/ una entrevista de Angélica Tanarro /
La escritora ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) sabe lo que es recibir premios y críticas positivas con sus primeras obras. Su novela de estreno, La desfiguración Silva, le valió en 2014 el Premio Alba de Narrativa. La segunda, Nefando, fue considerada un ejemplo del nuevo boom de la literatura hispanoamericana, además de conseguir una mención de honor en el Premio de Novela Corta Miguel Donoso Pareja. La tercera, Mandíbula, además de quedar finalista en el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, la consagró definitivamente en la lista Bogotá39-2017 como uno de los 39 mejores escritores latinoamericanos de ficción menores de cuarenta años. Ojeda también escribe relatos que ha publicado en revistas especializadas y han aparecido en alguna antología, pero no había publicado hasta ahora un libro de cuentos. Lo ha hecho con Las voladoras (Páginas de Espuma), que acaba de llegar a las librerías después de quedar finalista en el premio Ribera de Duero: un volumen unitario en temática y forma que introduce al lector en el mundo de las leyendas de un territorio dado al misterio, la fábula y cierto tremendismo, la cordillera de los Andes. Los lectores de esta joven escritora afincada en España comprobarán que la música de sus relatos se emparenta sin ningún tono disonante con la de sus novelas.
Palabras que tienen la consistencia de la sangre, el olor de los fluidos corporales, la dureza de los huesos, y que remiten a la sentencia bíblica: «Y el Verbo se hizo carne». Así son las que componen los relatos de Las voladoras, en los que el realismo no es que sea mágico: es que está impregnado de leyendas, mitos, oscuras tradiciones que se le escapan a un lector ubicado a este lado del globo pero que no necesita conocer para verse atrapado en el delirio en el que se puede hablar de la belleza de lo terrible. Los cuentos de Mónica Ojeda remiten a tradiciones que ya fueron exploradas en la literatura hispanoamericana pero que en ella componen un paisaje ignoto que un lector dispuesto recorre casi sin aliento. La tensión que Ojeda imprime a la narración, la que la emparenta con una poesía épica y barroca a la vez, es difícil de sostener y esta es una de las cualidades del libro con el que la escritora ecuatoriana se estrena en el género con un volumen unitario. Solo uno de los cuentos, «Soroche», cambia el tono y aparenta querer darle un respiro al lector, desde los testimonios de varias amigas que tratan de ayudar a una de ellas que ha sufrido la exposición pública de un vídeo sexual, algo bien alejado de cualquier tradición andina (gótico andino es la expresión que usa Ojeda para etiquetar de algún modo los acentos de su escritura). Pero es solo un espejismo, como se verá hacia el final del relato. Las voladoras está lleno de temblores: hay terremotos y volcanes, tiembla la tierra, tiembla el bosque con el murmullo de Dios, tiembla el aire que deja el cóndor al pasar. Sonidos atávicos y sortilegios recorren sus páginas. «Una palabra es como un volcán que guarda la elevada temperatura de la tierra», escribe en uno de los relatos. Y aquí cada palabra busca esa vibración que le haga sentir al lector que leer también es una experiencia física, como las palabras que utiliza el chamán de «El mundo de arriba y el mundo de abajo» para resucitar a su hija. Con este volumen, Ojeda ha dejado de ser una promesa para ser una de las escritoras con más personalidad del panorama de las letras en español.

Las voladoras es su primer libro de cuentos. Y es un proyecto cerrado de principio a fin. ¿Qué le llevó a escribirlo?
Estaba escribiendo una novela que todavía no he terminado y que tiene rasgos de eso que llamo gótico andino, y me di cuenta de que la mayoría de las cosas que había investigado no iban a calzar en la novela. Tenía un montón de material que me entusiasmaba y que quería escribir. Tenía una lista de anotaciones y de atmósferas que quería abordar y cada una tenía casi ya el nombre del cuento. Nunca había emprendido esta tarea y me pareció un reto. La última vez que había escrito un cuento fue en 2016.
¿Por qué le interesan tanto esos temas en los que lo terrible, lo monstruoso, se alía con la belleza, con lo mítico?
Estaba muy interesada en la experiencia del miedo y del miedo ligado al paisaje, en este caso a los Andes, donde el peso de lo telúrico es inmenso. Es un gran tramo de tierra que se eleva como si quisiera tocar el cielo y a veces lo consigue: hay valles, volcanes, páramos y todo eso es fundamental para el mundo místico y mitológico que es ancestral y proviene de culturas indígenas muy asentadas. El paisaje en ese lugar no es cualquier cosa y el miedo allí está alojado en narraciones orales y mitologías que tienen que ver con él. Y me siento interpelada por las mitologías porque siento que responden a un miedo primordial. Debajo de todas ellas, en cualquier parte del mundo y a pesar de sus peculiaridades, si escarbas hasta el fondo te encuentras lo mismo: el desamparo humano, las ganas de poner orden en el caos. Buscan de alguna manera, a través de la narración y de los símbolos, dar orden a lo que no tiene orden. Eso nos vincula a todos como especie.
