/ un relato de Josemanuel Ferrández Verdú /
Para llegar a la academia de funcionarios en la perdida región de X, hace falta realizar un viaje de varias horas en un automóvil patético, por carreteras casi imaginarias, hasta tropezar con una meseta que se eleva unos quince metros sobre el desierto y donde el viajero corre el riesgo de no encontrar la oficina, aunque sea el único edificio en muchos kilómetros a la redonda.
Al llegar, se levantó una nube de polvo a causa del frenazo innecesario, pero el chófer que había conducido por más de cuatrocientos kilómetros decidió poner fin al viaje de un modo violento. Me apeé del vehículo y este inició de inmediato el regreso, dejándome solo bajo un sol intenso. Al alejarse de nuevo la calma, renació alrededor; una calma que contrastaba con el febril rugido de aquella máquina infernal que me había traído hasta este solitario lugar.
Allí estaba la oficina. Se trataba de una casa de una sola planta con una cortina en la puerta que protegía la entrada del sol. Vigorosos ronquidos procedentes del interior de la casa rasgaban el silencio. Aparté la cortina con la mano y vi un patio brillando al fondo de un pasillo ancho con habitaciones a los lados. Estaba cansado y polvoriento, por lo que entré en la casa en busca de alguien a quien presentarme. Según los informes que tenía, las competencias de aquella sucursal alcanzaban todo el territorio que había desde allí hasta el límite de la provincia, situado en el mismo litoral.
En el extremo norte de la meseta se hallaba la serie de altas rocas peladas que eran el confín del desierto. Toda aquella región se hallaba escasamente poblada y la mayoría de los asuntos que caían bajo la jurisdicción de la oficina no necesitaban más que un breve trámite para solventarlos. A pesar de ello, el número de funcionarios destinados allí, sin ser grande, era quizá excesivo para el poco trabajo que solía haber, según el informe, por lo que muchos de ellos pasaban temporadas enteras viajando en calidad de observadores o simplemente se extraviaban a propósito para no ser molestados.
Aquel destino no era precisamente una etapa brillante para la carrera de nadie, más bien al contrario: podía considerarse como un lugar en donde purgar errores cometidos y no subsanados. Sin embargo, la fama se había apoderado de este territorio con ocasión de venir a vivir cerca de la costa una mujer cuya presencia dio lugar a rumores y comentarios.
La mujer
Muchos no entendieron el esfuerzo de aquella pionera cuyo trabajo iba a quedar sepultado en la oscuridad de la burocracia y perdido entre las solitarias cúspides rocosas barridas por el viento del océano. Se refugió en una casa que había sido construida, en otra época, por alguien de quien se ignoraba tanto como de la nueva inquilina.
Recibimiento
Había transcurrido un buen rato desde mi llegada, y nadie había hecho acto de presencia a pesar del escándalo provocado por el viejo automóvil. La tarde estaba avanzada y el sueño del roncador, fuera quien fuese, se estaba prolongando más allá de toda sensatez. ¿Ni siquiera iba a despertar aunque solo fuera para volver a dormirse? Comprendí que tenía que elegir entre esperar a que el autor de aquellos entusiastas rugidos diera por finalizada su épica siesta o despertarlo y arriesgarme así a un recibimiento desagradable.
Recorrí el pasillo hasta el cuarto de donde salían los gemidos y sobre un camastro había echado un hombre. Posiblemente se trataba de algún subordinado, quien, ofuscado por la desidia y la inactividad, era presa de una somnolencia inmoderada, salvaje y hasta maligna. Me vi obligado a gritar tan fuerte que de pronto calló y se removió en su camastro y en su sueño antediluviano, mientras emitía sonidos breves, como si dijera algo.
Me acerqué a la cama y, cuando iba a tocarlo en el hombro, abrió un ojo terrible, como un cíclope al que acabaran de despertar de su inmensa siesta cenital.
—¿Qué pasa? —preguntó como si me conociera.
—Creo que le he despertado —dije. Abrió el otro ojo y se incorporó en la cama. Luego se sentó con los pies en el suelo.
—¿Quién es usted? —dijo mientras salía de la oscuridad y trataba pesadamente de reconciliarse con la vida.
—Acabo de llegar. He sido destinado aquí.
Me miró durante una décima de segundo y luego se puso en pie con dificultad. Cogió una botella de vino y echó en un vaso, bebió y tosió. Echó en otro vaso y me lo ofreció. La poca luz entraba por una ventana a través de la que una difusa línea horizontal dividía el cielo del desierto. Hizo un gesto como para señalar hacia algún punto situado en la lejanía.
