Narrativa

Jack London: cabalgando la vida

Eduardo García escribe sobre Jack London, de quien escribe que «volver a leerlo siendo ya un lector maduro ofrece nuevas y poderosas iridiscencias, como cuando cogemos una piedra preciosa entre los dedos y al rotarla apreciamos múltiples matices de belleza».

/ por Eduardo García /

De niño, cuando llamaban a la puerta de casa y mi madre decía que era un mendigo o un pobre, no podía evitar cierta curiosidad. Ella le ofrecía un bocadillo y algo más de comida mientras su rostro cambiaba hacia una expresión triste. Percibía la situación como un tanto incómoda y me sentía conmovido, pues imaginaba que yo mismo podría correr la misma suerte y estar en un futuro próximo mendigando alimento por las casas. Creo que con estas primeras experiencias, tan cotidianas, se forjó mi sensibilidad hacia los desfavorecidos.

Durante el pasado confinamiento seleccionaba bastante las lecturas y recordé un libro de Jack London (1876-1916) que había comprado hacía bastante tiempo. Se titula En ruta (Marbot, 2009) y narra su recorrido en tren por los Estados Unidos como mendigo. Lo verdaderamente curioso es cómo muestra los ardides de los que se vale para obtener alimento. Este teñido de la filosofía básica de Jack London frente a las injusticias y los desfavorecidos y, además, contiene fotos del propio autor, que van salpicando el texto y dotándolo de un valor añadido. Es todo un tratado de supervivencia en el entorno de las vías férreas allá por 1892, con una gran carga de profundidad sobre los más desfavorecidos de la sociedad. Llaga a decir: «El pobre es el único que es caritativo: no da ni se guarda nada de lo que le sobra; no le sobra nada; da sin guardase nunca nada. Darle un hueso a un perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando estás tan hambriento como él».

Asevera London que el éxito del mendigo depende de su capacidad para contar una buena historia. Antes que nada, en el primer instante, debe «tomarle la medida» a su víctima. Después de eso, debe contar una historia que apele a la peculiar personalidad y temperamento de esa víctima en particular. Y ahí reside la mayor dificultad: en el instante mismo en que le está tomando la medida debe empezar a contar su historia. En un golpe de inspiración, debe adivinar la naturaleza de la víctima y concebir una historia que pueda conmoverle. Incluso llega a manifestar que el vagabundo que triunfa debe ser un artista. Aquí probablemente nació una parte del germen de su escritura, puesto que llega a decir: «A menudo he pensado que este entrenamiento de mis días de vagabundo [conviene señalar que tenía sólo dieciséis años cuando vagabundeaba] se debe buena parte de mi éxito como escritor de relatos».

Jack London

A lo largo del texto, London va mostrando con gran detalle las diferentes formas y habilidades para conseguir subirse a un tren cuando comienza su marcha. A medida que yo me adentraba en la lectura, la imagen que, a modo de metáfora, mejor captaba, me parecía, la vida de este gran escritor y aventurero impenitente, era que, según donde se ubicase en el vagón, así era su forma de vida. Por ejemplo, cuando viajaba sobre el techo del vagón plasmaba sus viajes al Yukón en la búsqueda del oro, actividad que casi le cuesta la vida y que también reflejó en un relato dentro del libro Los vagabundos, titulado «Como Argos en los tiempos heroicos» y donde se describe la fiebre del oro que posee a un anciano en el que nadie confía y que sin embargo consigue salirse con la suya. Pero esa imagen de un joven de dieciséis años sobre el techo también puede evocarme esos viajes por el océano Pacífico, huyendo de si mismo y que a su vez también reflejó en los Relatos de los Mares del Sur. Cuando estaba dentro del vagón, no viajaba como su coetáneo Mark Twain, en un asiento cómodo y manteniendo una charla amigable de la que posteriormente luego sacaría un relato humorístico, sino más bien encerrado en el vagón sin ser visto, y esta escena me lleva hacia la etapa en que trabajó de forma miserable en una fábrica de yute. La situación intermedia, cuando está entre dos vagones, es el periodo de su vida en que no se decidía entre asentarse y ser un escritor, o seguir con trabajos mal pagados. Y por último, el viajar bajo el tren, en la parte que llaman bogie, estirado y con el riesgo que eso supone entre la barra del freno y del suelo, es la imagen que mejor encaja con su etapa de vagabundo, a un palmo de caer en el abismo que tanto temía London y sintiendo el vértigo de no ser descubierto por ningún guardafrenos o sheriff. El tren como metáfora de una vida que vas haciendo en la medida en la que escoges dónde te sitúas, pero siempre con el riesgo que supone el no comprar jamás billete. Así hasta que lo pillan, y da con sus jóvenes huesos en la cárcel de Niagara Falls. Esta experiencia lo hará cambiar para siempre. La violencia de la penitenciaría, así como la vida de los reclusos en la cárcel, está descrita con unos detalles que pone los pelos de punta. Llega a decir: «Cuando uno se encuentra sobre las llamas del infierno no puede escoger su camino a voluntad, y esa era mi situación en la penitenciaría».  Esta experiencia de tres meses en la cárcel incluso le sirvió como fuente de inspiración para su última novela El vagabundo de las estrellas (1915) de la que hablaré más adelante.

Parece que Jack London se hizo vagabundo para aprender sociología, pero más bien —y lo deja bien claro en el libro— «porque estaba pletórico de vida, porque corría por mis venas el deseo de salir al mundo y ese deseo no me dejaba reposar». Así de contundente se muestra. Se echó a la ruta porque estaba hecho de una pasta que no le permitía trabajar toda su vida sin cambiar de oficio.