En muchas de esas mitologías aparecen brujas, personajes femeninos asociados a lo monstruoso. Esto puede parecer muy poco feminista, pero en sus cuentos consigue dar la vuelta a esa visión.
De forma natural he derivado por esos derroteros porque es una narrativa que está en todas esas culturas. En un determinado momento se convierte a las mujeres en monstruos, sobre todo a las que no responden al discurso normativo de la feminidad. Hay muchísimos monstruos femeninos que sin embargo los feminismos han conseguido reescribir. Hablar de Circe, de la Medusa o de la Malinche y tantos otros personajes que representan a mujeres traidoras y asesinas y reescribirlas desde otras perspectivas, encontrando lo humano dentro de lo monstruoso, analizando la experiencia de la vulnerabilidad, de recibir violencia, pero también de generarla sobre otros cuerpos, lo encuentro profundamente feminista. Trabajar sobre esas narrativas que han pretendido malograrnos como cuerpos y darles la vuelta. Sí, somos brujas, pero las brujas tienen poder, son capaces de hacer cosas… Me parece una vuelta de tuerca interesante.
Su literatura explora el lado oscuro de la sexualidad, de las relaciones, de la violencia que a veces llevan asociada. En este sentido, sus cuentos son coherentes con las novelas publicadas hasta ahora.
Siento que para mí la escritura ha tenido varios leitmotiv, pero uno de ellos, sí, ha sido el interés por explorar la violencia. No por el acto violento en sí, que no me interesa, sino por explorar qué ocurre en las personas que reciben esa violencia o que la ejercen sobre otros. Y me interesa no lo que ocurre a nivel físico, sino sobre todo a nivel psicológico, el nivel del trauma, lo que ocurre con las experiencias que somos incapaces de poner en palabras. Me interesa lo que sucede con los cuerpos y las mentes dañadas. Lo he trabajado en mis libros. La violencia que a veces hay en el amor, eso que tanto ha estudiado el psicoanálisis. El amor como un espacio conflictivo, que implica ganas de poseer al otro, de canibalizar al otro, y eso también está en las mitologías donde hay padres comiendo a sus hijos e hijos matando a sus madres o castrando a sus padres. Y hay una razón para que todo esto esté en las mitologías que tiene que ver con esa vinculación que intuimos desde siempre: la cercanía que hay entre el golpe y el abrazo. El mundo de las pasiones los pone muy cerca.
En el libro tiene mucho peso el lenguaje. Un lenguaje muy lírico, a veces pura poesía. Incluso se rompe formalmente la línea y visualmente aparece el verso.
Me he sentido muy cómoda tratando de ensanchar la línea divisoria de los géneros. Sé que Las voladoras es un libro de cuentos, que mis novelas son novelas, que mi poesía es poesía, pero en mis novelas hay poesía, en mis poemas hay mucho de narrativa y aquí efectivamente mucho de poesía. Me parece seductor dejar que la escritura cabalgue por estas zonas limítrofes y que en ocasiones se pase un poco. Lo que genera es una escritura que liga con mi propia forma de concebir la literatura: eso de lo que hasta cierto punto tienes un control, pero que luego tiene algo indomable. Ese pasarme de la línea me permite trabajar con lo indomesticable, con lo no planificado porque sale de forma orgánica del texto. Estoy escribiendo y de repente me doy cuenta de que esto tiene un ritmo y una fuerza que me lleva a saltar y escribir una línea esquinada a la derecha como si fuera un verso. Y se lee distinto; no se lee igual que si lo pusiera todo junto, como ocurre en el poema. Me dejo llevar por esas pulsiones escriturales que son como mi pecado capital. Me dejo llevar. Y sí: hay una vinculación muy clara en este libro con la experiencia poética que realmente es lo que me motiva a escribir; entender la palabra como algo que tiene efectos sensoriales, que a mí me atraen muchísimo.
Efectivamente, se lee distinto. Para llegar a ese resultado ¿cómo es su proceso de escritura? ¿Escribe con horario, con disciplina, o es una escritora anárquica?
