Creación

Yvonne

«La oscuridad pesa. Pegajosa y omnipresente, todo queda subyugado bajo su manto opaco, impermeable a la luz. El amanecer se abre paso a duras penas entre las espesas nubes bajo las cuales todos somos esclavos». Un relato de Fernando Prado Eirin.

/ un relato de Fernando Prado Eirin /

La oscuridad pesa. Pegajosa y omnipresente, todo queda subyugado bajo su manto opaco, impermeable a la luz. El amanecer se abre paso a duras penas entre las espesas nubes bajo las cuales todos somos esclavos. No existe más que dominio y sumisión; la vida ha dejado de tener matices, solo existen los polos opuestos. Es absurdo intentar engañarse buscando cualquier estúpido motivo para continuar viviendo de manera aparentemente normal, como si nada pasara o nada hubiera pasado. En realidad ya nada ocurre. El tránsito continúa, sí, impulsado obligatoriamente por el paso del tiempo, pero es un tránsito casi estático, como el avanzar de pie sobre una cinta transportadora de esas que hay en los aeropuertos. 

Rompe el alba y las nubes parecen resquebrajarse con los rayos del sol. Un mirlo canta posado sobre una antena de televisión oxidada en lo alto de una casa vieja, casi derruida. Es lo único que parece tener sentido, la vida animal, que continúa luchando por permanecer y sobrevivirnos; cualquier otro esfuerzo parece fútil. La humedad se respira y se cuela por los poros, escarba con persistencia hasta que consigue alojarse en lo más profundo de mi cuerpo como en una habitación abandonada. Avanzo despacio por un callejón desierto, mis pasos resuenan en la estrechez, rebotan hasta el infinito y vibran en cada pequeña piedra del suelo. El mismo caminar errante que se repite hasta el aburrimiento a través de los años, siglos y siglos de pasos perdidos, vidas que se filtran entre las grietas y el musgo.

Cada mañana llego a la parada a la misma hora, enciendo un cigarrillo y simplemente espero. El autobús suele llegar entre siete y ocho minutos después, lento y tambaleante, soltando un humo oscuro por el escape. Se detiene y abre sus puertas; me subo y automáticamente balbuceo un buenos días que casi nunca obtiene respuesta. Tomo asiento en cualquier lugar, aunque intento hacerlo al lado de una ventanilla porque me gusta recostar la cabeza en el cristal y observar la pequeña ciudad durante el trayecto. Apenas viajamos unas cuantas personas a las que no les queda más remedio que madrugar para acudir a sus respectivos trabajos. Dicho así, parece que trabajar sea un drama, pero es que en cierta manera lo es si no funciona como método para sacarnos de la miseria. Siempre son los mismos rostros. A veces nos miramos unos a otros y parece que nos conocemos de toda la vida, sin embargo, nadie sabe nada de nadie. Compartimos un espacio, solo eso, dentro de un vehículo destartalado.

El conductor es un señor de baja estatura y espalda ancha. Debe rondar los sesenta años. Conserva una cabellera espesa e indomable de color negro, apenas tiene algunas canas. Sujeta el volante firmemente con sus manos grandes, demasiado grandes para el tamaño de su cuerpo. Sus ojos pequeños se mueven de un lado a otro, miran las calles y trazan el mejor recorrido para evitar en la medida de lo posible que las ruedas del autobús caigan en los baches abiertos por doquier en el asfalto; miran también los retrovisores laterales para comprobar el tráfico de los demás vehículos, y miran el espejo interior desde el cual se puede ver a los pasajeros. Llevo unos tres años tomando este autobús cinco días a la semana y no recuerdo otro conductor. Me pregunto cómo debe sentirse aquel hombre de apariencia ruda y movimientos toscos después de tanto tiempo conduciendo el mismo vehículo por las mismas calles, contemplando el deterioro gradual de esta ciudad que cada vez se asemeja más a un pueblo en un interminable proceso de abandono.

Aquí sólo quedamos los que no nos hemos podido ir, bien por no tener adónde o por estar atados a todas esas cosas a las que nos atamos y que acaban, en mayor o menor medida, haciéndonos un poco menos libres; en cualquier caso, la libertad no es más que una bella utopía. Pero somos las decisiones que tomamos. Quizás tuve que haberme ido, como aquellos que una vez fueron mis amigos. La ingenuidad, tal vez.

El mar ha ido recuperando lo que era suyo, una reconquista anunciada. El antiguo barrio de los pescadores está deshabitado, en algunas zonas el agua llega a la altura de las ventanas. Las casas parecen barcos encallados en una playa olvidada. El glorioso paseo marítimo fue destruido por la persistencia de las olas, temporal tras temporal, y ahora sus restos están sumergidos. El pequeño puerto deportivo también está en ruinas, la panza agujereada de los barcos asoman como lápidas de un cementerio. El servicio de trenes quedó interrumpido, ahora las vías se están oxidando bajo el agua. En definitiva, todo lo que estaba en primera línea de mar está inutilizable.

El hundimiento de este espacio urbano es el hundimiento de todos. Sólo quedan restos por doquier, episodios de vidas inconexas, una sociedad en extinción de individuos recluidos en sí mismos, humanos incapaces de evolucionar; la vida detenida en el tiempo, atrapada en la ruina.

En el mástil de 11 metros plantado en el centro de la plaza aún ondea una bandera deshilachada y hecha jirones. A nadie le importan ya los símbolos de lo que una vez fue un país próspero. Patria, para los románticos. Las instituciones ya no existen, el desgobierno hizo toma de posesión por la fuerza y se instauró una tiranía de deshumanización. Vampiros, les llaman. Nosotros somos la sangre de la que se alimentan.