—Por ese lado, en algún lugar… hay problemas.
Miré a través de la ventana.
—¿A qué se refiere…? ¿No se ha enviado a ningún agente? ¿Dónde está el personal? Llevo largo rato esperando y no ha aparecido nadie. El aluvión de preguntas lo pilló desprevenido. Me miró con recelo.
—Atienden a sus obligaciones, que no son pocas.
Iba a preguntarle sobre mi cometido, pero el delegado ya había sacado una carpeta de una estantería y estaba apuntando algo sobre un papel donde había multitud de cosas escritas. Luego extrajo un sobre de un montón de papeles y sacó una carta manuscrita dirigida a la oficina. Hizo como si la leyera, balbuciendo algunas palabras en una voz que era un susurro.
—Veamos… Esto… Sí, creo que es esto. Sí, creo que sí —dijo, y cogió un papel arrugado.
—¿Qué es? —pregunté.
—La carta de la que le he hablado [no lo había hecho]. Léala sin prisas. Creo que es de la mujer, cerca de la costa. Seguramente esto llegó a la oficina hace meses, y algunos creen que es auténtica.
—¿Auténtica?
—Sí, aunque hace meses estuvieron discutiendo. La carta estuvo perdida un tiempo.
—¿Y no han tomado ninguna medida al respecto?
—Por eso no se preocupe: lo raro aquí es que todavía lleguen cartas. Ha sido quizá la única en varios años, desde que murió el último cartero. Luego la gente dejó de pensar en ello.
Aquella noche leí la carta. Contenía bastantes incongruencias. Era ininteligible y parecía imposible saber el tipo de persona que la había enviado, pero fuera quien fuese parecía que tenía dificultades de algún tipo.
Mientras me familiarizaba con mi nuevo destino, fui dándole vueltas al asunto.
En la cantina entablé conversación con algunos que pasaban allí mucho tiempo. Hablaban de nimiedades relacionadas con cualquier cosa. Otros preferían los asuntos turbios de la política, porque en medio de la podredumbre se sentían a gusto y expresaban mejor sus sentimientos de asco y aburrimiento.
También hice amistad con un joven empleado que había solicitado encargarse del asunto, pero se lo denegaron alegando falta de experiencia.
—Pero ¿experiencia de qué, si nadie sabe qué es lo que pasa exactamente? —dijo.
—Parece que por ser el último me han echado a mí el muerto —dije.
—Sea lo que sea, aquí no hay mucho que hacer, se lo aseguro. Quizá lo mejor sería cerrar esta oficina, porque es una pérdida de tiempo monumental.
—Parece que existe interés en mantenerla, Dios sabe por qué.
—¿Y quién va a pagarnos? Nadie toma decisiones y se discute mucho para nada. Al final tienes que hacerte de algún bando o es peor, y si te adhieres a uno nunca vas a saber lo que hay que atacar o defender, sino que automáticamente los demás te miran como enemigo. Y si no eres afín a nadie, eres enemigo de todos.
Dos días después de esta conversación, me fui en dirección al otro extremo del territorio, donde la cordillera forma un muro de ochocientos metros y los acantilados sobre la llanura impiden recibir la brisa del mar.
Montado en un asno propiedad de un empleado de la oficina (usar una bicicleta era arriesgado, ya que suponía comprometer un vehículo oficial en una misión poco clara), tomé la única carretera que cruza la región siguiendo la línea de montañas, como al parecer habían hecho otros anteriormente.
Antes de que saliera el sol, me puse en camino avanzando con determinación al principio, hasta que el asno dio muestras de cansancio. Entonces me bajé del animal y seguimos a pie. Casi todo el día estuve caminando en medio de un terreno yermo y casi desnudo de accidentes, si exceptuamos las enormes rocas de la cordillera: solo tierra gris y monótona donde alguna vez un lagarto hacía moverse una brizna de hierba.
Al caer la tarde, avisté un relieve horizontal, que al aproximarme resultó ser una plataforma de obra cuyo interior se hundía en el suelo hasta varios metros formando un recinto subterráneo, y rodeado por algunos árboles y una vegetación escasa. En uno de los costados había grupos de cañas y una charca de agua verdosa. Una puerta de madera carcomida daba acceso a la parte inferior. Abajo había un sacerdote y tomaba apuntes en un libro sobre un atril. Al verme, se puso de pie y dijo:
—¿Cuándo vamos a reunirnos tú y yo?