La escritura es en este caso muy transparente en cuanto al proceso. Quizá tenga que ver con mi personalidad. No suelo ser una persona muy disciplinada, salvo en lo que tiene que ver con el trabajo. Pero yo no considero la escritura como un trabajo, sino como placer. Y con todos mis placeres soy muy hedonista: si me apetece lo hago y, si no, no lo hago. Por eso me puedo ver en un futuro perdiendo las ganas de escribir, y no escribiría. La mía es una escritura catapultada por el deseo. Hay veces que estoy escribiendo todo el día porque me lo pide el cuerpo y otras veces la escritura transcurre a ratos. Son procesos que salen orgánicos y eso me permite darle a la palabra la intensidad que tiene que tener. Si escribiera obligada por un horario no me saldría, me saldrían otras cosas, pero no con esa musicalidad y esa fuerza que yo busco. Tengo que estar fresca, con muchas ganas, y eso no ocurre siempre y no ocurre según el reloj, sobre todo.

Sus obras exigen algo del lector, le piden atención y sosiego. Y no sólo por ese explorar la senda de lo terrible. ¿Piensa en la reacción de los lectores mientras elabora sus libros?
Es una muy buena pregunta porque yo cuando empecé a escribir… Para empezar: yo soy de Ecuador y en Ecuador la literatura se vende muy poco y en especial la literatura nacional se vende poquísimo. Y yo pensé que nunca iba a tener muchos lectores. Yo empecé así. Las tiradas en Ecuador son de cien ejemplares y no se terminan de vender. Así que digamos que empecé teniendo asumida la idea de fracaso. De hecho, me ha ido mucho mejor de lo que yo jamás pensaba que me podía ir; con eso ya he roto mis expectativas iniciales. Pero cuando ya me empezaron a llegar los lectores fui consciente de que al no tener esas expectativas escribía con una libertad tremenda. Porque yo no pensaba «me va a leer el mundo», sino «me van a leer cuatro gatos», y quería que esos cuatro gatos se sintieran conectados con lo que hago en total libertad. Pero desde que eso cambió, he tratado de mantener el mismo espíritu. Creo que fue un buen espíritu inicial: si soy fiel a lo que me interesa y a la forma en que quiero presentarlo, no voy a estar sola porque yo no soy nada original. Y habrá gente que se sienta conectada en esa línea y habrá gente que no. He tenido suerte hasta ahora de encontrar esos lectores que consideran que la literatura no es solo un lugar de evasión sino un lugar que te ofrece una experiencia, la de que las palabras logren atravesarte de alguna manera y que te hagan mirar el mundo de otra forma. Creo que hay muchos lectores así y he tenido la suerte de encontrarlos.
¿Le llegan mensajes de esos lectores?
Sí, y apabullantemente positivos, pero también ha habido personas que se han ofendido con mis libros. Sobre todo con Nefando, que va sobre el abuso infantil y lo trabaja desde un lado muy duro en algunas partes. «Tu libro me ha ofendido», me dijeron algunos lectores. Pero a mí me parece positivo porque el libro está ahí para dialogar y eso significa que te ha dicho algo.
¿Cómo va esa novela de la que se han ido desgajando estas historias?
Aún le falta tiempo. Dejo que se vaya desarrollando de forma orgánica. Trato de no hacer mucho caso a los tiempos editoriales sino de dar a cada proyecto literario el tiempo que necesita. Afortunadamente tengo editores maravillosos (risas). No solo Juan [Casamayor, editor de Páginas de Espuma] sino mis candayos de toda la vida [la editorial Candaya ha publicado sus novelas], que me esperan todo lo que necesito.
[EN PORTADA: Angélica Tanarro fotografiada por Lisbeth Salas]

Angélica Tanarro es periodista y escritora, licenciada en ciencias de la información por la Universidad Complutense de Madrid y doctora en periodismo por la de Valladolid, en cuyas aulas ejerció la docencia. Es especialista en información cultural. Ejerce la crítica de arte, literatura y cine. Ha sido jefa de Cultura en El Norte de Castilla y coordinadora de su suplemento literario, La Sombra del Ciprés. Es autora de los libros de poesía Serán distancia y Memoria del límite. Participa en jurados de premios relacionados con la literatura y las artes plásticas, como las becas de creación artística de la Fundación Castilla y León, a cuyo comité asesor pertenece. Coordina para la Fundación Miguel Delibes el ciclo Cronistas del siglo XXI, en el que se dan cita periodistas y escritores de reconocida trayectoria. Imparte conferencias y seminarios en cursos como el que organiza la Cátedra de Cine de Valladolid y es habitual de citas literarias como el Hay Festival, en Segovia.
La entrevista me da ganas de leer algo de la mujer ecuatoriana. Qué lástima que esta vez no hayan incluído algunos fragmentos de prueba.
Pingback: Mónica Ojeda: «La literatura no es sólo evasión, sino experiencia» — El Cuaderno – Chelo Lima