirse como traductor al Ministerio del Interior en 1994. A partir de esa fecha cursó también periodismo y en los albores del milenio siguió un master en edición por la Universidad Brookes, con sede en Madrid. A partir de 2001, ha publicado traducciones con regularidad, en especial para la editorial Turner, en la que contribuyó a poner en marcha los primeros volúmenes de la colección Noema. Ha colaborado como corresponsal cultural para los diarios O Expresso de Lisboa y The European, además de participar en la creación de dos revistas literarias a finales de los noventa: Calviva y Terra Incógnita. Entre sus autores traducidos figuran Jonathan Coe, John Luckacs, Alexander Nehamas, James McClure y Jacques Berndorf; y ha escrito sobre autores como James Crumley, William McIlvanney o Van de Wetering. Desde 2004 trabaja para el Centro de Traducción de la Unión Europea e intenta compaginar su interés por las lenguas y por la traducción con toda la actividad cultural que puede absorber.

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