—¿Me conoce de algo? —dije.
—De oídas. Sé que vas a ver a esa joven. No es tan joven. O puede que sí.
—¿Qué sabe de eso?
—Duerme demasiado, y sólo se acuerda de cuando estaba con sus propios hermanos en una ciudad llena de comerciantes.
—¿Y cuál es su preocupación?
—El mundo. Pero basta ya de discusiones. Piensa en las figuras.
—¿Qué apunta en ese libro?
—Nada. Mi pluma se ha secado y ahora estoy tomando la sombra. Afuera no es posible estar, hace demasiado calor y las cañas están casi secas. Además, no puedo soportar ese viejo casco. No soy más que un pobre cura; no soy quién para pedirte una cosa así.
—¿Para pedirme qué? —dije.
—Busca el cascarón, porque no está lejos de aquí. ¿Querrás hacerlo? Si lo haces, te aseguro que él vendrá.
—No he venido a buscar espejismos en medio del desierto. Sólo me faltaba eso.
—Bien, no lo hagas si no lo deseas —dijo.
Al salir, de nuevo me dirigí en la dirección que el cura me sugirió. Pronto divisé en el horizonte los brumosos mástiles de un barco embarrancado en lo más alto de una montaña de arena. Conforme me aproximaba, crecía la irrealidad de aquel buque sumergido en la soledad del desierto como el residuo de olvidadas aventuras. Al llegar junto al pie del galeón, escuché un rumor. El interior del navío estaba rebosante de agua.
Casi un mar de color verde y una intensa olor a podredumbre y sobre las aguas, yendo de un lugar a otro varias figuras representaban personajes ilustres variados (Manolete, Einstein, Paul Valéry el arquitecto Piranesi y Juana de Arco) recorriendo la superficie de las aguas. Pensé que serían las figuras de las que habló el sacerdote, pero ¿quién sería él? ¿Por qué vendría a destruirlas?
Un grupo de seminaristas surgió a través de las amuras del barco y se zambulleron en el verde silencio del lecho de aguas. Las figuras se detuvieron entonces mientras los jóvenes estudiantes se arrojaban al agua y se sumergían una y otra vez.
En el centro de la nave, junto al palo mayor, había una fuente de donde manaba el agua y en los alrededores un jardín con figuras de animales salvajes esculpidas en mármol y algunas plantas exóticas. Me dirigí a uno de ellos.
—Bienvenido —dijo—. ¿Quiere bañarse?
—Se lo agradezco, pero estoy de paso. Busco una casa no lejos de aquí, donde tengo que hablar con su inquilina. Está enferma. Es casi seguro que ha tomado el sol demasiado.
—Será una casualidad. El obispo ha recibido una postal. Pero se lo ha tomado con calma.
Yo continué mi camino, pero el día ya había avanzado y enseguida se hizo de noche. Tuve que cobijarme en una gruta donde el asno mordisqueó la hierba y yo comí de los víveres que llevaba. Luego me dormí. Al despertar apenas había luz. Monté al burro de nuevo y proseguí el viaje.
Llegué a media tarde. No se veía a nadie en los alrededores. Llamé a la puerta y apareció una mujer de mediana edad y hermoso rostro.
—Vengo desde la oficina. Hemos tenido conocimiento de sus dificultades después de varios años y me envían a prestarle la ayuda que solicita.
—Magnífico —dijo.
Me hizo pasar a un salón lleno de muebles carcomidos donde predominaban los objetos de inspiración marinera: conchas, botellas, anclas, objetos de precisión, astrolabios, sextantes, prismas, etcétera.
—¿Vive usted sola? —pregunté.
—Sí.
—¿Desde cuándo vive aquí?
Hace dos años que llegué. Creía que mi vida aquí iba a ser más fácil, y los primeros meses transcurrieron sin pena ni gloria. Fue más tarde cuando apareció la sombra y me inquietó. Traté de sobreponerme, pero la sombra era más firme que yo. Todas las tardes volvía a salir, hasta que me sentí incapaz de continuar ,y entonces pedí ayuda.
—Sin embargo, no ha sabido explicarse bien acerca de la sombra.
—Cuando la vea me comprenderá.
Tras esta conversación, ella se retiró a su cuarto y se quedó allí un día entero. Al salir me dijo que fuéramos hasta una cabaña en la misma playa. Salimos ese mismo día y llegamos a la cabaña al anochecer.