La lucha por sobrevivir a las tragedias cotidianas nos ha convertido en hienas en estado de vigilia. Sólo importa llegar a una habitación húmeda, conciliar el sueño y despertarse al día siguiente. La gente se muere en sus casas en la más absoluta soledad; pueden pasar meses hasta que los encuentran ahí, acostados en una cama mugrienta, tendidos en el suelo de la cocina junto a un plato roto o desplomados en la bañera con el grifo aún abierto. En muchos casos, quienes encuentran los cadáveres son los que ocupan las viviendas después de haber tenido que abandonar las suyas debido al aumento del nivel del mar. Son los refugiados del agua. Algunos se deshacen de los cuerpos, otros simplemente buscan otra vivienda que ocupar.

Me bajo del autobús en la última parada. Camino hasta la esquina y cruzo la calle. Allí está mi trabajo, un pequeño supermercado de barrio. Las estanterías están medio vacías, se vende lo que se consigue a través de las redes habituales de distribución, pero también tratamos con traficantes de alimentos si algún cliente nos solicita un producto imposible de conseguir, previo desembolso del valor de dicho producto en el mercado negro. Solo unos pocos pueden permitirse pagar semejantes cantidades de dinero.

Nada más abrir llega Yvonne, caminando con su peculiar balanceo. Lleva puesto el mismo vestido de flores debajo del abrigo negro y las mismas zapatillas de cuadros, el pelo blanco alborotado, los brazos caídos y el monedero en la mano izquierda. Me pregunta si llegó el chocolate. Viene cada día, compra pan, arroz, latas de conservas, lo que consigue y puede pagar. A pesar de mi respuesta negativa, ella parece mantener las esperanzas detrás de sus ojos pardos y acuosos. Se da media vuelta y se va sin decir nada. Mañana volverá.

Al principio la gente salía a protestar. Partidos políticos y sindicatos llamaban a la población a ocupar las calles, pero pronto se dieron cuenta de que no podían confiar en ellos. Yo nunca participé en ninguna manifestación, quizás porque ya entonces daba todo por perdido, como si me hubiera anticipado a los hechos y hubiera aceptado lo que nadie se imaginaba que acabaría ocurriendo. Hubo confusión y miedo, ahora solo hay indiferencia y resignación. La corrupción es como el agua, que acaba encontrando siempre la manera de filtrarse. Tiempo y persistencia. Se vive en un estado general de continua descomposición que parece no tener fin.

Camino por el laberinto de calles que forman el casco antiguo rumbo a casa de Yvonne. Esta mañana no fue a la tienda. Caminar es un ejercicio que me sirve para constatar el avance del caos, para mantenerme al día del deterioro social, para evitar sorpresas. Procuro no bajar la guardia, estar alerta. Hace mucho tiempo que perdimos la inocencia y ahora desconfiamos de todo y de todos. Inevitablemente la paranoia se alojó en nuestro cráneo haciendo de él su casa.

Sopla una brisa húmeda, presagio de temporal. Atravieso el portal y subo los escalones hundidos con la resignación de los derrotados. Pulso el timbre del 2-B pero no suena, así que golpeo la puerta con los nudillos. No se escucha nada al otro lado. Vuelvo a llamar, esta vez con más fuerza y el silencio sigue siendo el mismo, no hay vibraciones en la atmósfera salvo las que produce mi respiración. Finalmente me decido a empujar la puerta y esta se abre sin dificultad.

Me encuentro una estancia desordenada, atiborrada de trastos, las cortinas echadas y las paredes sucias y desconchadas, una única bombilla cuelga del techo del salón. Recorro el apartamento hasta llegar a la habitación. Yvonne está acostada boca arriba cubierta por una pila de mantas de diferentes colores; huele a miseria, a abandono, a vejez, un olor acre de degradación. Me siento en el borde la cama, el colchón se hunde con mi peso y el cuerpo de Yvonne parece moverse ligeramente. Estiro el brazo derecho y coloco dos dedos en su cuello, buscando el pulso mientras miro por la ventana abierta deseando escapar con las sucias palomas. El rostro arrugado de la anciana permanece inexpresivo.

El tiempo se desvanece en esta habitación oscura como en un cuarto de revelado. Me levanto despacio y contemplo la cabeza de Yvonne que se asoma por debajo de las mantas, me quedo allí de pie un instante esperando a que abra los ojos. Recorro la habitación con la mirada y una foto colocada sobre la cómoda me llama la atención. Me acerco y sujeto el marco entre mis manos como si se tratara de un tesoro. Una joven bellísima sonríe mientras intenta sujetarse el cabello detrás de la oreja con una mano de dedos largos y finos. Ya no queda nada de la mujer de la foto. Dejo una tableta de chocolate a los pies de la cama y salgo del apartamento.

Bajo las escaleras haciendo un esfuerzo descomunal para no dejarme atraer por la gravedad y acabar tendido en el suelo de cualquier manera, viendo a través de mis ojos llorosos de pupilas dilatadas cómo la vida continúa sobre las calles empedradas sin que nadie se percate de mi presencia, pues ya no se presta atención a los pájaros moribundos.

[EN PORTADA: Paisaje de la vergüenza, de Cedric Morris, c. 1960]


Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela) pero afincado en Barcelona, es escritor, músico e ilustrador. Colabora con la web de ilustración Boreal y ha participado en varios experimentos musicales.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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