En este autor lo vivido y lo narrado se encuentran tan sumamente entrelazados que de ello emana una auténtica fuerza telúrica, tan grande que hace que generaciones de jóvenes lectores queden cautivados por su narrativa. Sin embargo, creo que volver a leerlo siendo ya un lector maduro ofrece nuevas y poderosas iridiscencias, como cuando cogemos una piedra preciosa entre los dedos y al rotarla apreciamos múltiples matices de belleza, pero una belleza salvaje que nos conmueve y a la vez cautiva. Como un libro te lleva a otro, me adentré en uno cuyo título sólo podía ser Los vagabundos y otros cuentos, un ejemplar que había comprado de adolescente en la colección grandes genios de la literatura universal. Son seis relatos un poco extensos y de gran calidad literaria. El más original «El ídolo rojo», me recordó al leerlo la película de ciencia-ficción Esfera (1998). Da la extraña sensación de que se basaron en este relato.  

El relato «Hawaiana» narra el despertar del primer amor en el trópico entre la hija de un embajador y un nativo, desde el punto de vista del chico. La prosa poética que maneja es sublime en determinados párrafos; está escrito en un verdadero estado de gracia. Como London dice, «los trópicos destilaron en su sangre la savia vitalizadora del clima, iluminándola con el fuego de la energía, del color y de la luz». El resto de los relatos mantiene un gran nivel, pero no me detendré en desvelar de qué tratan, querido lector: sólo quisiera repetir que acercarse treinta años después de la primera lectura suscita un placer renovado.

Llegados a este punto y con la curiosidad prendida en los dedos, no pude más que rendirme ante una biografía de un tal Alex Kershaw, publicada en la editorial La Liebre de Marzo (2000) y que lleva por título Vida de Jack London: un soñador americano. Una biografía magníficamente editada, que cuenta con dos mapas: uno, «El viaje del Snark», que representa todo el viaje que realizó por el océano Pacífico; y el otro, «El Klondike», sobre Alaska. Las fotos que recoge el libro abarcan desde una primera cuando el autor tenía diez años. en compañía de su perro, hasta las de 1915 en Honolulu cuando ya se encontraba enfermo. Esta obra se lee con tanto placer y emoción como las propias novelas de London, pues contiene todos sus ingredientes: la aventura, el amor apasionado, el idealismo, la revolución y también, como no, el hombre enfrentado a la naturaleza en su estado más puro y salvaje. Abarca desde sus viajes a las islas paradisíacas de los Mares del Sur hasta la gélida Alaska, describiendo toda la peripecia vital de un corresponsal de guerra en Asia, así  como cronista de la revolución mexicana, pasando por cabecilla de una marcha de desheredados —que recuerda a una película del oeste—, además de su etapa de mendigo y llegando a ser millonario, atleta y alcohólico, ballenero y pionero del cultivo ecológico. Una vida corta, intensísima y tormentosa que semejaba un volcán, y de la que aquí se dan las claves del contexto histórico para una mayor comprensión de uno de los más grandes creadores de relatos de Norteamérica.

Continuando el deambular por su prosa, atraqué en su última obra: El vagabundo de las estrellas. Había leído críticas en contra de este libro en Internet, así como otras bastante favorables. El arranque de la novela promete, y según avanza la narración, no decae su pulso en sus más de 400 páginas. El protagonista principal, Darrel Standing, convicto en la cárcel de San Quintín, se ve sometido al castigo adicional de verse inmovilizado en una camisa de fuerza, y este tormento físico dará paso en su caso al acceso de otro plano de existencia en el cual puede recorrer sus vidas pasadas: «Únicamente la carne muere y se trasforma, el espíritu perdura y continúa», llega a decir. Puede interpretarse esta novela como un cambio profundo en la vida de Jack London y la necesidad de que el espíritu venza a la materia, ya que fue creada justo después de la pérdida en un incendio —provocado— de su rancho Wolf House, que tanto sacrificio le había costado construir. Se dice que jamás se recuperó de esta pérdida.

Lo que me sorprendió en esta lectura era que te encontrabas leyendo sobre la historia de un niño en la época de los colonos norteamericanos, y era tal la habilidad de narrar que esa historia te atrapaba y deseabas que fuese más extensa. Así ocurre con casi todas las intrahistorias que cuenta.

Quizás al final de su vida quería un billete de primera clase para un tren que cruzase de la costa oeste del pacífico a la costa este del atlántico, y así recordar los años adolescentes en los que más bien cabalgaba los trenes, sin más rumbo que el ir de un lugar a otro sin repetir. Así se asentó en un rancho donde quería plasmar sus ideas acerca de diferentes cultivos y formas de crianza de animales. Al salir este proyecto frustrado y con la salud ya bastante quebrantada, solo le quedó lo que ya tenía aquel joven y vigoroso muchacho que pedía de casa en casa: la extraordinaria y ágil habilidad de narrar maravillosas historias como esta última, y así hacer que un simple mortal como el que esto escribe, pueda disfrutar mientras está confinado, por otras camisas de fuerza más sutiles pero no menos fuertes.


Eduardo García Fernández (Oviedo, 1968) es licenciado en psicología clínica y máster en modificación de conducta. En 1999 abrió una consulta de psicología clínica en la que aborda todo tipo de patologías y adicciones. Entre sus aficiones se encuentran la literatura y el cine. Y acostumbra a vincular éstas con su profesión dando lugar a artículos con un enfoque diferente. Ha realizado y participado en programas de radio en Radio Vetusta, ha colaborado con la revista digital literaturas.com y en la actualidad colabora esporádicamente con artículos y reseñas en el periódico La Nueva España.

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