Al día siguiente, junto a la playa, salió la sombra. Era larga y triste. Se movía con infinita lentitud, pero sin descender lo más mínimo. Ella lloró a partir de la medianoche. Esto me llenó de cólera y salí de la cabaña gritando barbaridades.
—¡Oh, sombra, que imitas a la noche, de cuyo negro corazón has copiado el nombre y el sistema: yo te maldigo en nombre de la oficina, de un modo inapelable, mi conciencia es un piélago de maldiciones sonoras! ¡Vuelve a tu guarida y duerme el sueño de las sombras!
—Con estas y otras palabras más graves aún le anuncié mi odio de funcionario, pero la sombra no daba señales de debilidad, sino que asediaba el espacio mismo con su tiniebla irregular y sucia.
—Lo de la cabaña es un fracaso —le dije a la mujer—. La sombra nos ha perseguido.
—La sombra es tan fuerte que no admite réplica. Pero hay algo más.
—¿Qué más?
—Un coche fúnebre.
—Eso es imposible —dije—. Todos los coches fúnebres de la región están considerados como falsos.
—Tal vez no sea fúnebre.
Salimos un rato a pasear por los alrededores de la playa y entre las barcas varadas en la arena no se veía a nadie. Hacia el mediodía llegó el obispo acompañado por un presbítero. Parecía que la cuestión de la carta había recorrido la región y el prelado deseaba aportar su grano de arena.
—Puede ser que detrás de la nube se esconda el espíritu de Dios —dijo.
El auxiliar le contó en voz baja, a pesar de lo cual oí, que yo era el tipo que los acompañó en su baño dentro del galeón. El sacerdote me miró. Sobre su pecho brillaba una hermosa cruz de oro.
—Supongo que usted ha traído los auxilios oficiales.
Me tendió la mano y la besé. Una esmeralda guiaba sus delicados gestos.
El obispo estaba sentado sobre un arcón viejo de madera que al parecer perteneció al pirata que había mandado el galeón en otros tiempos. Sobre su cabeza ondeaban algunas banderas. Al otro lado de la habitación, una ventana encerraba un fragmento de mar, pero un barco de tamaño gigantesco fue ocultando la visión del mar poco a poco mientras el obispo hablaba y hablaba de la historia de la iglesia. A media tarde salimos a estirar las piernas por la playa, y entonces fuimos andando hasta un antiguo puerto en el extremo del acantilado, al pie de donde las montañas se mezclan con el mar. Algunos navíos de gran calado dormitaban en las aguas semipodridas de una dársena del puerto. Era una vieja flota de barcos negros. Todo aquel paraje respiraba soledad y decadencia. Al anochecer, el trasatlántico fondeado frente a la altura de la choza aún estaba allí.
Todo esto molestó al obispo, quien no contaba con tener que quedarse tanto tiempo en presencia de la mujer. Envió al seminarista, ya casi agotado, en dirección a la diócesis y él se dispuso a pasar la noche con nosotros. Era un hombre de unos sesenta años, pero poseía una fuerza hercúlea, lo que le permitió seducir a algunas mujeres a lo largo de sus muchos años de vida pastoral.
Todo ello dispuso a la mujer a favor suyo, dando lugar a que le sirviera vino en abundancia, lo que le desató la lengua. Después de despojarse de sus vestidos, se arrellanó en un sillón y se puso a cantar. Conocía algunos tangos, como aquél que empieza así:
No es que esté arrepentido
de haberte querido tanto
lo que me apena es tu olvido
y tu traisión me sume en amargo llanto.
Si vieras estoy tan triste
que canto por no llorar
si para tu bien te fuiste
para tu bien te tengo que perdonar.
Como este aspecto suyo resultaba chocante, creímos que lo mejor sería retirarnos y así lo hizo Ofelia, la cual me invitó a dormir en una habitación contigua. Dejamos, pues, al obispo completamente ebrio y cantando tangos.
—Como ve, la ayuda de la iglesia es sólo superficial y estética.
—No lo crea —dijo ella—. Monseñor ha venido otras veces y siempre se ha mostrado solícito y afectuoso. Hoy tiene un día raro, quizá debido a la presencia del navío.
Del mar penetraba un olor denso y amargo y la sombra del paquebote sobre el horizonte entorpecía el mundo.
Al amanecer me despertó una gran agitación, como si mucha gente discutiera en la habitación principal de la cabaña. Al salir, sólo vi al obispo Próspero, quien manipulaba los cacharros de la cocina para preparar el desayuno.
Creo que nuestros esfuerzos resultan inútiles. Ella es una mujer demasiado sensata —dijo.
El café humeaba y me serví una taza.
—¿Y qué pensaba usted? ¿Acaso no conoce este tipo de cosas?
El cura parecía inquieto por causa del barco, cuya presencia frente a la casa comenzaba a resultar sofocante. Ella salió de la habitación donde había pasado la noche y en sus ojos había signos de ansiedad.
—No he dormido en toda la noche.
Se acercó a la ventana y observó indiferente la obscura sombra del gigante anclado a varias docenas de metros de la orilla. Las olas rompían contra su casco inmóvil.
—Parece abandonado —dijo Ofelia.
—Llegó ayer —afirmó Prospero—, pero no se ve a nadie. Ese barco es una gran mentira.
—Mentira o no, ya no lo puedo aguantar más. Me voy a la casa.
—La oficina me ha enviado para que la acompañe a usted.
—No se preocupe por mí. Me las arreglaré sola.
En tal caso, ¿por qué envió la carta a la oficina? Yo al menos he reflexionado durante el camino, pues ignoraba si usted está segura de lo que quiere hacer.
—Hace años, un arquitecto ruso mandó construir la casa. Él la diseñó, pero pronto murió en Rumanía. Mi hermano recogió un mapa en herencia y me ayudó a descifrarlo. Cuando yo vine, muchos pensaron que no tendría valor para quedarme. Pero nadie me habló de ese coche de muertos. La tarde en que limpiaba una de las escaleras exteriores se acercó por la carretera hasta muy cerca y vi sus ruedas. Tal vez yo me equivoque, pero eran como pezuñas monstruosas. Eso fue todo. Ahora mi angustia es inevitable. He llorado y los acantilados son testigos de mi historia.
—Pues váyase de aquí —le dije—. Deje este lugar para otros y vuelva a donde están los suyos.
—Jamás —dijo ella con los ojos llenos de lágrimas.
El obispo la tomó de la mano y se la besó.
—Quien es visitado por los perros, tanto si lleva automóvil como si no, necesita ser visto como alma de Dios.
Después se puso la casulla y los hábitos de decir misa y salió a la playa. Con un cáliz que tomó del arcón, de donde también había sacado los vestidos rituales, ofrendó el sacrificio divino con hermosas palabras antiguas y gritó al vacío terribles recomendaciones y ásperas noticias. Luchó con ferocidad contra todos los espíritus reunidos en la playa a consecuencia de aquel casco varado, y se retorció de dolor cuando un ser de la arena le escupió sonidos paganos.
Había allí cerca una barca boca abajo y sobre su quilla el obispo leyó el Evangelio y luego dictó el sermón del día de San Miguel. Varios pescadores que faenaban no muy lejos dejaron sus redes y se reunieron cerca de la barca a oír misa. Les habló de Jonás y de Moby Dyck.
Era tanta la gracia y el arte de aquel experimentado oficiante diciendo misa, hacía de la eucaristía un espectáculo tan alto y profundo, su sermón era tan cautivador, que los pescadores no querían verlo marchar y le regalaban pescados que el obispo rechazaba todas las veces.
—Prefiero vuestros pecados —decía.
Abandonamos la casa después de que Próspero fuera recogido por algunos estudiantes y llevado, enfermo y agotado, hasta su palacio.
En el camino de regreso, algo nos impedía avanzar. Un punto negro en el horizonte fue haciéndose cada vez más grande conforme nos aproximábamos. A unos cincuenta metros ya era claramente un automóvil negro de un modelo anticuado, análogo a los que utilizaban los gángsters de Chicago durante la época de la Ley Seca en sus correrías del contrabando de alcohol y en sus matanzas, sólo que este estaba estigmatizado, porque en lugar de ruedas lo sostenían formidables patas de algún animal espeluznante.
Allí se me reveló de pronto todo el sentido de la carta. Comprendí sus argumentos y sus sarcasmos. Su llanto y sus feroces insultos.
—Mira —dijo ella—. Ése es el coche. Mi agobio.
—No te aflijas —le dije—. Me acerqué hasta la ventanilla y miré dentro. Un fuego me recorrió el corazón. Sólo se veía la tierra y las patas lentamente iniciaron el camino.
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